Hacia 1826, el general José de San Martín residía en Bruselas, dedicado a cuidar la educación de su hija. Hacía una vida sobria y retirada, se veía con muy poca gente y sólo escribía las cartas indispensables. Un día recibe un mensaje de su antiguo subordinado, el general Guillermo Miller. El militar inglés le formula varias preguntas pues está escribiendo un libro sobre la campaña de San Martín en el Perú. El Libertador nunca fue hombre de pluma; empieza a contestar con desgano la misiva de Miller. Pero a medida que evacua las preguntas formuladas, su prosa se hace ágil, los recuerdos fluyen solos y a poco su respuesta se convierte en una vívida y palpitante relación de hechos. El fragmento que se transcribe revela a San Martín como un escritor evocativo de auténtica fibra periodística.
El parlamento con los indios pehuenches se verificó en setiembre de 1816 en el fuerte de San Carlos distante 30 leguas al sur de Mendoza; este parlamento fue convocado para pedir licencia a los caciques a fin de que permitiesen el paso de su territorio al ejército de los Andes que debía atacar a Chile, y aunque jamás entró en el plan del general San Martín verificar su ataque por el sur, su objeto no fue otro que de hacer creer al enemigo cual era el punto que se amenazaba; a fin de que cargase sobre él la masa de sus fuerzas, y desguarneciese el del verdadero ataque, lo que se consiguió.
Los indios pehuenches, hombres de una talla elevada, de una musculación vigorosa, y de una fisonomía viva y expresiva, ocupan un territorio al pie de la cordillera de los Andes de 100 a 120 leguas al sur del río Diamante, límite de la provincia de Mendoza; pasan por los más valientes de este territorio, no conocen ningún género de agricultura, y viven de frutas silvestres, y de la carne de caballo; su vida es errante y mudan sus habitaciones (que se componen de tiendas de pieles) a proporción que encuentran pastos suficientes para alimentar sus crecidas caballadas. Son excelentes jinetes, y viajan con una rapidez extraordinaria, llevando cada uno diez o doce caballos por delante para mudar en proporción que se cansan, pero tan dóciles y bien enseñados, que en medio del campo los llaman por su nombre, y sin el auxilio del lazo los toman con la mano para cambiar. Se darán algunos detalles sobre este parlamento.
Alimentos, bebidas y regalos
Con anticipación de un día el general San Martín se había transportado al fuerte de San Carlos precedido de 120 barriles de aguardiente, 300 de vino, gran número de frenos, espuelas, vestidos antiguos bordados y galoneados que había hecho recoger en toda la provincia, sombreros y pañuelos ordinarios, cuentas de vidrio, frutas secas, etc., preparativos indispensables en toda reunión de indios. El día señalado para el parlamento a las 8 de la mañana empezaron a entrar en la explanada que está en frente del fuerte cada cacique por separado con sus hombres de guerra, y las mujeres y niños a retaguardia; los primeros con el pelo suelto, desnudos de medio cuerpo arriba, y pintados hombres y caballos de diferentes colores, es decir, en el estado en que se ponen para pelear con sus enemigos. Cada cacique y sus tropas debían ser precedidos (y ésta es una prerrogativa que no perdonan jamás porque creen que es un honor que debe hacérseles) por una partida de caballería de cristianos, tirando tiros en su obsequio. Al llegar a la explanada las mujeres y niños se separan a un lado, y empiezan a escaramucear al gran galope; y otros a hacer bailar sus caballos de un modo sorprendente. En este intermedio el fuerte tiraba cada 6 minutos un tiro de cañón, lo que celebraban golpeándose la boca y dando espantosos gritos; un cuarto de hora duraba esta especie de torneo, y retirándose donde se hallaban sus mujeres, se mantenían formados volviéndose a comenzar la misma maniobra que la anterior por otra tribu. Al mediodía concluyó esta larga operación, en cuyo intermedio una compañía de granaderos a caballo y 200 milicianos que habían acompañado al general se mantuvieron formados. En seguida comenzó el parlamento; a este efecto había preparado el comandante de la frontera en la pequeña plaza de armas una mesa cuyo tapete (por no haber otra cosa) era un paño de púlpito de la capilla, y diferentes bancos para los caciques y capitanes de guerra, únicos que entran en la conferencia, quedando todo el resto de los demás indios formados y armados hasta saber el resultado del parlamento. Convocados para comenzar, tomaron sus asientos por el orden de ancianidad, primero los caciques y en seguida los capitanes; el general en jefe, el comandante general de frontera y el intérprete, que lo era el padre Inalican, fraile franciscano y de nación araucana, ocupaban el testero de la mesa.
Comienzan las deliberaciones
El fraile comenzó su arenga haciéndoles presente la estrecha amistad que unía a los indios pehuenches al general, que éste confiado en ella los había reunido en parlamento general para obsequiarlos abundantemente con bebidas y regalos, y al mismo tiempo suplicarles permitiesen el paso del ejército patriota por su territorio, a fin de ir a atacar a los españoles de Chile, extranjeros a la tierra, y cuyas miras eran de echarlos de su país, y robarles sus caballadas, mujeres e hijos, etcétera, etcétera. Concluido el razonamiento del fraile un profundo silencio de cerca de un cuarto de hora reinó en toda la asamblea. A la verdad era bien original el cuadro que presentaba la reunión de estos salvajes con sus cuerpos pintados y entregados a una meditación la más profunda. El inspiraba un interés enteramente nuevo por su especie.
