Todo lo relacionado con las ceremonias fúnebres y aun con los últimos momentos de los moribundos, alcanzaba en el Buenos Aires colonial un patetismo impresionante. Al pesado ceremonial mortuorio, cuenta un cronista, precedían por lo general, los actos de declaración de última voluntad, solemnes y de grave aparato notarial, “el otorgamiento de las últimas voluntades, hecho muchas veces en momentos en que el testador tenía ya sus minutos contados tanto que, a veces, la muerte venía a interrumpir el acto. Esos documentos solían ser largos y minuciosos, especie de examen general de una vida, con invocaciones a Dios y a los santos de su devoción, nómina de las cofradías o institutos a que pertenecía, recomendaciones sobre exequias, datos sobre su familia, bienes y deudas, donaciones, etc., todo redactado en estilo curial, pesado y machacante.
Luego de fallecer, era habitual revestir al cadáver con el hábito de la “religión” predilecta del difunto, siendo preferidos los de San Francisco y Santo Domingo. Ya dentro del ataúd era llevado a una habitación principal, cuyos muros revestían colgaduras, así como la mesa sobre la cual se lo depositaba, rodeada de grandes cirios.
Las ventanas que daban a la calle permanecían abiertas para que la escena fuera vista por los transeúntes. Cuando el fallecido era persona importante, las campanas de su parroquia tañían a difunto, después de haber anunciado la agonía. Además, un pregonero recorría las calles haciendo sonar un cencerro, anunciando la muerte, hora y lugar de las exequias, e incitando se encomendara su alma a Dios. También se repartían esquelas de invitación. Mientras tanto, y, hasta el momento de trasladar los restos, la concurrencia femenina se agrupaba en torno del ataúd, renovando las oraciones en compañía de las señoras allegadas al difunto, suspirando y llorosas. Era de rigor no conversar, salvo algún cuchicheo imperceptible para los distantes al interlocutor. Los hombres, en cambio, formaban corrillos en el patio o habitaciones interiores comentando las novedades y haciendo honor al copioso refrigerio y a los cigarros, que era de rigor servir.
El sepelio
Llegado el momento del sepelio, se formaba el cortejo, que se dirigía a pie al templo elegido. El ataúd era conducido a pulso, en parihuelas proporcionadas por el templo. Al frente marchaba la cruz parroquial, con el párroco, sus acólitos, sacerdotes y cofrades del difunto, siguiendo los deudos y amigos. Cruzaban las calles respondiendo en alta voz a las preces que rezaban los sacerdotes, mientras en el aire resonaban los tañidos recordando al vecindario que todos somos mortales. Si era hora de poder ofrecer la misa de cuerpo presente, los restos eran conducidos al pie del altar y, terminada, se dirigían todos al sitio de la sepultura, donde ya se había cavado la fosa.
Período de duelo
Durante meses continuaba el período de duelo. Se descolgaban los cuadros, se velaban los espejos con telas negras, se entornaba la puerta de calle y cerraban las ventanas. Cuando era familia de posibles, se cubrían las paredes con colgaduras y el suelo con tapices de duelo.
Las señoras recibían a sus amigas en visitas reguladas por la tradición española, tan rigurosa. Si había viuda, era estilado durante los primeros días no dejar su habitación, y aun pasarlos en el lecho. No llegaban hasta ella sino las personas de mayor categoría o de su intimidad. La oscuridad y el silencio eran de rigor, sólo interrumpidos por algún sollozo o un breve elogio del difunto. Se entraba y salía lo más silenciosamente posible”.
Fuente
Benarós, León – Arte de morirse en el antiguo Buenos Aires.
Todo es Historia – Año III, Nº 34, febrero de 1970.
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