Revolución de los Restauradores

 

Encarnación Ezcurra (1795-1838)

En la mañana del 11 de Octubre de 1833, la ciudad apareció empapelada con grandes carteles que anunciaban en gruesas letras rojas que a las diez de ese día se procesaría al Restaurador de las Leyes.  El malicioso equívoco produjo efecto, mucha gente creyó que se enjuiciaba a Rosas.  La acusación ante el Jurado de imprenta era contra el periódico de aquel nombre que, con otros papeles “apostólicos”, vomitaban denuestos y calumnias contra sus enemigos.

El Fiscal dedujo la querella alegando que “esos periódicos a más de los artículos que contienen, contrarios a la ley, convierten a esta ciudad en teatro vergonzoso de los mayores dicterios y obscenidades, en que no se respeta no el honor ni el sexo, ni los derechos de los matrimonios, ni las debilidades más ocultas, llevando la desmoralización y el desorden hasta el seno de las familias”.

Se fijó la vista de la causa para esa mañana.  A la hora señalada la Casa de Justicia, donde se celebraría la audiencia, y sus alrededores fueron invadidos por una multitud de energúmenos: muchos jinetes cuya catadura indicaba su procedencia, venían de los arrabales.  Eran compadritos, matarifes y gente de acción acaudillada por el oficial José María Benavente.  La turba aumentó con contingentes movilizados por Cuitiño, Parra, el comandante Hidalgo, José Montes de Oca, el teniente Cabrera, los comisarios Chanteiro, Robles, Piedrabuena y otros caudillejos “restauradores”.  Estalla una gritería provocada y comienza el alboroto.  La audiencia no puede realizarse; el populacho se lanza a las calles agrediendo a los que no hacían caso a sus furibundos clamores y exigiendo la renuncia el gobernador Balcarce.  La población temerosa cierra las puertas y ventanas de las casas y de los negocios.  Los revoltosos se dirigen a Barracas y acampan sobre el Riachuelo, junto al puente de Gálvez.  El gobierno ordena a las milicias que procuren buenamente reducir a los insurgentes; el general Pinedo, comisionado al efecto, se une con sus tropas a éstos, quienes lo proclaman jefe del movimiento.  El general Izquierdo con su división se une a los restauradores.  La asonada asume los caracteres de una revolución apoyada por la casi totalidad del ejército, que pone asedio a la ciudad.

Toda la campaña se moviliza a favor del movimiento.  Los caudillos que habían sido apalabrados por doña Encarnación responden decididos, así como los jefes y oficiales de la guarnición urbana.  Grupos de restauradores sorprenden al comandante de Quilmes y se apoderan de las armas que allí existían.  Desde tiempo atrás la campaña se preparaba: el 20 de setiembre don Prudencio Rosas hizo retirar el armamento y municiones depositadas en la Ensenada; igual hecho ejecutó el “apostólico” comandante Miñana, en Dolores, llevándose a su casa todo lo que había en el arsenal de esa guardia.

Ante la magnitud popular y militar del levantamiento “restaurador”, el gobierno sin fuerzas ni apoyo, quedó perplejo y tambaleante.

La Legislatura destacó una diputación de su seno para que parlamentase con los “ciudadanos armados” que sitiaban a Buenos Aires a fin de que la población, que ya comenzaba a sufrir hambre por efecto del sitio, pudiera abastecerse.  Pero tal gestión no dio resultado, porque los rebeldes, como lo informaron los comisionados a la Sala, “fijos en la senda que emprendieron no han declinado de ella”.

