¿Me pregunta usted en una de sus recientes cartas, si me gusta el Río de la Plata? En efecto, puedo decir, muchísimo ciertamente. Aunque mi negocio ha sido entorpecido alguna vez por la guerra, ha prosperado tanto como lo había calculado; y aunque mis placeres se han minorado a veces por la misma causa, no han sido pocos ni pequeños. Me gusta el país, porque es literalmente una tierra en que corre leche y miel; y me gusta la gente porque es amigable y hospitalaria, y las señoras particularmente vivas, alegres y felices, tanto como hermosas, y todas deseosas de que los extranjeros participen de la buena acogida que se les da liberalmente. En realidad no se donde se encontrarían señoras más elegantes, cumplidas y encantadoras, reuniendo como reúnen la mayor gracia a una considerable libertad y honestidad de costumbres. El clima genial en que viven comunica algo de su viveza a su carácter; y aunque pueda haber un grado de intimidad y cordialidad en una corta relación que horrorizaría a algunas de nuestras frígidas madres y ayas, el caballero bien educado nada encontrará en ella que disminuya su respeto, hacia ellas, sino mucho que excite su admiración y gratitud. Seguras de su propia rectitud, juzgan a cualquiera que pretende la posición de un hombre honorable en la plena presunción que lo es, y que pueden acordarle toda la benévola hospitalidad que las caracteriza, sin originar sospechas, sobre sus motivos o su pureza. Siento decir que algunas veces se engaña con algún semi-educado, hombre de fortuna (parvenu) que, incapaz de apreciar la inmerecida franqueza con que se le trata, se va diciendo, sino creyendo, que la mitad de la ciudad está enamorada de él, y el resto retenida sólo por la multitud.
Me sucedió estar en Buenos Aires, y algo desocupado, en el mes de …. de 1843. La ciudad estaba desusadamente triste, en consecuencia de la guerra, y de la ausencia en el ejército de una parte de lo selecto de sus habitantes; y la llegada allí de algunos de nuestros buques nacionales, era consiguientemente mejor recibida que de costumbre. Pronto bajaban a tierra los Oficiales; y como su permanencia era limitada, se ocupaban de aprovechar bien su tiempo. Estaba en la ciudad la familia del Gobernador, y después de las acostumbradas visitas de cumplimiento en su casa, y en la del Ministro de Negocios extranjeros, comenzó el reinado del placer. Al siguiente día Doña Manuelita, la hija del Gobernador (la que hace los honores de su casa con extraordinario espíritu y elegancia, y con una cordialidad que gana los corazones de todos los que la visitan) fue a la Quinta de Palermo de su padre, una legua de la ciudad, con una porción de señoras. Por aquellos que sabían el hecho de que en la Quinta se apartan todas las formalidades inútiles, y todos los que están allí de visita son considerados parte de la familia por el tiempo de su permanencia, una intimación por medio del Cónsul, de que ella y las niñas pasarían allí una semana fue muy alegremente recibida, porque se entendía ser una invitación de venir temprano y estar hasta tarde. A pesar de la escasez de Oficiales que había en la ciudad, creo que nunca había allí menos de diez o quince todos los días y noches.
Cena en San Benito de Palermo
Tuve la fortuna de asistir a la última comida que se les dio en la Quinta, y desearía por Ud., poderle presentar una descripción que hiciese justicia a la escena. Fue la más fecunda en incidentes de las que he presenciado. Nos salieron al encuentro en la Quinta las señoras en dos grandes carretas, tiradas por bueyes que hubieran hecho honor al carro de Baco, pero cuya fuerza y paciencia se combinaban para conducir los carruajes con sus preciosas cargas por medio de los pantanos o zanjas con agua. Formamos al derredor, y las escoltamos a su regreso a la Quinta. Poco después de nuestra llegada, y mientras cambiábamos los cumplimientos del día, el Gobernador salió de su Oficina con un pliego en la mano, y dándoselo a un mensajero, cuyo caballo estaba ensillado a la puerta, exclamó con evidente satisfacción está terminado (it is finished). Estaba con el uniforme de casa de Brigadier General, y dejando a un lado los cuidados de Estado, vino a ser Jefe alzado en entretenimiento y jovialidad, conservando sin embargo su dignidad en todas cosas, como sólo pueden hacerlo los grandes hombres. Una hora antes de la comida, mientras paseábamos por la posesión, el Gobernador tomó su carácter militar en un breve discurso a su indisciplinado Ejército de reclutas, como nos llamaba. Dijo que la disciplina era considerada del todo esencial para el éxito en las operaciones militares; pero que estaba próximo a emprender con las novicias pero valientes tropas que tenía delante, atacar y tomar un reducto al que guerreaba hacía años con varios grados de fortuna. Solamente insistiendo en la pronta obediencia, procedería a organizar su Ejército de Operaciones. Nos alineó, no quizás como hubiéramos elegido nosotros nuestras compañeras de armas, y marchó y nos ejercitó hasta que dijo que estábamos suficientemente disciplinados para empezar el ataque, cuando fuimos conducidos al comedor; donde había cubiertos para cincuenta o sesenta convidados. No puedo decir por qué maniobra militar había sucedido que al sentarnos a la mesa, algunos caballeros encontraron que, sin desobedecer las órdenes, habían cambiado compañeras con mutua satisfacción. Entonces comenzaron las activas operaciones de atacar al reducto de cosas buenas. La costumbre del país es que la señora que se sienta al lado izquierdo del