Los monumentos al general José de San Martín en Argentina alcanzaron un significado similar a los de Bolívar emplazados en Venezuela, pasando a denominarse a muchas de las plazas principales de pueblos y ciudades, Plaza San Martín. Curiosamente, la primera iniciativa de relieve que se conoce en cuanto a realizar un monumento dedicado a San Martín no partió de su país de origen, Argentina, sino de Chile. En efecto, en 1857 fue Benjamín Vicuña Mackenna quien lanzó la idea de dotar a su país de un monumento al libertador y se contactó con Francisco Javier Rosales, encargado de negocios chileno en París, para hallar a través de él a un escultor capacitado para la tarea. El elegido fue Joseph-Louis Daumas, formado junto a Pierre-Jean David d’Angers, pero no por ello indemne de una realidad que lo situaba como un artista de segunda o tercera línea.
Tras la aceptación de Daumas, se le dieron instrucciones precisas para la ejecución de la obra. Entre otros aspectos, y así se lo notificó al artista el conde Nieuwerkerke, Director General de los Museos Imperiales, el caballo debería imitar la actitud del de la estatua de Luis XIV emplazada en la Plaza de las Victorias de la capital francesa. Además de ello, se le instruyó que “el jinete tendrá desde la planta de los pies hasta la cabeza 2 metros 60 centímetros. En fin, este grupo tendrá en todo las mismas dimensiones de la estatua de Napoleón III, que está en una de las puertas laterales del Palacio de la Industria… Como Chile está sujeto a sufrir temblores, el señor Daumas se obliga a dar toda la solidez posible al punto de apoyo del caballo sobre la placa…” (1). Mientras, también en Buenos Aires se pusieron en marcha para encargar un monumento a San Martín, eligiéndose como sitio ideal para el mismo la Plaza de Marte, en el Retiro. Sabiendo de la iniciativa chilena y de que en París Daumas había terminado ya en 1859 el modelado en yeso, se le encargó al mismo artista una fundición en bronce de su modelo, el cual fue recibido e inaugurado en Buenos Aires en julio de 1862. Pocos meses después llegó al puerto de Valparaíso la estatua encargada por Chile, que fue inaugurada en Santiago en abril del año siguiente y que fue calificada de “Inferior al de Bolívar en Lima, porque éste ha costado más del doble y su estilo es de una fuerza artística de primer orden” (2).
Aquí debemos hacer referencia a un interesante apunte iconográfico, consistente en ciertas desigualdades entre la estatua que se levantó en Buenos Aires y la de Santiago de Chile, aun cuando fueron realizadas con el mismo molde; en la de Santiago el general San Martín está representado en el acto de dar libertad a Chile, por eso “lleva en la mano derecha -dice Vicuña Mackenna- una oriflama coronada con la efigie de la Libertad que el héroe contempla con éxtasis profundo”. El mismo autor afirma que la idea original había sido la de poner en la mano del Libertador una espada, idea que se descartó porque este arma era más bien emblema de conquista que no de redención (3). En la estatua de Buenos Aires San Martín “señala con el brazo derecho el camino que debe seguir su ejército al cruzar la Cordillera de los Andes. La otra diferencia está en la cola del animal: la de Chile es una extremidad de crin larguísima que cae hasta el suelo en forma recta… La de (Buenos Aires) se levanta en el aire para servir de contrapeso a la parte delantera del caballo y no toca la base” (4). El segundo monumento conmemorativo a San Martín en Buenos Aires fue el de carácter funerario que se emplazó en la Catedral en 1878. Su autor fue el francés Albert Carrier-Belleuse, y cuya relación con la Argentina se remontaba a 1873 cuando había sido inaugurado el monumento a Manuel Belgrano por él realizado. La elección de este escultor estuvo precedida por litigios respecto de un proyecto anteriormente encargado al escultor italiano Antonio Tantardini que el propio Carrier-Belleuse había sentenciado diciendo que el sarcófago se asemejaba a una bañera y el altar a un mostrador (5). Tantardini había sido discípulo de Lorenzo Bartolini y autor, entre otras obras, del monumento a Cavour en Milán (1865) junto a Odoardo Tabacchi, además de las estatuas de Bordoni y Volta para la Universidad de Pavia. En cuanto al mausoleo de San Martín, el mismo había sido ejecutado pensándose que iba a ubicarse en el centro de la nave principal de la Catedral, lo cual hubiera supuesto prácticamente la conversión de la misma en un Panteón Nacional. De ahí que se decidiera ubicarlo en la capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de La Paz, ambiente que se puede apreciar es impropio para el monumento (6). Detalle curioso lo refleja el hecho de que el féretro con los restos del prócer tuvo que colocarse inclinado debido a que no cabía en otra posición.
