Hechos así, perdidos en el traquear del tiempo, los hubo en aquella rápida campaña. El ideal guerrero arrastraba….después del Paraguay, después de López Jordán, los indios. Al inmenso Sur, abierto, había que convertirlo en estancias y chacras; asegurar la frontera internacional, barrer obstáculos salvajes a la expansión civilizadora de Buenos Aires.
Nunca se vio en los soldados del ejército acuerdo más unánime. El primero y el último vibraban al unísono; avanzar, suprimir el indio. No era cristiano, pero probablemente fue lo único posible; y en el fondo de los veteranos, el viejo afán de pelea, en esas postrimerías de su predominio en el país, renació ardiente, abnegado, dispuesto al heroísmo.
Hoy nada sabemos de esas cosas, y sólo a título de curiosidad, como se contempla una armadura medieval, consentimos en oír un cuento parecido al del teniente Soria, del 7º de Línea.
Era el principio de la batida. El general Roca ordenaba al coronel Lagos que a los trece días se pusiera en marcha desde Trenque Lauquen. Dentro de ese plazo recibiría equipo, caballos, y, lo que era muy interesante, la visita del Comisario pagador. ¡El viejo sistema!. ¡Otra cosa era cumplir! La división salió como pudo; y a lo largo de la línea quedaron los destacamentos desamparados, sin más medios de que valerse que la industria criolla para comer y seguir tirando con el arma en ristre.
Soria, encargado del Fortín Heredia, al frente de unos cuantos soldados, a las pocas semanas, consumido todo lo alimentable de las inmediaciones: yeguas, caballos, peludos, avestruces, etc., se quedaría mirando la desolada inmensidad de la pampa hacia el Este, como Robinson el mar.
El hambre surgió pavorosa, intolerable, y, sin embargo, ni un murmullo, ni un rezongo se oyeron. Como sombras cumplían su deber los centinelas, mientras los demás, rebuscando sin tregua, veían siempre la misma llanura, igual. Despiadada en su indiferencia infinita, por aquella agonía. ¿Desertar? Nadie pensó ello. ¡No valía la pena! Mejor era aguantar. Por algún lado vendría el remedio.
Y vino, en efecto, el Comisario pagador, mucho después. Al galope, seguido de su escolta avanzó hasta el foso, sorprendido de que nadie saliera a recibirlo. ¡Estaba tan acostumbrado a su papel de providencia! Ni ira, ni motín, ni enredo resistían. Como con la mano se aplacaba todo a su sola vista. Y aquella vez, cuando Soria, el catamarqueño Soria, su amigo, era el que esperaba, nadie acudía. ¿Qué habría pasado? Por fin, escudriñando con la vista en lo alto del mangrullo, distinguió un cuerpo, vio un rostro de sonrisa petrificada, y dos ojos vidriosos, semidormidos, que lo miraban sin verlo.
-¡He teniente! ¿No me ha oído? ¿Qué hace ahí, echado? ¡Pedazo de guarango! Gritó en tono de broma.
Pero Soria no se movió. Con una voz lenta, velada, casi imperceptible, murmuró:
-¡Qué he de bajar! ¡Hace siete días que no como!
Fuente
Correa Luna, Carlos – Soldado viejo
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Revista Caras y Caretas – Buenos Aires, (1901)
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