El Nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famosos hoy, eran literatos o poetas que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir los menos importantes en la vida que les había tocado vivir.
Prescindencia de la realidad nacional
En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos- sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas- la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo con el modelo europeo, precisamente- no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.
La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria- eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que sólo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca se propusieron el progreso del pueblo argentino, sino su trocamiento en otro pueblo distinto, que no sería hispánico, ni latino ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo en las Bases- consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.
Rosas restablece el orden
Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegítimo. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el protectorado de Inglaterra o mendigaron en España y en Francia -¡Y hasta en Suecia!- un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararse disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una República inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra. No olvidemos, por lo demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la Independencia y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Eso nunca lo sabremos. El general Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación. Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert y los escrúpulos que más de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente “no procedía a la luz del día”.
En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política, que consistió desde sus comienzos en negar el país y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a los hombres de la Conquista y de la Revolución. Era una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Laferrere, Roberto de – El nacionalismo de Rosas – Buenos Aires (1953).
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