Hacia el oeste de la pampa porteña, sobre la calle Escalada, aún subsistían a comienzos del siglo XX dos viejas edificaciones: “La Pulpería” y “La Casa Vieja”. La primera de ellas, ostentaba en desuso y más con humildad que con orgullo, el sistema de protección al pulpero, las rejas. Se las veía como si fuera una ventana tapiada y no como gloria tradicional. Rejas que ya no se utilizaban porque un mostrador amplio y querenciero, de estaño pulido, y grifos como de plata, recibía a los parroquianos. Rodeaba el macizo de edificación un largo palenque donde los caballos aguardaban a sus jinetes. Esta pulpería transformada en almacén, era solaz de reseros. El orgullo del dueño no era otro que reunir a lo más calificado y al dar noticias de cada uno, decir con orgullo: “El de barba y chambergo mitrista, es don Sabino Quiroz; el que se encuentra frente a él, oyéndole como se prepara un parejero, se llama Lindoro Reyes; tiene un alazán tostado, un galgo corredor, que no sabe de perder carreras. El otro que oye con tanta atención, tragándose las palabras sabias, es Ceferino Cárdenas, y le siguen Justo Benítez y don Pastor Suparo. Los cinco tienen a su cargo el traslado de la tropa que será faenada en los Nuevos Mataderos y que se encuentra de pastoreo en los campos de “La Casa Vieja”.
Fuera del edificio, en un palo a pique esquinero, se leían los nombres de las calles en dos chapas. La que seguía extendida al oeste, decía Provincias Unidas (1), y la que lo hacía al sud, Escalada. No había más que campos de alfalfa y muchas casas espaciadas en potreros incultos, donde el hinojo, la cepa caballo, el cardo, el chamico y la cicuta, se daban con holgura.
A más de media hora se llegaba al sitio privilegiado, donde aún subsistía un poco de lo nuestro colonial y otro poco de historia, “La Casa Vieja”. Esta casa de lo más antigua, poseía una edificación enorme, un mirador altísimo, desde cuyo altor se dominaba la ciudad y el inmenso partido de La Matanza. Desde allí no parecían distantes las arboledas del monte Dorrego, y las de las otras estancias que lo limitaban al sud. La línea del río se veía en su avance en busca de la tierra provinciana. Si eran acogedores los árboles de la casa por su sombra o su fruto, lo eran más sus habitaciones frescas, grandes, con pisos de baldosas coloradas y sus techos cruzados de troncos de palmeras. El pórtico bien espacioso, dominando el naciente, desde allí se era dueño de la baja llanura, con sus lagunas y su ebullición de cazadores y su verde lujurioso con los pastoreos de vacunos.
La construcción de “La Casa Vieja” construida por españoles llegados en la época virreinal, tenía estructura de castillo ibérico. Poseía almenas, el palomar en el mismo edificio, cerrado entre paredes y sin techo. Los muros los formaban dos ladrillos que le daban un espesor de sesenta centímetros y las azoteas transitables de baldosas.
“La Casa Vieja” que fuera estancia a partir de la Organización Nacional, aún poseía cuatrocientas manzanas de tierra que su dueño, el potentado Rufino, donó a las Damas de Beneficencia para escuela de agricultura y veterinaria. Fue en la época de Juan Manuel de Rosas utilizado como acantonamiento, con el nombre de “Cuartel San José de Flores”. El pozo de la noria era de un tamaño descomunal, tal vez de él haya nacido el nombre al puente “Paso de la Noria” (2). El pozo era profundo y de mucho ancho. Se le decía “El pozo de los escuerzos”, porque había muchísimos en su fondo. El agua no se aprovechaba, pero sí los helechos, una variedad dorada que se criaban en sus paredes y que la china Dionisia explotaba vendiéndolos en las florerías.
El viejo negro Palomeque, cuidó “La Casa Vieja” hasta morir. Tenía la fruición del habla. Le gustaba narrar los episodios vividos allí en épocas antiguas. El recuerdo que más quería salía en palabras de sus labios y lo narraba con insistencia y hasta con un placer orgulloso. En una conversación con él y que la tomó escrita el Director de “Nueva Era”, se leía en el periódico lo siguiente, que el recuerdo reconstruye:
“Para ese tiempo que voy a contarles, las cosas se habían puesto aquí demasiado amargas. Los jefes andaban atribulados. Nos tenían a pura preparación para algo bravo que ellos no anunciaban, pero que se veía venir. Se murmuraba a escondidas, de una trenzada de mi flor, y se decía que Urquiza se nos acercaba arrollando con soldados y armas extranjeras. Una mañana, al alborear, llegaron seis carretas cargadas de carabinas y sables y cuatro cañones tirados por bueyes. Un sargento le entregó al capitán una orden para que partieran todos los hombres de nuestro destacamento custodiando los pertrechos llegados. Eramos más de cien. Yo andaba con un grano malo en la pierna y el Capitán dijo que yo debía quedarme. Partieron y yo los vi poco a poco alejarse, perderse en la cuchilla norte. Le eché tantas maldiciones a mi pierna; yo hubiera querido encontrarme en la trenzada.
Pasé muchos días sin noticias. Sólo el mirador me tenía las horas y las horas con él y yo no retiraba los ojos de la cuchilla norte, porque sabía que de allí tenían que volver.
Una tarde vi llegar al paso a un Jefe, traía el caballo de tiro y aplastado. Me saludó y se sentó en un banco. Venía desvariando; movía la cabeza como si atendiera a otro que le hablaba. Movía las manos, los brazos, mudaba la cara y a cada momento repetía: ¡Qué mala salió mi suerte! Clavó los ojos en el suelo, como un toro enconado, y así se mantuvo mucho tiempo, hasta que alzó la cabeza y me agarró mirándolo. Creí que recién se fijaba en mí. Me pidió agua y le alcancé un chifle. Tomó con ganas hasta vaciarlo. Me hizo esta pregunta:
-¿Qué caballos hay?
-¡El colorado mío, nada más! –le respondí. El volvió a decirme:
-¡Soldado: necesito ahora su caballo; mañana he de hacérselo llegar!
Nada más habló. Desensilló el suyo, un gateado precioso y le ajustó su recado al mío. Parecía un alma aquerenciada con el suelo, porque no sacaba los ojos de allí. Le escuché un “buenas tardes, soldado”, montó y salió al galope. Todavía estaba el sol cuando lo descubrí por los fondos del cementerio.
Yo quedé pensando en aquel hombre atormentado. A los dos días entró el Capitán, cuando descubrió el gateado en el corral, dijo que el Jefe que yo había visto, el hombre aquel con los ojos que se agarraban del suelo, era el mismo Restaurador”.
Referencias
(1) Actualmente Av. Juan Bautista Alberdi.
(2) Estaba situado a un costado del Riachuelo. La noria de caballo, pertenecía a la chacra de Gregorio Rodríguez. En 1935, el gobierno nacional dispuso invertir 930.000 pesos para que simultáneamente con la rectificación del curso del Riachuelo, se corriera el Paso de la Noria unos 600 metros hacia el Oeste y se levantara un nuevo puente por el que se extendía la prolongación de la avenida General Paz.
Fuente
Cárpena, Elías – Barrios vírgenes, escenas de Floresta y Villa Lugano (1911-1914) – Buenos Aires (1961)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Piñeiro, Alberto Gabriel – Las calles de Buenos Aires, sus nombres desde la fundación hasta nuestros días – Buenos Aires (2003).
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