En la última década de siglo la iniciativa más saliente tanto por su significación simbólica como por los pomposos festejos de su inauguración sería el monumento elevado en Yapeyú (Corrientes, Argentina), pueblo natal del Libertador. La idea partió del coronel Ernesto Rodríguez y se concretó a partir de 1895 cuando fue elegida como tipología, por encima de otras propuestas, la erección de una columna dórica rematada por un busto en bronce de San Martín, que, se decía entonces, era más apropiada para ese sitio casi desierto que una estatua, más usual en ciudades populosas. Se contrató la realización de la misma al taller de Felipe Boucau, con la indicación de que todos los materiales de la obra debían ser de procedencia argentina. El busto y los escudos e inscripciones de bronce quedaron en manos del escultor italiano Camilo Romairone, afincado en el país, y fueron fundidos en el arsenal de guerra de la nación a partir de cañones españoles procedentes de las guerras de la Independencia. El monumento fue apoyado legalmente desde el Congreso, en cuyas sesiones se escucharon exaltadoras voces acerca de la iniciativa: “Para completar su apoteosis, es preciso que su gallarda figura se levante sobre dura y enhiesta columna de granito, dominando con su mirada de águila los abiertos horizontes del suelo en que naciera; que esas auras que acariciaron sus sienes de niño, y esos rayos de sol que calentaron su alma, infundiéndole grandes anhelos y perfilando su rostro severo, azoten la faz e iluminen la frente del hombre y del guerrero, en el bronce que lo inmortaliza” (7) .
El monumento fue inaugurado el 12 de octubre de 1899, acompañando al mismo el proceso de reconstrucción y refacción del templo de Yapeyú, con dos torres de estilo gótico. El folleto que recoge el proceso, las semblanzas del Libertador, y la descripción detallada de los festejos -con arco de triunfo erigido en el puerto para recibir a las ilustres autoridades incluido- incorpora en sus textos párrafos dignos de ser transcriptos debido al trasfondo que muchos de ellos encierran. Así se glosaba ante la posibilidad de que el monumento fuera considerado pequeño para la significación del homenajeado: “El entusiasmo encontrará ese monumento, como cualquier otro, por vasto que sea; le encontrará pequeño. San Martín le hubiera encontrado demasiado grande. Desde su punto de vista habría tenido razón, pues esos hombres, a quienes con razón se considera sobrehumanos, tienen esta grandeza más: se consideran naturales. Porque ellos ejecutan las grandes cosas, tan sensiblemente como el común de los hombres las pequeñas” (8).
No faltarían asimismo las odiosas comparaciones que muchas veces llegaron a encerrar estas conmemoraciones, como si de una carrera de méritos olímpicos se tratase: “Declaramos ante el universo -se afirmaba- que San Martín es el más grande de los héroes… que San Martín a nadie injurió, que sufrió con cristiana resignación los más inmerecidos ataques, aun después de retirado a su vida privada; de su boca no salieron revelaciones que mancillaran la honra ajena, ni de su pluma se deslizó el corrosivo veneno de la difamación: en todo esto es más grande que Bolívar y que Washington” (9).
La primera década del XX estaría marcada por los preparativos para la conmemoración del centenario de la Independencia argentina. Ante la inminencia de esta fecha señalada, las iniciativas de inmortalizar en monumentos a dicho suceso y a sus personajes más conspicuos, con San Martín a la cabeza, estarían a la orden del día. Las ciudades de provincia tomarían cartas en el asunto y veremos como en Santa Fe (1902), Mendoza y Corrientes (1904) se emplazarán en sus espacios emblemáticos monumentos al prócer; los pedestales de roca andina del primero y el tercero, serían llevados a cabo por el catalán Torcuato Tasso. No sabemos si por comodidad, economía o para evitar litigios, la decisión que se tomó en ellas fue la de solicitar duplicados del San Martín de Daumas, emplazado en el Retiro porteño. Pero las mismas no se harían a partir del molde original sino de un sobremoldeado a partir de la estatua, generando no solamente pérdida en la calidad estética lo que se aprecia en una evidente pérdida de detalles, sino también las lógicas quejas de los sucesores de Daumas quienes vieron multiplicarse las estatuas sin percibir por ello ningún emolumento ni siquiera respuesta a sus reclamos. Las copias corrieron como reguero de pólvora, inaugurándose una y otra vez en las ciudades del interior argentino y más tarde en el exterior, en ciudades como Bogotá, Pisco (Perú) o, tardíamente, en Madrid (1961), casi un siglo después de la inauguración del original.
