Tradicionalmente este barrio de Buenos Aires era parte del de la Floresta, con cuya historia y desarrollo se encuentra totalmente vinculado. Su individualización como barrio independiente puede decirse que se inició el 26 de enero de 1910. En esa fecha, debido al aumento de la población en la zona, la Municipalidad procedió a la creación de la Subintendencia de Vélez Sarsfield, con una jurisdicción bastante más amplia que la que actualmente pertenece a este barrio de Buenos Aires.
Hacia 1931, un viejo criollo del oeste porteño, Don Bartolomé Nóbile, por entonces presidente de la Sociedad de Fomento de Vélez Sarsfield por más de 20 años, nos relataba cómo era su barrio a fines del siglo XIX.
Desde su humilde casita de la calle Azul al 700 y pico comienza por recordar al llamado “Alfalfar de Silveyra”:
Cuando yo vine aquí, con la tropa de carros que tenía mi padre, esto era algo así como el fin del mundo… Era un desierto, así como lo oyen; era todo un alfalfar grandísimo, que se extendía desde la loma del lado Norte de la calle Rivadavia, hasta allá abajo, por los bañados del cementerio de Flores. ¡Lo viera!, era igualito que un mar verde…. Le llamaban “el alfalfar de Silveyra”, creo que porque así se llamaba el dueño. A quien nunca conocimos por estos lados. Y daba gusto verlo tan parejito y tan limpio, sin casas ni nada. Sólo tenía allí, por la parte del medio un ranchito en donde vivía el arrendatario, que era un vasco llamado don Bernardo, y al cual todos le llamábamos “Chico” de sobrenombre, porque en sus tiempos había sido un gran jugador de pelota vasca, y “Chico” lo habían bautizado en los frontones de pelotaris. Entre otras cosas, decía la gente que en el alfalfar había cuevas de bichos y madrigueras de zorros. Y a esos zorros les echaban las culpas alguna que otra vez cuando a alguno les faltaban las gallinas o los patos, pero, por mi parte, yo creo que esas gallinas las robaban otros zorros… ¡pero zorros con pantalones!…
Nunca me puedo olvide de las famosas tertulias que sabíamos hacer en el “Almacén de las Ranas”, al que íbamos la mayoría de los vecinos del barrio, porque por aquí no había otra parte donde pasar el rato en las fiestas. Era un bolichón con cancha de bochas, que estaba en la esquina de Baradero y Falcón, y le llamaban “de las ranas” porque estaba rodeado por unos grandes charcos de agua donde esos bichos se pasaban cantando todo el año. Tanto era así, que en los días de lluvia, el patrón del almacén, un italiano que se llamaba don Nicola, ponía una cantidad de puentecitos para que pudieran llegar los parroquianos. Y lo bueno era que, cuando iban al almacén, todo el mundo aprovechaba de los puentecitos, pero a la vuelta, no faltaban los que mareados por la bebida se zambullían de cara en el agua y el barro…
Algunas calles eran famosas por esos percances de las zambullidas… Entre ellas, la de Martínez Castro, que desde Bonifacio a Campana tenía unos zanjones enormes, en los cuales el agua de las lluvias formaba verdaderos arroyos. Y en ellos fueron más de uno los que se ahogaron al caer, sobre todo por la noche, pues no había luz y era muy fácil meterse en ellos.
Aquí cerquita, nomás, por el Oeste, es decir, al fondo de Vélez Sarsfield, tuvimos la última de las estancias metida en la capital federal, que era la de Olivera, hoy convertida en el parque del mismo nombre (actual Parque Avellaneda), y que pertenecía a los hermanos Carlos y Domingo Olivera. Más que estancia, era una especie de cabaña donde se cuidaban y preparaban animales de raza, sobre todo de ganado vacuno y caballar.
Era una estancia magnífica, con unos galpones tremendos de grandes, y abarcaban una superficie de terreno enorme. En el casco, que estaba, más o menos, frente a donde ahora está el parque, se solían hacer grandes fiestas, casi siempre en el tiempo de la caza.
El famoso “doctor del agua fría”, de quien tanto se ríe ahora la gente cuando lo mentan, también fue vecino nuestro, y era un alma de Dios. ¡Qué mano la suya!… Yo no creo en los curanderos ni en brujerías, pero ese hombre tenía un poder milagroso para curarlo todo. Y lo más notable es que curaba con agua fría, precisamente. El no recetaba otra cosa: agua fría y cigarrillos… Era un napolitano bonísimo y no cobraba nada por las consultas, pues nada necesitaba, porque todo el mundo le hacía regalos. Y toda su ciencia se reducía a tratarlo a uno con tanta bondad como si fuera un hijo, recetándole que tomara agua fría antes de irse a acostar, y que se metiera en la cama debajo de las sábanas, fumando unos cigarrillos que él mismo preparaba… Tenía la casa aquí nomás, en Quirno y Provincias Unidas (actual Juan Bautista Alberdi).
Fue por aquí, por estos pagos donde el pardo Gabino Ezeiza, finadito, a quien Dios tenga a su lado, hizo brotar los primeros quejidos de su guitarra. Me acuerdo que vivía en Falcón, casi al llegar a Baradero, cerca del “almacén de las ranas”, donde más de una vez nos amanecimos oyéndolo cantar esas improvisaciones que le salían como agua de manantial…
Buen muchacho el pardo y con un corazón como hay pocos, sabía comprender las penas de todo el mundo para cantarlas con sentimiento. Era un zorzal Ezeiza. ¡Por algo le llamaban “el mirlo de Vélez Sarsfield”!
Fuente
Castro, Paulino – Los decanos de los barrios – Mundo Argentino (1931)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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