Darwin, que vivió esos días en las pampas y en la ciudad, ha descripto, en su diario de viaje, tipos y escenas que por su color y su ambiente le produjeron honda impresión.  El ilustre sabio iba a Buenos Aires después de recorrer el desierto, desde el campamento de Rosas en el Colorado hasta Santa Fe.  Para cruzar la pampa, Rosas le facilitó un piquete de soldados “restauradores” que le sirvieron de escolta defensiva.  Los soldados –dice Darwin- eran tipos extraños: un hermoso negro joven, un mestizo de indio y negro, un viejo minero de Chile de color caoba y un sujeto amulatado.  Por la noche, “mientras estaban sentados alrededor de la hoguera jugando a la baraja, me retiré a un lado para contemplar aquella escena, digna de Salvador Rosa.  Como se habían puesto al pie de una loma, pude mirarlos a mi gusto desde encima; en torno de los jugadores yacían tendidos los perros, y cerca de éstos las armas, junto a restos de venados y avestruces esparcidos por diversas partes, mientras a la distancia se erguían las largas lanzas de los jinetes clavadas en el césped.  Más allá, en el fondo obscuro, estaban atados los caballos, dispuestos para cualquier peligro súbito.  Cuando el ladrar de uno de los perros interrumpía la quietud solemne de la desolada llanura, uno de los soldados dejaba la hoguera y aplicando su oreja al suelo, escudriñaba con atención.  Si un alborotador teru-teru gritaba había una pausa en la conversación y todas las cabezas, por un momento se inclinaban.  ¡Que vida tan miserable –exclama- parecen llevar estos hombres!”.

Cerca de Buenos Aires, de regreso de Santa Fe, Darwin apresuró la marcha para llegar a tiempo de poder embarcarse en el “Beagle” que debía zarpar muy pronto del Río de la Plata.  Al aproximarse a la ciudad se encontró con el asedio del ejército restaurador y, con gran sorpresa, se vio convertido en prisionero de los “apostólicos”; busca al comandante y consigue le permitan ver al general Rolón que mandaba esa división de rebeldes.  “El general, oficiales y soldados –anota el eminente sabio- todos, parecían, y creo que en realidad lo eran, grandes villanos”.  “Me dijo el general que la ciudad estaba estrechamente sitiada y que todo lo que podía hacer era concederme un pasaporte para el comandante de Quilmes”.  Tuvo que dar una larga vuelta alrededor de Buenos Aires y al cabo de idas y venidas le manifestaron que era absolutamente imposible otorgarle permiso para entrar en la ciudad.  Darwin, ansioso por alcanzar el “Beagle”, desesperaba ya cuando, sin imaginarse que llevaba consigo la varita mágica, mencionó “las obsequiosas atenciones que había recibido del general Rosas en su pasaje por el Colorado; ni el conjuro más poderoso hubiera cambiado las circunstancias tan rápidamente como esta conversación.  Al punto me dijeron que aunque no podían darme un pasaporte, si me avenía a dejar el guía y los caballos yo podía pasar, yendo solo, por los puestos de los centinelas.  Acepté con el mayor gusto, y enviaron conmigo un oficial para mandar que no me detuvieran en el puente”.

Entretanto, dentro de la plaza sitiada, el gobernador se debatía en el vacío.  “Las defecciones de la guarnición que se adhirió a la causa de los “restauradores” han tenido –comunicaba el gobernador Balcarce a la Legislatura- una decisiva influencia en perjuicio de las operaciones ofensivas que el gobierno había combinado, y por otra parte la falta de elementos de movilidad no le permiten obrar contra los sublevados de un modo que prometa ventajas positivas a favor de la causa del orden”.

A medida que la revolución se fortalecía, el gobierno se debilitaba.  Las calles desiertas de la ciudad eran recorridas por patrullas que aprehendían a los pocos transeúntes que se animaban a salir, y los destinaban para el servicio de defensa.  La carne y demás alimentos escaseaban en grado alarmante.  El 31 de octubre, a la oración, la voz del pregonero anuncia a los vecinos amedrentados la proclama del general Balcarce en que manifiesta el temor de un ataque aquella noche.

A la mañana siguiente –triste víspera del día de los muertos-, el gobernador a caballo, seguido de sus edecanes y de numerosa escolta, recorre las calles hasta el Retiro.  A mediodía se oyen cañonazos que previenen que la ciudad se halla en asamblea militar ante el peligro del ataque.  Los tambores llaman a las armas, destacamentos de soldados se apostan en las torres de las iglesias, en las azoteas y miradores de las casas, y con un hondo sentimiento de indignación callada y de sorda angustia los porteños vieron desembarcar, en son de protectores, a los marinos norteamericanos de la corbeta de guerra Lexington –la misma que poco antes había atropellado como pirata las Islas Malvinas, ofendiendo al pabellón argentino- y se estacionaron frente al alojamiento del comodoro Woolsey donde flameaba la bandera de los Estados Unidos.