Además de las voces que se manifestaron en contra por el hecho de que las autoridades ignoraran los derechos de propiedad del artista, varias fueron las personalidades que discutieron la calidad estética del monumento, por caso Justo Solsona, quien criticó a la comisión que encargó la obra afirmando que “tuvo el escaso acierto de acordar que se sacase una copia exacta de la estatua ecuestre que se levanta, sobre modesto pedestal, en la plaza de su nombre de la ciudad de Buenos Aires; acuerdo que tiende a vulgarizar una obra de medianas condiciones artísticas, ya repetida en Chile, Perú, y según parece, próxima a reproducirse también en la ciudad de Mendoza: como si al victorioso general no se le pudiese representar de otro modo y en otra forma” (10). En esos años previos al Centenario sólo conocemos una estatua ecuestre de San Martín diferente a la de Daumas, obra también de un francés, Henri-Émile Allouard, autor de la que en 1909 se inauguró en el boulevard Sainte Beuve de Boulogne-sur-Mer, la localidad donde en 1850 había fallecido el Libertador, en el exilio. Originalmente se pensó que el monumento lo realizara Rodin pero éste pedía demasiado tiempo para ejecutarla, por lo que se optó por Allouard. Del mismo existe una copia en la Plaza San Martín de la ciudad argentina de La Plata.
El de Allouard, como el de Benlliure para Lima (1921), serían señalados paréntesis en la repetitiva iconografía ecuestre sanmartiniana, que vería una y otra vez surgir como hongos de la tierra las copias del de Daumas. A mediados de siglo, mostrándose irrefrenable la situación, el pintor Francisco Bernareggi no dudaría en considerar “que sólo las reproducciones de las obras maestras de la escultura universal educan estéticamente al pueblo, sin pretender, claro está, que esas réplicas puedan equipararse a la hermosura y vigor de las obras originales… La réplica, desde el punto de vista del homenaje y del reconocimiento histórico, casi me parece una irreverencia. Es como una ofrenda de flores marchitas… En nuestras ciudades -salvo rara excepción- se continúa colocando la misma reproducción mecánico industrial de la escultura ecuestre… del Libertador. Como si por licitación una empresa cualquiera no tuviera otra misión que sembrar a voleo esas réplicas en toda la extensión de nuestra patria. ¿Puede existir nada más triste y pobre que esa repetición continua, en serie, completamente vulgar, que muestra un concepto de fábrica, y que aparece centrando nuestras plazas?” (11).
En lo que respecta al original, el situado en la antigua Plaza del Retiro en Buenos Aires, durante largo tiempo se reclamó la construcción de un basamento digno para colocar la figura del Libertador que reemplazase el modesto sostén sobre el que estaba situado. Las quejas al respecto se acentuaron en los años que antecedieron a la celebración del Centenario. Podríamos citar aquí la frase de Carrera Damas quien afirma que “sucede con el culto a los héroes algo que no deja de alertar el sentido crítico: por el mismo hecho de ser objeto de un culto, se acaba por no saber exactamente si el héroe crece en razón del perfeccionamiento de su culto, o si esto último deriva de la creciente significación propia del héroe” (12).
Así dadas las cosas, se convino con el escultor alemán Gustav Eberlein, por contrato celebrado el 28 de mayo de 1909, la realización de una gran plataforma de 16 metros de ancho en cuyas cuatro esquinas se levantarían los siguientes grupos alegóricos: Partida para la guerra, La batalla, La victoria y Regreso del vencedor. En los costados del zócalo se recordarían ocho hechos fundamentales de las guerras de la Independencia: las batallas de Tucumán, Salta, Tacuarí y Ayohuma, el combate de Riobamba, la Rendición de Montevideo, el Paso de los Andes y la Independencia del Perú. En el centro de la plataforma se ubicó un gran pedestal con la estatua de San Martín al pie de la cual se destaca una figura representativa de Marte. En los costados del pedestal se representaron las batallas de Chacabuco y Maipú y en la cara posterior el Combate de San Lorenzo. La inauguración del monumento tuvo lugar el 27 de mayo de 1910 (13) .
