En los primitivos tiempos coloniales se salía de Buenos Aires hacia la Pampa con rumbo a los lejanísimos “reinos de arriba”, por junto al “camino de agua”, que lo era el Riachuelo o arroyo Matanzas. Otro camino, que es hoy la avenida Rivadavia, por modo natural, iba cobrando importancia. Tanto fue así que en 1663 se le designó “único camino real y preciso para las caravanas”, que partían hacia los dichos reinos de arriba: Chile y Perú.
En los tiempos del virrey Cevallos, un español enriquecido en el Perú, don Juan Diego Flores, adquirió sobre el camino real el terreno para una chacra. Heredaría esa chacra su hijo adoptivo Ramón Francisco, quien, deseoso de perpetuar el nombre de su protector, fundó el pueblo de Flores, dividiendo el terreno en manzanas y solares, y entregando al que vino a ser su primer encargado municipal, don Antonio Millán, los lugares para la iglesia, la plaza y los corrales de abasto y mataderos. Los de la iglesia y plaza son los de hoy día. El de mataderos y corrales ocupaba la manzana limitada por las calles Bonifacio, Juan B. Alberdi, Camacuá y Bonorino. La primera iglesia de Flores fue un pajizo rancho de doce varas de largo, tijeras de durazno, paredes de quincha de ramas y tirantes de palmera. Adjunta a ella y de modestia condigna, se hallaba la sacristía. La parroquia eclesiástica se inició el 24 de junio de 1806, dos años después de construido el pueblo, que abarcaba una legua a la redonda del núcleo de sus primeras casas cercanas a la capilla. En 1810 comenzaron los trabajos de un templo mejor, pero no siguieron adelante. Entretanto, en vez de paja, la teja vendría a cobijar la capilla, hasta el año tercero, en que a iniciativa del cura Boneo se construyó el lindo edificio de su segunda época, siendo padrino el gobernador don Juan Manuel de Rosas y síndico de la obra don Juan Nepomuceno Terrero.
El 10 de octubre de 1830 se procedió a colocar la piedra fundamental de esa iglesia, dando lugar a un acto social, oficial y eclesiástico brillantísimo, en que figuraron el obispo bonaerense, monseñor Medrano y el propio Rosas, y damas y caballeros de la sociedad porteña y florense, pertenecientes a las familias de Corvalán, Balbastro, De la Quintana, Anchorena, Grimau, Basavilbaso, Piñero, Mansilla, Gamboa, Ezcurra, Ortiz de Rozas, Terrero, Obligado, Azcuénaga, Martínez y muchas más.
Año después, la iglesia fue consagrada con una misa cantada por el doctor José María Terrero, reproduciéndose el acto lucidísimo del día de su fundación.
Aún se conserva en la parroquia el reloj que en esa ocasión obsequió Rosas. El frente de la iglesia, que formaba atrio, era de seis columnas, sobre las que descansaba un triángulo terminal. Descollaban las dos bellas torres abovedadas. En la pintura que de ellas nos dejó Charles E. Pellegrini, se ve pasar por delante una de esas carretas de tres yuntas de bueyes que hacían número en las memorables y arriesgadas caravanas. En el capitel, a lo largo de la base del triángulo, sobre las seis columnas, se leía esta inscripción de una sola línea: “Construido bajo los auspicios del Exmo, Restaurador Don Juan Manuel de Rosas”, y en un cuadro, arriba, tomando el centro del triángulo, esta otra, en tres líneas: “Tú eres nuestra Ayuda y Protección, Ssmo. José”.
El nuevo edificio de la iglesia, durable hasta el 83, marca la segunda época del partido de Flores, desde la restauración hasta poco antes de que dicho partido formara parte, como también el de Belgrano, del municipio de la ciudad de Buenos Aires, convertida ya en capital de la república. Fueron los tiempos en que las familias principales de San José de Flores, que lo eran, entre otras, las de Dorrego, Soriano, Cárdenas y Terrero, no contaban por lo general, para ir a Buenos Aires, con mejores vehículos que las carretas de don Dalmacio y Pedro Rivas, a menudo empantanadas en los baches o atascadas en los pozos, por lo que los señores viajeros debían “abajarse a dar una manito”, esto es, ayudar a mover las ruedas. Un viaje en tales condiciones, si no se oponían mayores contratiempos, se hacía en seis o siete horas. Figurémonos el progreso que significaría el tranvía a caballos, o sea el tramway que trajo el señor Billinghurst, que, con el ferrocarril, transformó a Flores en un lugar de hermosas quintas, y por lo tanto de veraneo de numerosas familias porteñas y extranjeras. Las siete horas de carreta, los nuevos vehículos las reducían a una. Pero esa hora se hacía larguísima para la cronista Ana Lys, que en 1889 escribía la página humorística “Veraneando en el tramway de Flores”. La narradora veía con envidia cómo los extranjeros podían no aburrirse, aunque sin dejar de estar graves, leyendo sus “Standard”, sus “Courrier”, sus “Plata “Zeintung”. Decía: “sacan tranquilamente de su cartera de cuero de Rusia, un pichoncito de diario inglés o alemán, de media cuadra de largo, y se ponen a leer un artículo cualquiera, sobre la última novela, la comedia en boga, o las deliciosas crónicas del Divorce Court, tan dramáticas y tan interesantes como un relato romancesco o una conversación “au coin du feu”, a propósito del último escándalo social”.