El fuego de las guerrillas que empiezan a combatir en los suburbios es cada vez más denso, los restauradores avanzan al centro, se oyen ya próximas las detonaciones del continuo tiroteo.  La legislatura está reunida, los diputados no aciertan qué medida adoptar en tan terribles momentos.  Los ministros no han concurrido a la sesión y se pide su asistencia.  El diputado general Iriarte, en medio de una ansiosa expectativa dice: “Estoy en el deber de anunciar a la Sala, que se me ha mandado a avisar por un jefe de la guarnición que se ha hecho la señal de alarma y que las fuerzas de afuera están ya en el mercado oeste”.  Mansilla exclama: “¡Sería un crimen mantenerse en expectación, y mucho más cuando acabamos de oír el clarín que anuncia un encuentro!  Sin pérdida de instante debe destacarse una comisión de la Sala para hacer suspender las armas, manteniéndonos en sesión permanente en espera de este mandato”.  En ese momento –consigna el diario de sesiones del 1º de noviembre de 1833- “suenan los clarines en las puertas de la Casa de Representantes, y firmes en sus puestos los señores Representantes, creyeron conveniente ordenar a las fuerzas del gobierno, como a las de los ciudadanos armados la suspensión de las hostilidades, interín la Sala expidiera en sesión permanente una resolución definitiva que pusiese término a las desgracias públicas”.

Las gestiones de los delegados parlamentarios fueron laboriosas.  Se pidió un armisticio al jefe de los restauradores general Pinedo y éste, en su carácter de “General de los ciudadanos reunidos”, comunicó que como deferencia a la Sala ha ordenado a sus fuerzas, “que por el término de 24 horas se mantengan en una estricta defensiva”, y en otra nota enviada a media noche exige la exoneración del general Balcarce.  El gobernador por su parte, convoca a una junta de notables para que le aconseje, y manifiesta a la Legislatura que a las seis de la mañana del día siguiente dará una contestación, la que llegó a la Sala a esa hora expresando, -después de analizar la situación política y la posición en que se ha colocado Rosas, quien no ha contestado a los llamamientos del gobierno-, que se somete a lo que la Sala resuelva respecto “al cese de su destino”.

La Legislatura exoneró al general Balcarce del cargo de gobernador, y eligió para reemplazarle al general Viamonte.

El viejo guerrero de la independencia, llamado por segunda vez al gobierno de Buenos Aires en momentos tan dramáticos, prestó juramento con tal emoción que su voz se ahogaba y sus ojos se humedecían: “En cuanto recibí la ley me puse al momento la casaca porque si hubiera lugar a la mediación, quién sabe si me hubiese decidido.  Es por segunda vez que me hallo en este caso.  Veterano de la revolución he necesitado señores Representantes, recordar que el 20 de junio de 1811 fui derrotado en el Desaguadero, y desprecié proposiciones ventajosas del enemigo.  Entonces no me faltaba el brío; y en este momento he necesitado del auxilio de todos los amigos para recobrarlo….  Hoy yo me he encontrado desfallecido.  Recuerdos grandes he tenido que hacer para volver en mi brío…  Si tengo la fortuna de conjurar la tormenta, ya volveré al seno de mi familia que dejo llorando…”.

Doña Encarnación Ezcurra era la propulsora y el alma del levantamiento revolucionario de los “restauradores”.  De tiempo atrás no había reposado ni un instante preparando el golpe.  Después del estallido escribe a uno de sus amigos: “No he vuelto a escribir a usted desde la noche del once en que daba parte del resultado del Jury.  Ahora lo he vuelto a hacer para decirle a Ud. que todo va bien.  Que estos hombres malvados, en medio de su despecho, temen.  La pronunciación despueblo es unísona.  Toda la población detesta a su opresor y no piensa sino irse a incorporar a los restauradores.  Don Juan Ramón está furioso conmigo y me ha mandado a decir que sólo los respetos a Juan Manuel no lo hacen tomar medidas contra mí; mi contestación ha sido que de miedo lo voy a hacer compadre.  Aquí no hay sino entusiasmo y decisión.  Cuidado que no tenga que enojarme con Ud. por que flaquee.  Ya he echado para fuera muchos godos, a los maletas no hay quien los mueva.  Ya Ud. me entiende… La ciudad es un desierto, nada de cantones por que no tienen fuerzas.  Los hombres se van a engancharse sólo por ir arreados y así va todo… ¡Viva la patria, la Federación y sus defensores! ¡Vivan para siempre los montaraces!  Sólo es la voz de su compañera”(1).