La labor de Eberlein no quedó libre de críticas demoledoras, al igual que ocurrió con muchos monumentos, en especial cuando se trataba de artistas foráneos que debían testimoniar y situar iconográficamente hechos y personajes históricos que no les eran familiares, además, como en este caso, en un tiempo récord. Fue Eduardo Schiaffino, quien en ocasiones anteriores había manifestado su escepticismo respecto del rigor histórico y la emotividad que podía transmitir una obra de temática americana hecha por un europeo, quien se pronunció contra algunos detalles de la de Eberlein: “El paso de los Andes es todo movimiento de anarquía espiritual de las figuras; no hay dos caras que expresen la misma preocupación, el mismo anhelo, la pasión por la patria, el odio al enemigo, (que) fueron, evidentemente, las fuerzas que impulsaron a aquellos bravos a la contienda. Nada de esto se lee en sus rostros, pues la impresión de furia que se nota en el uno es bruscamente desmentida por la actitud de indiferencia del vecino. La obra carece en absoluto de unidad psicológica, lo que es fundamental defecto. El señor Eberlein no tiene sentido histórico. El mismo bajorrelieve nos lo prueba. La caballería argentina, en aquel episodio glorioso, no pudo tener los briosos ejemplares que el artista se ha complacido en presentar. Nuestros granaderos fueron jinetes de cabalgaduras criollas y no de equinos engordados para las piruetas de circo. En la cuesta resbaladiza, estrecha y llena de peligros para el caballero y el caballo, nos presenta al General San Martín y a su estado mayor montando potros piafantes o que caracolean con la libertad del que el gaucho doma en la llanura argentina. La difícil jornada de atravesar los Andes no fue una excursión por caminos lisos. Fue la reproducción, sombreada por dificultades superiores a la campaña de Napoleón al franquear los Alpes…” (14).
Dentro de la Ley del Centenario promulgada en 1909 estaba prevista la erección de numerosos monumentos además de las modificaciones del pedestal del de San Martín. Destacaba el amplio conjunto de los que se erigirían en Buenos Aires, incluyendo el dedicado a España que realizaría Arturo Dresco, pero también otros en el interior del país, muchos de ellos concretados tardíamente como el dedicado a Güemes en Salta (Víctor Garino, 1927) o el de la Bandera en Rosario (Angel Guido y otros, 1957). De los más destacados y cuya realización se llevó a cabo sin demasiadas dilaciones fue el monumento al Paso de los Andes emplazado en el cerro de la Gloria, en Mendoza, obra del escultor uruguayo Juan Manuel Ferrari, inaugurada en febrero de 1914. Para su diseño Ferrari se valió de dos proyectos suyos que habían sido descartados en el concurso para el monumento a la Independencia convocado en 1907, presentados bajo los lemas de Tabaré e Ismael, los que combinó para dar acabado al mismo. Para este monumento existía un antecedente ya que en 1888 se había votado su erección, aunque la ley no llegó a cumplirse.
Ferrari, quien fue el escultor más destacado del Uruguay en el cambio de siglo, había sido pensionado por el gobierno de su país, instalándose en Roma en 1890 donde estudió junto a Ettore Ferrari y a Ercole Rosa. Seis años después regresó a Montevideo y en los años siguientes trabajó allí y en Buenos Aires. Además del de Mendoza fue autor del monumento a Lavalleja emplazado en Minas (Uruguay) en 1902, la estatua de Artigas para el monumento en San José, el monumento conmemorativo de la batalla de Piedras (1911), y, al fallecer en 1916, se aprestaba a realizar el monumento a Garibaldi en Montevideo, obra originariamente encomendada al catalán Agustín Querol a quien también había sorprendido la muerte antes de realizarla. El monumento mendocino destaca por su base piramidal caracterizada por la idea de elevación montañosa, como si se tratara de una repetición del cerro en el que se emplaza la propia obra, de indudable carga simbólica. Nos recuerda por esta propiedad al pedestal rocoso construido por Torcuato Tasso en Corrientes para el monumento a San Martín, claro está, mucho menor que el del Paso de los Andes. Lo preside la estatua ecuestre del Libertador, que es escoltado por dos grupos escultóricos compuestos por cinco granaderos a caballo cada uno. Encima de San Martín se aprecia el escudo argentino, y en el remate del monumento la caballería en posición de ataque, al toque del clarín, y la figura de la Libertad que levanta los brazos a la par de romper las cadenas; un cóndor a su lado se dispone a levantar vuelo (15).