Se me había olvidado prevenir que a tiempo de comenzar el parlamento general había ofrecido de beber a los caciques y capitanes, pero todos ellos se negaron diciéndole que no podían tomar ningún licor porque sus cabezas no estarían firmes para tratar los asuntos que se iban a discutir; al fin el cacique más anciano rompió el silencio y dirigiendo la palabra a los demás indios les propuso si eran o no aceptables las proposiciones que los cristianos les acababan de hacer. Esta discusión fue muy interesante; todos hablaron por su turno, pero sin interrumpirse, y sin que se manifestase en ninguno de ellos la menor impaciencia; exponiendo su opinión con una admirable concisión y tranquilidad; puestos de acuerdo sobre la contestación que debían dar se dirigió al general el cacique más anciano, y le dijo: todos los pehuenches a excepción de tres caciques que nosotros sabremos contener, aceptamos tus propuestas; entonces cada uno de ellos a fe de su promesa abrazó al general a la excepción de los tres caciques que no habían convenido; sin pérdida se puso aviso por uno de ellos al resto de los indios comunicándoles que el parlamento había sido aceptado; a esa noticia desensillaron y entregaron sus caballos a los milicianos para llevarlos al pastoreo; siguió el depósito de todas sus armas en una pieza del fuerte, las que no se les devuelve hasta que no han concluido las fiestas del parlamento. Es a la verdad inconcebible en medio del carácter de los indios la confianza que depositan quedando desarmados y entregados por decirlo así a la merced de sus naturales enemigos. No es menos interesante la solicitud que emplean sus mujeres para que sus maridos y parientes no oculten arma alguna, pues la época de sus venganzas es cuando se entregan a la embriaguez.
Momento de celebraciones
Finalizado el depósito se dirigieron al corral donde se les tenían preparadas las yeguas necesarias para su alimento. El espectáculo que presenta la matanza de estos animales es lo más disgustante. Tendido el animal y atado de pies y manos le hacen una pequeña incisión cerca del gaznate, cuya sangre chupan con preferencia las mujeres y los niños, aplicando la boca a la herida; descuartizado el animal lo ponen a asar, cuya operación se le reduce a muy pocos minutos. Las pieles frescas y enteras de las yeguas las conservan para echar el vino y aguardiente todo mezclado indistintamente, lo que se verifica del modo siguiente. Hacen una excavación en la tierra de dos pies de profundidad y de cuatro a cinco de circunferencia, meten la piel fresca en el agujero abierto en la tierra, y aseguran los extremos de ella con estacas pequeñas; en este pozo revestido de la piel se deposita el licor y sentados alrededor empiezan a beber sólo los hombres. Estos pozos se multiplican según el número que se necesitan pues para cada pozo se sientan 16 ó 18 personas alrededor. Las mujeres por separadas dan principio a beber después de puesto el sol, pero quedan cuatro o cinco de ellas en cada tribu que absolutamente se abstienen de toda bebida a fin de cuidar a los demás. Aquí empieza una escena enteramente nueva. Que se representen dos mil personas (éste era poco más o menos el número de indios, indias y muchachos que concurrieron al parlamento) exaltados con el licor, hablando y gritando al mismo tiempo, muchos de ellos peleándose, y a falta de armas, mordiéndose y tirándose de los cabellos; los lamentos de las mujeres, y los llantos de los chiquillos, y se tendrá una idea aproximativa del espectáculo singular que presentaba este cuadro.
Los milicianos se hallaban en continua ocupación a fin de separar a los contendientes, a cuyo efecto se habían nombrado fuertes partidas con este objeto, y el evitar en cuanto se pudiese las desgracias que podían ocurrir. A la medianoche la escena había cambiado, indios e indias se hallaban tendidos por tierra, y como si estuviesen poseídos de un profundo letargo, a excepción de alguno que otro que arrastrándose por el suelo hacía tal o cual movimiento. A este disgustante espectáculo la imaginación no podía prescindir de hacer algunas reflexiones, considerando lo degradado que es el hombre en el estado de la simple naturaleza.
Al fin, este desagradable cuadro duró tres días consecutivos, es decir, hasta que se les dijo haberse concluido todas las bebidas; él terminó lo más felizmente posible, sin más desgracias que la de dos indios y una india muertos, pérdida bien pequeña si se consideran a los excesos a que se habían entregado, y sin que puedan evitarse estos males, pues si no se les da de beber con una grande abundancia se resentirán tomándolo como un terrible insulto. El cuarto día fue destinado a los regalos; cada cacique presentó al general un poncho obra de sus mujeres, que alguno de ellos no carecían de méritos, sobre todo por la viveza y permanencia de sus colores. Por parte del general les fueron entregados los efectos anteriormente referidos, los que apreciaron con particularidad los vestidos y sombreros, de que en el momento hicieron uso.
Fuentes
Miller, Guillermo – Memorias del Grl Guillermo Miller, al servicio de la República del Perú – (1829).
Todo es Historia – Año I, Nº 4, Agosto 1967.
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