caballero, se hace un deber personal de mantener su plato constantemente servido con manjares, sin permitirle retribuir la cortesía. Tardó algo para que nuestras ideas de urbanidad nos permitiesen someternos a un orden de cosas tan contrario a nuestras ideas de galantería; pero encontrando al fin que era inútil la resistencia, y que se contestaba a nuestras observaciones, ¡no señor, no! es la costumbre del país, nos sometimos a ser provistos por las lindas manos a nuestro derredor. De lo material de la comida no puedo hablar secundum artem. Durante cuatro horas hubo un cambio constante de platos diversos, ciertamente nada menos que cien en número, todos buenos, muchos exquisitos y peculiares del país. Presumo que el Gobernador opina, según la antigua doctrina, que el agua es la bebida de los pescadores desde el diluvio, porque ninguna se veía sobre su mesa. Había sin embargo buenos vinos en abundancia, y con su inalterable decisión de que cada uno tomase lo que le presentaba su compañera, no debe admirarse que, bebiendo por copas, la primera vuelta de brindis nos hiciera a algunos de nosotros empezar por hablar de nuestros amigos, y ser patriotas. Por una vez intenté evadir la ley, y siendo descubierto por su autor, me hizo tomar una copa en reemplazo como el más leve castigo admisible por una primera falta; después de esto, la bonita Señorita de ojos negros a la que particularmente me confió el Gobernador, como que necesitaba ser observado, afianzaba su autoridad cada vez que me veía hesitar. Si la reunión al fin se hacía bulliciosa, al instante se restablecía el orden por el Gobernador, que con una campanilla llamaba la atención de los convidados; y pedía que todos los que dudasen de la disciplina del Ejército se levantasen, y los que creyesen en ella permaneciesen sentados. Por supuesto que no había votos disidentes. El silencio de una de esas pausas fue interrumpido por el Gobernador con una canción patriótica, con su voz de extraordinario primor y armonía. Entonces, con el reloj en la mano, anduvo al derredor de la mesa con dos tocadores de guitarra, pidiendo a todos los individuos presentes que cantasen un verso en cinco minutos, bajo penas y castigos a su arbitrio. Siguió ilimitada diversión. Uno insistía en cantar todo el Yankee Doodle (1), con adiciones y variaciones; uno cantó este, otro aquel, from grave to gay, from lively to severe. Las señoras y los oficiales del séquito del Gobernador nos cantaron canciones españolas, con gran efecto, y sus tres locos o graciosos, que tranquilamente habían tomado sus apropiados asientos, proporcionaban misceláneas de los gentiles Griegos. Nos reímos de nosotros mismos como sobrios y jueces, y en buena disposición de obedecer la inmediata orden del Comandante en Jefe de formar y marchar a las salas de baile donde pasamos la noche bailando cuadrillas y el hermoso baile nacional el federal.
Clima alegre y respetuoso
Durante la comida nos sirvieron soldados gauchos, bien formados, gallardos, y perfectamente instruidos en sus deberes. Prevaleció la mayor libertad y alegría, pero no se dijo una sola palabra ni se cometió un solo acto que indicara vulgaridad, o desdijera de caballeros. Ocasionalmente eran bulliciosos los locos, pero no tan locos que excediesen los límites prescriptos. La escena era más bien parecida a aquellas vísperas de Navidad de tiempos pasados, que sólo viven en la historia, que a cualquiera otra cosa que jamás haya imaginado ver. Había decoro sin rigidez, libertad sin grosería, y alegría convenientemente sazonada por la fantasía para hacerla agradable. Aunque los más de nosotros éramos extranjeros que sólo nos habíamos encontrado una semana antes, parecíamos una reunión de familia; como una reunión después de años de separación.
Doña Manuelita tiene, en gran perfección, aquel tacto de entretener agradablemente, y sin ostensible esfuerzo, que es peculiar a sus compatriotas, y las hace tan seductoras a los ojos de los extranjeros. Sus modales son urbanos y elevados, se diría casi de una Reina; y sin embargo ella posee esa calidad indefinible, que permite a todos, y a todo lo que lo rodea, una admirable franqueza.
La historia de Eusebio, uno de los bufones del Gobernador, es digna de un parágrafo. Es un viejo soldado que sirvió muchos años en la campaña con el General Rosas, y en una acción salvó su vida casi a costa de la suya propia. Recibió en la cabeza un hachazo, dirigido al Gobernador, y le ha quedado una horrible cicatriz de que se alaba siempre. La demencia se originó de su herida; y el Gobernador ha premiado su fidelidad y valor manteniéndolo convenientemente consigo. Eusebio se imagina Gobernador del Estado, y dice que sólo temporalmente ha confiado el cargo al Gobernador Rosas. Está cubierto de medallas y decoraciones, y no podía tener más dignidad si fuera un soberano absoluto. “¿Habla usted inglés?” le preguntó un caballero. “¡No!” (aborrece a los ingleses) “pero Americano un poco. One, two, nine, six four to be sure”. “Ah, (dijo el caballero) habla usted Americano como hijo del país”. Halagado con el cumplimiento se mantuvo en una actitud que no hubiera sentado mal a Coriolano, y despidió al que le preguntaba con “sí, puedo cortar la lengua un poco (I can cut up the language a little)”.
Referencia
Fuente
Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, Nº 19, Buenos Aires, Junio 21 de 1845.
Boston Press and Post de los Estados Unidos, 14 de junio de 1844.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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