En la iconografía sanmartiniana, en lo que hace a la escultura, con todos los cuestionamientos que puedan hacerse, un soplo de aire fresco significó el monumento al Libertador que los peruanos encargaron al escultor valenciano Mariano Benlliure y que se inauguró en Lima en 1921, año de la conmemoración del centenario de la independencia peruana. Nuevamente, como había ocurrido casi sesenta años antes con el Bolívar de Tadolini, Perú mostraba una cierta independencia estética emplazando un monumento de carácter absolutamente original. Con éste de San Martín y con el de Bolívar que realizaría en 1926 para Panamá, Benlliure se convertiría en el primer escultor (posiblemente el único) en inmortalizar con sendos monumentos de relevancia a los dos Libertadores de América.
El de San Martín de Lima muestra en su parte anterior la figura de una mujer de grandes proporciones que simboliza al Perú, llevando una corona con dos ramas de laurel; “Está cubierta con un casco de bronce ricamente decorado con los cuernos de la abundancia, rematado por una llama, el animal legendario del Perú, que con el árbol de la coca y los citados cuernos de la abundancia forman los atributos del Estado nacional. En la parte posterior, un grupo en bronce simboliza al Ejército del Plata, personificado en un granadero argentino… y un soldado peruano, con las banderas de ambos países cruzadas en señal de unión y fraternidad” (16). Respecto del primer detalle, se suele decir que a Benlliure se le había encargado esculpir entre las manos de la mujer una “llama votiva”, y, sin entender la orden, incluyó la figura de la llama, el “animal legendario” sobre su cabeza.
Algunos autores han señalado respecto de esta obra que Benlliure habría tomado de modelo una de sus realizaciones anteriores, el monumento al general Martínez Campos, inaugurado en el Retiro de Madrid en 1907, sobre todo en lo que respecta al pedestal rocoso, una tipología cuyo antecedente más significativo lo constituía el monumento a Pedro el Grande en San Petersburgo (1782), de Etienne-Maurice Falconet. En el caso de San Martín, Benlliure ligó el carácter del basamento a la idea del paso de los Andes, como antes lo habían hecho Tasso y Ferrari, cuyo carácter pedregoso era más auténtico y menos estilizado que el diseñado por el valenciano, que parece querer acercarse en estética a las murallas incaicas del Cusco. Para su erección contó con la ayuda del escultor madrileño Gregorio Domingo Gutiérrez quien se trasladó al Perú en 1919 para supervisar la instalación del mismo y que aprovechó la ocasión para lograr encargos como el monumento a Bartolomé Herrera que por él realizado, sería inaugurado en 1922.
Este monumento, tal como señala Alfonso Castrillón-Vizcarra, fue el monumento más representado de Lima a través de la caricatura, uno de los géneros artísticos más vinculados a la estatuaria pública, relación que merecería una atención mayor como tema de investigación desde un punto de vista artístico-sociológico, y que marca en cierta medida el pulso de la presencia activa del monumento en la ciudad. Castrillón recoge varios testimonios en este sentido, respecto del San Martín de Benlliure, algunos inclusive de antes que la inauguración del mismo, como el que se ve al prócer con medio cuerpo fuera de la cabalgadura y dirigiéndose a las mujeres desnudas talladas en piedra y que aparecen sosteniendo guirnaldas en torno a la efigie principal: “Señoritas, se van a helar de frío en este páramo, esperando el centenario: vengan a la grupa de mi potro para entrar en calor que para algo el himno habla de San Martín inflamado…” (17).
Aun siendo el de Benlliure el monumento más destacado de San Martín en la capital peruana, debemos señalar la existencia de dos anteriores, uno realizado por Agustín de Marazzani erigida en el Callao en 1901, y la del mallorquín Rosselló, inaugurada en 1906 frente al Parque de la Exposición y que hoy, habiendo sido despojado el ángel que coronaba el monumento, se encuentra en la avenida San Martín en Barranco. Rosselló es autor de numerosas esculturas funerarias en la capital peruana y uno de los más prolíficos, en este sentido junto al italiano Ulrico Tenderini. Es interesante señalar un dato respecto de la emplazada en el Callao, ya que para su erección se desplazó un busto en mármol del coronel José Gálvez, héroe de la lucha contra los españoles en 1866, y que había sido colocado tres años después de aquella gesta heroica. Así, San Martín “quitó” de su sitio a Gálvez. Pero en 1936 un gran monumento a Gálvez, realizado en bronce por el escultor Luis F. Agurto, habría de “recuperar” el lugar, debiendo trasladarse el San Martín a la Av. Buenos Aires (18).
