Buenos Aires no sólo se transforma ediliciamente, sino también en usos y costumbres. Desde el alto observatorio de mis muchos años, abarco bien el amplio panorama de la vida y puedo darme cuenta exacta de esas transformaciones morales, por decirlo así, comparando lo que apenas distinguen allá muy lejos, muy atrás, los ojos de mi espíritu, con lo que tienen delante los ojos de la cara.
¿En qué se conoce hoy que estamos entrando en Semana de Pasión? Se ven llegar estos días santos con la misma indiferencia con que se dejan llegar los de las fiestas patrias. En otros tiempos estas fechas eran ansiosamente esperadas. Las familias se preocupaban de cooperar al esplendor de ambas solemnidades, haciendo para ello todo género de gastos y aun de sacrificios; la renovación de vestidos y el aseo exterior e interior de las propiedades constituían la preocupación primordial de los que no desperdician nunca la ocasión de lucir y figurar, y así como ahora, un mes o dos antes de la temporada veraniega, los modistos y modistas se ven asediados por la demanda de lujosas toilettes que hay que ostentar orgullosamente en el Tigre o Mar del Plata, entonces los sastres y costureras trabajaban día y noche, desde muchas semanas antes de la Semana Santa, para vestir a la elegante clientela, que se hubiese considerado deshonrada recorriendo las estaciones o asistiendo a los oficios con ropa que no fuese completamente nueva.
Ellas adquirían los ricos terciopelos negros o las telas de negro brocato en las almacenes de Pérez, Giráldes o Iturriaga, que eran lo que fueron en otros tiempos A la Ciudad de Londres, Gath y Chaves, Tienda San Juan, etc. A los niños se les hacía la ropa de lujo en las roperías de Descalzo y Temperley, en la calle Cangallo, y los hombres se vestían en lo de Crabes o Manigot, los sastres a la dernière en aquella época.
La concurrencia a los templos tomaba en algunas horas proporciones tan extraordinarias, que costaba trabajo circular por las calles adyacentes. La fiesta del Jueves Santo daba lugar a un torneo de riqueza, donde se exhibían los más valiosos trousseaux; la catedral, sobre todo, era pequeña para contener las oleadas de lujo, juventud y belleza que la invadían.
Durante tres días no se usaban para nada ninguna clase de vehículos. El reparto del pan, por ejemplo, se hacía en canastas a mano, y hasta los lecheros entregaban su mercancía conduciendo los tarros al hombro con verdadera fatiga.
El reloj del Cabildo no sonaba sus horas, porque ninguna campana debía tocar; muchachos desarrapados, provistos de matracas en las sacristías de las iglesias, recorrían las calles, en cambio, desgarrando los oídos con el inarmónico trac-trac de sus improvisados relojes.
El Jueves y Viernes Santo se exhibía en los portales del antiguo Cabildo, un Jesús Nazareno procedente de la capilla de los Ejercicios. Lo custodiaban algunas beatas que recogían limosna para su cofradía. En un ángulo de la recova se colocaba un pequeño púlpito donde se ponía un libro de letanías, que iban a leer en voz alta los asistentes más fervorosos; allí entre rezos y genuflexiones, se pasaban muchos devotos de ambos sexos los días y aun las noches de esos días santos.
Recordamos una aventura ocurrida allí durante la exhibición del Nazareno. Vivía cercana a los portales del Cabildo una familia de gran abolengo, muy religiosa; el hijo menor de esta casa respetable no era un santo que digamos; aquello de subir al púlpito y leer en voz alta la letanía le pareció divertido, y, pensado y hecho, se subió al púlpito y se puso a leer versículos; pero era, ya lo hemos dicho, la piel del diablo, y, queriendo hacer una gracia, introdujo un equívoco que escandalizó a los católicos fervientes que lo escuchaban. El chico fue bajado de las orejas y enderezado a pescozones a la Policía, que tenía sus oficinas contiguas al Cabildo, donde su jefe en aquella época, don Juan Moreno, reprendió paternalmente al escandaloso muchacho, enviándolo a su padre, de quien era amigo personal, con un comisario.
El Sábado Santo era esperado con verdadera ansiedad por la gente menuda, que invadía los templos para asistir a la ceremonia de la Resurrección; y una vez verificada ésta, salía como una tromba, quemando cohetes y haciendo ruido con lo más ruidoso que hubiera caído en sus manos.
Pero el gran atractivo para la gente pequeña en ese día era la quemazón de los Judas.
En la Plaza de la Victoria, bajo el gran arco de la Recova vieja, derrumbada en la época del intendente Alvear, se colocaba uno de esos muñecos de grandes proporciones colgado de una horca, rodeado de fuegos de artificio, vestido de celeste, color de la ignominia entonces para los partidarios de Juan Manuel de Rosas, y con un gran letrero en el pecho que lo personalizaba. Con preferencia se hacía que el muñeco se pareciese al general uruguayo Fructuoso Rivera o al general argentino José María Paz, y se le ponían motes deprimentes, rótulos ridículos, precedidos, como es de rigor, de la clasificación de inmundo salvaje unitario, etc.
El muñeco ardía en medio de la algazara de los concurrentes, que ejercían así de intento un acto de venganza con el legendario prototipo de la traición.
Otros muñecos se quemaban en los barrios apartados de la capital, con igual o mayor entusiasmo; pero el Judas oficial lo fue siempre el de la Plaza de la Victoria, y era el más concurrido.
Hoy, los templos se ven poco concurridos, y las ceremonias religiosas no revisten el fervor y magnificencia que antes las realzaban. ¿Será que las creencias religiosas se han modificado? No lo creemos. Es que se vive más eléctricamente. En este siglo el tiempo es escaso, no obstante la celeridad con que se vive. Es que el progreso nos impele, haciéndonos dejar atrás por falta de tiempo, las creencias, las prácticas que otrora nos enaltecieron.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Moreno, Baltasar – Recuerdos del tiempo viejo – PBT, Buenos Aires (1917)
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