¡Ah, mejor sería ir a caballo que en esa carroza de todos! Un poeta lo preferiría. El viaje en tranvía era trivial y prosaico para la narradora. Está visto que en punto de pintoresco, más que en otro cualquiera, todo tiempo pasado fue mejor. La distancia poetiza las costumbres, como embellece muchas otras cosas. Y en cuanto a los tranvías de antaño, “jardineras” de batientes cortinas de lonas, y en cuanto, también, al tránsito de vehículos y gentes en la calle Rivadavia de aquel entonces, conviene dejar la palabra al señor Andrés Supeña, intendente que fue más tarde de su amado Flores:
“¡Los aspectos del tráfico de la Calle Real! ¿Quién no los recuerda? Esos tranvías, las jardineras, iban arrastrados por una pareja de caballos que con un corto látigo azotaba el conductor, mozo moreno por lo común, que al doblar hacia arriba la visera de la gorra, mostraba un clavel o un jazmín entre largos rizos negros. Los pasajeros se distraían de la monotonía y lentitud del viaje con los variados y extraños sones que arrancaba a la corneta de asta, colgada del techo como balanza, y con las frases no menos variadas y picantes que dirigía a tal o cual lechero vascuence que interceptaba el paso con el caballo llevado de tiro o el que montaba, medio a mujeriegas, sobre una montaña de tarros de hojalata y cojinillos de carnero. Unas veces las pullas se dirigían al perezoso cuarteador que no enganchaba a tiempo a fin de contribuir a que el coche alcanzase las cumbres de las empinadas calles. Otras veces era la pesada carreta de bueyes que hacía fatalmente un alto en el Almacén del Caballito… Sentado en la “butaca” del pértigo venía el carretero, medio adormecido por el monótono crujir de los ejes. Llegaba con las claridades del alba, después de un viaje emprendido a medianoche, desde algunas huertas de Morón o San Justo”.
Por el 70 llegaron a ser muy nombradas las quintas de Lezica, Fresco, Mulhall, Tarragona, Cousandier, Basualdo y Duportal, entre las que existieron a lo largo del Camino Real, en lo que iba del Caballito a la Floresta. En San José residieron o veranearon por muchos años las familias de Dorrego, Carabassa, Malbrán, Medina, Marcó del Pont, Seeber, Soriano, Mulhall, Llavallol, Basualdo, Blanco, Rodríguez, Best, Cárdenas, Terrero, Gomar, Naón, Alsina, Castro…
Pero de las viejas quintas también habla con sentidas frases el señor Supeña:
“Buen número de ellas existieron hasta comienzos del siglo XX. Las últimas desaparecieron al implacable loteo de los remates. ¡Qué floridas y amenas eran las quintas de veraneo, del ya sólo recordado Flores! Se iluminaban con la riente sonrisa infantil. De allí salían dando rienda suelta a los petisos los pequeños vástagos viriles. Iban los domingos a las carreras de parejeros de las canchas de Olivera y de Gaona. En las fiestas patronales de San José, la multitud rodeaba durante el día la plaza, para presenciar la corrida de sortija, la ascensión al palo enjabonado, la procesión. Por la noche, las gentes asistían a algunas representaciones en el teatro, cuando no se interesaban más por el lanzamiento de globos de papel y los fuegos artificiales, que terminaban necesariamente con la estruendosa batería y el incendio siempre deplorado del elegante castillo. De estos importantes acontecimientos daban menuda cuenta los periódicos dominicales, que, por lo demás, supieron oponer siempre su ingenua simplicidad, al gesto un tanto despectivo de “los del centro”.
Los periódicos locales, afectos a la poesía, insertaban el madrigal alusivo a algunas de las paseantes de la plaza, y ese madrigal podía llegar a ser el mayor galardón poético imaginable, si acaso lo firmaba el delicado y luminoso Pedro J. Naón, poeta florense que por el prestigioso Almanaque Sud Americano, alcanzaba gloria en el continente y en España”.
Una muestra palpable del cambio total de Flores, que, dada su legua a la redonda, llegaba hasta más acá del Caballito, es la casa heredad del mencionado poeta, existente a unas cuadras al oeste de la plaza Primera Junta. El frente de esa mansión quedó reducido a su zaguán ancho y las ventanas de reja. Desaparecieron, hace años, los jardines en que la floricultura exótica y universal se hallaba más progresistamente representada entre nosotros en ese tiempo.
¡Oh el viejo Flores de las casonas familiares al par que románticas! ¡Quién pudiera dar idea, a los que no te conocieron, de tu calmoso, dulce y florido vivir!
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Guerrero Ahumada, Germán – El viejo San José de Flores y sus veraneos de encanto – El Hogar, Buenos Aires (1930)
Lys, Ana – Veraneando en el tramway de Flores – El Hogar, Buenos Aires (1924)
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