Al igual que vimos con Bolívar, la representación estatuaria de San Martín amplió sus horizontes en el siglo XX, no obstante la estandarización de la estatua de Daumas. Muchos de los monumentos, tanto los que no pasaron del papel y la maqueta como los que se llevaron a cabo, surgieron en torno a 1950, al conmemorarse el centenario de la muerte del prócer. Uno de los sitios que históricamente debía cobijar un monumento era el llamado Campo de la Gloria donde se libró la batalla de San Lorenzo en 1813, una de las victorias decisivas del ejército patrio. Para esas fechas quien presentó uno de esos proyectos, a la postre trunco, fue el conocido arquitecto Angel Guido, quien planteó una iconografía innovadora: “En la efigie de San Martín al frente de sus granaderos, se ha buscado que su figura ecuestre presida, heroicamente, el conjunto. Como se verá… monta un caballo alado, como un Pegaso criollo, conducido por nuestro cruzado de la espada, venido a América para libertarla”. Añadía Guido en su presentación que se comprometía a dirigir los trabajos sin pensar en beneficios propios, “conforme a la lección sanmartiniana del desinterés, sobreponiendo siempre los valores espirituales de la Patria a los valores materiales del interés personal” (19).
Nos interesa rescatar esta última frase en el sentido de que fue habitual ver en los artistas estos gestos de desinterés, acordes con el sentimiento de patriotismo que ponía en movimiento la maquinaria de los homenajes a los próceres y a los hechos históricos que habían honrado a la Nación. Un ejemplo similar que podemos citar es el del pintor argentino Antonio Alice, quien realizó en torno a 1915 el retrato de San Martín en Boulogne-sur-Mer, la ciudad francesa donde acabó sus días. John O’Neill, norteamericano de paso por Buenos Aires, quiso comprarle a Alice el cuadro para llevarlo a Chicago, lo que originó la patriótica respuesta del artista: “Siento mucho, señor, no poder aceptar su gentil ofrecimiento. Pero mi San Martín lo hice para mi patria y no quiero que él vaya a ningún otro país que no sea el mío. Si en la Argentina nadie me lo compra, no lo venderé. Y si me muero de hambre, la tela ha de servirme de mortaja…” (20).
Como ocurrió con Bolívar y otros personajes de la Independencia y de la historia americanas, el correr del siglo XX fue permitiendo la aparición de nuevas alternativas iconográficas y cambios sustanciales en cuanto al uso de los materiales. Así, en 1947, tres años antes de la conmemoración del centenario de la muerte del Libertador, se inauguró en la Plaza de Chile, en Mendoza, el monumento a San Martín y O’Higgins, obra del escultor chileno Lorenzo Domínguez. Volcado de lleno a la talla directa en piedra, siendo la de esta obra proveniente de la Quebrada del Toro, Domínguez aborda esta como otras obras suyas persiguiendo una expresión arquitectónica, como también se verá en la estatua de San Martín (1950) encargada por la Universidad Nacional de Tucumán. Una de las tipologías que se impuso en esos años fue la del monumento basado en un relieve historiado, destacando en especial el ubicado en La Boca (1950), obra de Roberto J. Capurro, en que se ve a San Martín cabalgando sobre pedestal y rodeado del pueblo trabajador, y también el que realizó Luis Perlotti para Mar del Plata, inaugurado en 1953, que mostraba al Libertador en su lecho de muerte, cubierto con la bandera argentina sostenida por uno de sus granaderos, que incorporaba la leyenda “Su ascensión hacia la inmortalidad”.