Rosas, acampando en el desierto, esperaba de un momento a otro las noticias de la revolución de sus “restauradores”.  No le llegaban, en esos días de octubre, cartas de su mujer ni de sus partidarios.  Doña Encarnación pedía a sus amigos se comunicaran con Juan Manuel porque ella, muy vigilada en ese momento por la policía del gobernador Balcarce, no sabía “qué tiempo pasará sin que nos escribamos, pero tocaré todos los resortes para hacerlo”.

En vez de misivas, llegó a manos de Rosas la nota oficial del gobierno en la que se le instruía de los tumultuosos sucesos ocurridos a partir del día once, y se le ordenaba tomara las medidas que fueren de su resorte para acudir en defensa del orden público.  Demoró unos días la respuesta; él que se había alejado tanto de Buenos Aires y ocultaba tan cuidadosamente su trabajo de conspirador para no figurar a cara descubierta como instigador de los insurrectos, que en toda su vida política aparecía como el más celoso y enérgico defensor de la disciplina y del orden social, no podía declarar públicamente que se solidarizaba con esa revolución que era su obra, ni tampoco podía repudiarla.

Meditó mucho acerca de la actitud ostensible que adoptaría, y el 27 de octubre envió al ministro de la guerra, general Enrique Martínez, su contestación.  En ella recuerda que hacía tiempo había manifestado al ministro “los peligros inmensos que corría la tranquilidad pública y el orden de la campaña por la marcha del gobierno contra el voto pronunciado de la opinión pública, habiéndose irritado los espíritus hasta el extremo de la desesperación”, y le había advertido que él no podía responder de la alteración de la tranquilidad pública.  Asegura “que ninguna, absolutamente ninguna parte tiene el infrascripto en lo que se ha hecho; por el contrario, el público verá a su tiempo lo que ha aconsejado, escrito y trabajado para calmar la irritación.  Pero cuando así se ha procedido, declara el infrascripto que a su juicio tienen razón sobrada los ciudadanos, y que el culpable no es la población que armada en masa exige el cumplimiento de las leyes y pide lo que con tal peligrosa injusticia se le ha estado negando”.  Ataca a los que “no merecían la confianza pública y que armaban a los amotinados de diciembre para conflagrar toda la República”, hace notar con reticencia que los “ciudadanos primeros”, es decir los federales de categoría “debieron y pudieron dirigir y ejercitar el derecho de petición”; para él todo lo ocurrido no ha sido sino el ejercicio de ese derecho para que se restaurase la ley y el orden, derecho que fue usado por el pueblo.  Declara que en tal delicada situación se ve en la necesidad de expresar: “que respeta la opinión pública universalmente pronunciada, que no tomará las armas en su oposición, ni ordenará lo que pueda contrariarla, y que se unirá a sus filas en su ayuda toda vez que los amotinados de diciembre sean armados en su contra”.  Anuncia enfáticamente “que sus ardientes deseos son retirarse del país luego que regrese con el virtuoso ejército expedicionario que tiene el honor de mandar”.

Después de enviar esta nota oficial, escribió una larga carta a su Enarnación (2) con impresiones íntimas e instrucciones secretas.  En ella se refiere a los que se han distinguido en la revolución restauradora y encarga para cada uno un recado: “Al general Pinedo dile que lo felicito por el triunfo de la justicia.  A Parra dile que tuve el gusto de recibir su muy apreciable carta del 6 de setiembre (cuando se tramaba la conspiración) la que no contesté porque ya estaba entendiéndose contigo, que lo felicito por haber defendido su patria y sus derechos como un buen federal y amante de las leyes de la tierra”; y sigue la lista de partidarios a quienes manda congratular porque no se han separado de la “causa de la justicia”.  Refiriéndose a su cuñado el general Lucio Norberto Mansilla, recomienda se le diga que no contestó su carta de agosto “porque no era mi posición para aconsejar más de lo que te había a vos escrito para que le dijeras: que cualquier cosa hubiera sido forzar voluntades, cuando era preciso que sólo obrasen por la fuerza del convencimiento”.  Se ocupa de la plebe y de los negros y mulatos que le han respondido ciegamente haciéndolo triunfar, y le recomienda a su mujer proceda conforme a estas sugestivas indicaciones: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres, y por ello cuanto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus voluntades.  No cortes, pues sus correspondencias.  Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo, sin que te duela gastar en esto.  Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles.  No repares, repito en visitar a las que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias.  A los amigos fieles que te hayan servido déjalos que jueguen el billar en casa y obséquialos con lo que puedas”.