En Buenos Aires destacó la creación de un espacio simbólico ubicado en una zona parquizada de Palermo, donde se llegó a construir, inclusive, una réplica de la casa en la que el General vivió sus últimos años y en la que falleció, en la localidad francesa de Boulogne-sur-Mer. En ese sector se llevó a cabo un interesante programa monumental, cuya estatua más significativa es sin duda la realizada por Ángel Ybarra titulada El abuelo inmortal, que responde a la idea de paternidad, respeto y veneración que suscita la ancianidad. La misma fue firmada en 1949, un año antes de las celebraciones, y presenta una iconografía atípica del Libertador pero completamente aceptada en los anales de la historia argentina, sobre todo la que se enseñaba y se difunde históricamente en nuestras escuelas, versión que presenta al Libertador en su senectud como un sabio consejero. Es interesante señalar que el escultor contó con la facilidad que supuso la existencia de un daguerrotipo de San Martín tomado en 1849, un año antes de su muerte, que posibilitó una representación más precisa de la fisonomía del Libertador durante su vejez; se trata de un caso único de existencia de un documento absolutamente fidedigno en la iconografía del prohombre. En la representación escultórica vemos a un San Martín disfrutando de su ancianidad, ya en el exilio francés, junto a sus nietas, a quienes alecciona en los valores de la patria. Los relieves son harto significativos: en uno de ellos se ve a San Martín cultivando Dalias mientras en los otros dos se lo ve A la ribera del Sena y Limpiando sus armas, mientras recuerda con nostalgia las luchas por la Independencia, y su pensamiento e imaginación vuelan hacia la patria, ahora tan lejana.
A espaldas del “abuelo inmortal” se halla la Plaza de Chile, en la cual fueron integrados en las mismas fechas varios monumentos de desigual calidad artística y dispar significación, vinculados todos, de una manera u otra, a la gesta sanmartiniana. En este sobresale por su rareza el monumento a la Virgen del Carmen de Cuyo, de Quintino Piana, en la que la figura de San Martín queda subordinada a la de la Virgen, a quien le ruega por sus campañas y ofrenda sus victorias, como puede verse en los relieves que componen el pedestal. Los monumentos a San Martín tuvieron pues en 1950 como en otras fechas indicadas (por ejemplo cuando en 1978 se celebró el bicentenario de su nacimiento) una masiva erección, accediendo aquellas poblaciones que aun no habían erigido el monumento de rigor, o inclusive, como vimos en el caso de Buenos Aires, la ocasión de instalar o aumentar el número de esos monumentos.
Entre las dos efemérides se continuaron los emplazamientos conmemorativos, tanto en el interior de la Argentina como en el exterior, sobresaliendo la inauguración en 1961 del monumento a San Martín en el Parque del Oeste de Madrid. Para el mismo se recurrió por enésima vez a la ya excesivamente trillada y sobrefundida estatua de Daumas, perdidas en el proceso casi definitivamente las calidades de los detalles que se aprecian en el original de Buenos Aires. Su erección estuvo comprendida dentro de las celebraciones del sesquicentenario de la Revolución de Mayo, y fue colocada sobre un pedestal para el cual los escultores Luis Perlotti y Agustín de la Herrán Matorras, argentino y español respectivamente, ejecutaron sendos relieves representando el primero El cruce de los Andes y el de Herrán La carga del escuadrón Borbón en Bailén, recordando que San Martín había luchado contra los franceses en dicha batalla, en 1808, y como una manera de involucrar a ambas naciones en la concepción simbólica del monumento. De la Herrán sería autor en 1971 tanto del monumento a la Hispanidad ubicado a pocos metros del de San Martín, frente al Museo de América, y del monumento al combate de Arjonilla emplazado en dicha localidad de la provincia de Jaén, conmemorativo de la primera hazaña de San Martín (antes de Bailén) y cuya iconografía le representa siendo socorrido por el soldado de húsares Juan de Dios, casi un precedente del papel que en la batalla de San Lorenzo (1813) le cabría al sargento Juan Bautista Cabral (21).
En 1963, se inauguró otro de los grandes monumentos ecuestres a San Martín existentes en el continente, el realizado por el uruguayo Edmundo Prati e inaugurado en Montevideo. En palabras del propio autor, era ésta la obra “en cuyos valores me afirmo y con la cual creo haber realizado un magnífico ejemplar, difícil de igualar… he recibido testimonios de que en el ambiente culto y artístico se lo considera uno de los monumentos ecuestres más hermosos, de los que han sido realizados en nuestra América”. Más adelante hacía reflexiones acerca de sus objetivos: “En el monumento al Gral. San Martín, lo he querido representar como héroe, en el momento más culminante de su actuación gloriosa, como se presentó en Lima cuando acababa de libertar el Perú” (22).
Este monumento a San Martín daba concreción a una Ley promulgada en 1932, como parte de los festejos del Centenario celebrado dos años antes, en la que se estipulaba la realización de un homenaje, en el Uruguay, a la República Argentina. Convocado un concurso en cuyo jurado participaron el arquitecto Martín Noel y el escultor Carlos De la Cárcova, ambos argentinos, en 1941 se adjudicó la obra a Prati quedando relegado al segundo lugar otro uruguayo, Antonio Pena.
Finalizamos con la descripción que hace Walter Laroche de dicho monumento: “Un San Martín de expresión serena, calma y heroica. La vestimenta es la que usó durante años, la casaca de Coronel de Granaderos, cinturón de granadero y pantalón ceñido. Guantes a la mosquetera, con la capa hacia atrás, dejando ver las charreteras. Todo en un estilo sobrio, nada decorativo. Sobre la casaca lleva la condecoración que le otorgó la Patria después de Chacabuco. Su caballo es un caballo de guerra. El bastón es el símbolo del poder. Es el bastón de los capitanes espartanos que describe Plutarco en Vidas Paralelas. Simboliza el poder sobre el ejército que los magistrados de Esparta daban al Capitán. San Martín conduce en su bastón el poder conferido por su pueblo para que cumpla la misión confiada. El bastón en la concepción de Prati es un símbolo de la magnitud del Héroe, más que una reminiscencia de orden histórico” (23). El homenaje uruguayo a la Argentina tendría su contrapartida con la erección del monumento a José Gervasio Artigas en Buenos Aires, obra insigne de José Luis Zorrilla de San Martín realizada junto al arquitecto argentino Alejandro Bustillo e inaugurada en 1973.
Referencias
(1)Vicuña Mackenna, B. (1861), p. 18.
(2)Vicuña Mackenna, B. (1902), p. 143.
(3)Ibidem, p. 141-142.
(4)Massini Correas C. – Consagración escultórica de los próceres argentinos en el siglo XIX. San Martín y Belgrano – Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1 (1962), p. 14.
(5)Bedoya, J. M. – El mausoleo de San Martín: nuevos aportes para su historia – Boletín del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, año III, Nº 5, (1981)
(6)Massini Correas C. – Consagración escultórica de los próceres argentinos en el siglo XIX. San Martín y Belgrano – Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1 (1962), p. 24.
(7)Yapeyú – Antecedentes e inauguración del monumento erigido a la memoria del Gral. D. José de San Martín en el pueblo de su nacimiento. 1893-1899 – Buenos Aires, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, (1900), pp. 36-37.
(8)Ibidem, p. 50.
(9)Ibidem, p. 140
(10)Solsona, J. – Monumento a San Martín. La Ilustración Artística, Barcelona, t. XXII, Nº 1.101, 2 de febrero de 1903, p. 94.
(11)Pró, D. F. (1949), pp. 130-131.
(12)Carrera Damas, Germán – Entre el bronce y la polilla. Cinco ensayos históricos. Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1 (1973), p. 219
(13)Crónica del Centenario – El monumento a los ejércitos de la Independencia. El escultor Eberlein – Atlántida, Buenos Aires, t. I, Nº 3, 1911, pp. 422-427.
(14)La Prensa, Buenos Aires, 18 de abril de 1910. Cit.: Magaz-Arévalo (1985), pp. 231-232.
(15)Amplias referencias en: García (s/f).
(16)Quevedo Pessanha, Carmen – Vida artística de Mariano Benlliure. – Espasa Calpe, Barcelona (1947).
(1947), p. 433.
(17)Variedades, Lima, 5 de junio de 1920. Castrillón-Vizcarra (1991), p. 366.
(18)Gamarra Puertas, J. A. – Historia y odisea de monumentos escultóricos conmemorativos – Lima (1974), p. 121.
(19)De Marco, M. A., El monumento a San Martín en el Campo de la Gloria (1889- 1973) – Buenos Aires (1978), p. 129
(20)Soiza Reilly, J. J. DEa. – Un gesto – La Nota, Buenos Aires, 3 de febrero de 1917.
(21)Ver: http://web.jet.es/aherran
(22)Prati, E. – Autobiografía de un artista – Montevideo, Ediciones Prometeo, (1967), pp. 61 y 63
(23)Laroche, W. E. – Estatuaria en el Uruguay – Montevideo, Biblioteca del Palacio Legislativo, 1981, 2 tomos. (1980), t. I, p. 171.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Gutiérrez Viñuales, Rodrigo – Monumento conmemorativo y espacio público en Iberoamérica – Madrid (2004)
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