Así como recomendaba lisonjear con gratitud al populacho pobre que le había sido tan leal y resuelto, demostraba su resentimiento y sus quejas por la conducta fría y tímida de los señores federales de categoría, durante y después de la revuelta restauradora.  Esos amigos no le escribían ni le hacían llegar una palabra de información, ni de comentario sobre los sucesos.  Sólo había recibido una misiva protocolar, “la carta de etiqueta que es de costumbre” del nuevo gobernador, general Viamonte.  Felipe Arana y el general Guido algo le decían: “pero siempre dejándome a oscuras en lo esencial, no sé por lo tanto cuál sea el plan ni cómo se piensa proceder… Estoy sentido al ver que nadie me escribe para imponerme de los últimos sucesos ocurridos que sólo lo sé por lo que dicen los impresos, y por consiguiente, quedándome a oscuras de lo que no debía ignorar”.

La impaciencia de Rosas por saber noticias era tanto más intensa cuanto que carecía, en absoluto,  de información sobre el efecto que había producido su nota oficial del 27 de octubre referente a su actitud respecto de la revolución restauradora y a su solidaridad con los insurgentes.  “También quisiera saber cómo ha sido recibida la nota.  En los paisanos pobres ya sé que ha de haber agradado; pero como ningún caporal, ni de los amigos ni de los enemigos me han dicho nada sobre ella, deseo que me digas cómo han opinado y qué han dicho”.

Y muy secretamente, al oído, recomendando estricta discreción, le dice a su mujer lo siguiente: “Guarda silencio sobre todo esto y a nadie digas que te he escrito.  Este silencio conviene porque es a veces por donde revientan algunos.  Si te preguntan diles que es carta vieja la que has recibido y de este modo podrás cumplir con encargos que te hago sin que se extrañe o se crea que te he escrito a vos solamente”.

Rosas, finalizando esta carta, suelta un suspiro de satisfacción al sentirse tan favorecido por la suerte que le colma de triunfos.  “¡La Providencia –exclama- no ha cesado de favorecerme en todo, absolutamente en todo!”.  Y después, con mefistofélica sonrisa le dice a su mujer, bajando la voz epistolar, con el tono del comediante que se abre en una confidencia: “si de esta he escapado bien, pienso que para no caer en otra sería mejor irme del país, ahora que ya voy a quedar sin compromisos que perjudiquen mi honor.  Soy de parecer que donde se presente la oportunidad aparente, cuando no se crea que sacas adrede la conversación, al hablar con los señores Anchorena, Guido, García, Maza, Terrero y otros amigos míos, les digas que temes mucho que me vaya sin que basten a detenerme mis amigos así como no me atajaron cuando no quise seguir de gobernador.  Que por todo lo que notas crees que mis intenciones son de retirarme, y que vos me conoces bien.  Si te preguntan la causa diles que la ignoras; pero que me consideras aburrido y deseoso de descansar, aun cuando sea fuera de la patria y escaso de recursos.  Por ahora, nada más puedo decirte…”.

La revolución de los restauradores, en su aspecto social, fue el alzamiento tumultuoso de las turbas de la ciudad y de los gauchos de la campaña, instigados y apoyados por Rosas, contra la burguesía y la clase dirigente porteña que sostenía a las autoridades legales.

Referencias

1) Carta de doña Encarnación a Justo Villegas, de octubre 17 de 1833, publicada por J. Alfredo Villegas, en la revista “Fiesta”.  Justo Villegas era jefe de la división restauradora formada por los escuadrones de Monte, Lobos, Cañuelas y Matanza.

2) Carta de Rosas a doña Encarnación, de 23 de noviembre de 1833, original en el Museo Mitre.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Ibarguren, Carlos – Juan Manuel de Rosas, su vida, su drama, su tiempo – Buenos Aires (1972).

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