No hemos conocido un hombre más feo, pero tampoco más leal en todos los días de la vida. El tuerto Sarmiento era bravo hasta lo asombroso; no había peligro capaz de arredrarlo. Pero el maldito tuerto era tan feo, tan ridículamente feo, que su cara descomunal hacía olvidar todas las buenas cualidades. Sarmiento era cabo del 2 de Caballería y asistente del coronel Lagos, asistente tremendo, incapaz de dar una gota de agua a un moribundo, si aquella gota de agua era preciso sacarla de la caramañola del coronel.
El estado de miseria en que se hallaba entonces la oficialidad del Fuerte Paz, era sólo comparable con la miseria de Gragera, el hombre de los perros. El dueño de un paquete de cigarrillos era mirado como un Anchorena, aunque hay en Buenos Aires fortunas que bien valen más que la del Anchorena más rico. El coronel Lagos era un potentado, un Creso, cuya insolente fortuna nos deslumbraba como una lámpara eléctrica. Figúrense ustedes que el coronel Lagos tenía el cinismo de ser el único propietario de dos maletas que podrían contener un par de libras de yerba y otras tantas de azúcar, y media docena de cajas de sardinas que habían hecho toda la campaña, sin ver llegar el solemne momento de ser abiertas.
Aquello era inaguantable, pues mientras los oficiales andaban mirando un mate en cada planta de pasto. Lagos sonreía con todo el aplomo y la insolencia que le daba la seguridad de poseer dos libras de yerba y azúcar. Y no era lo malo que aquel hombre generoso tuviera yerba y azúcar cuando nadie la tenía, porque teniendo él tenían todos. El caso es que el administrador, el gerente, el depositario de aquella yerba y azúcar, era el feroz tuerto Sarmiento, quien por economizarla era capaz de negar un mate al mismo coronel, si éste se lo pedía fuera de horas. Aquel tantalismo impuesto por el terrible tuerto, era ya inaguantable.
A la hora del mate todos rodeaban el fogón del coronel, como esos perros que se estacionan a la puerta de reja de las carnicerías. Empezaban a conversar sobre las diversas calidades de yerba de ración para despertar el deseo del mate. Y el coronel, que comprendía dónde iba a parar todo aquello, llamaba al monstruoso tuerto y le mandaba cebar mate.
Nadie sabía donde guardaba los vicios aquel tuerto maldito, y más de uno se había ya pelado la frente campeándolos. El tuerto Sarmiento recibía la orden con un ademán formidable, ponía un gesto de vinagre, y se retiraba a cumplir la orden, después de perforarnos con su mirada terrible. Sarmiento tenía que gastar yerba y azúcar de la del coronel en beneficio nuestro, y esto sólo bastaba para que rabiase como siete condenados juntos.
El mate venía por fin, con grandes iras del tuerto pero ¡qué mate, santo cielo, qué mate! Después de dar al coronel seis o siete mates seguidos, nos traía unas lavativas espantosas, unas tentativas de mate con yerba mezclada con paja, y con un simulacro de azúcar, insuficiente para alimentar una mosca. Y aquel tuerto bandido se gozaba en nuestra desesperación, con una alegría diabólica.
Muchas veces, el más audaz de todos tuvo el coraje de reclamar contra aquel mate terrible, de manera que el coronel oyera, y la orden de cebar el mate con más cuidado no había tardado en ser dada. Pero Sarmiento alegaba en alta voz que se le había concluido la yerba, y no había nada que hacer. Más fácil hubiera sido robar al banco de la Provincia, que robar al tuerto Sarmiento una cebadura de yerba.
Y con lo suyo, aquel soldado leal no era tacaño. De su ración tomaban mate todos sus compañeros; era capaz de darla íntegra a un oficial necesitado. Pero sacar de la yerba del coronel, eso no lo hubiera hecho ni por el ruego de un hijo. Al coronel tenía que darle la yerba todo lo que durara la campaña, y esto para él era un deber imperioso que tenía que cumplir a toda costa. Y su rigidez llegaba al extremo de que no daba mate al coronel sino cuando se hallaba solo. Estando con oficiales, aunque él mismo se lo pidiera, le decía secamente:
- No hay yerba, mi coronel.
- ¿Y cómo me dijiste que no tenías yerba? –preguntaba el coronel, que ignoraba la táctica de su asistente, al verlo aparecer con un mate después de una de aquellas negativas.
- Hallé un puchito de yerba en el fondo de la bolsa –contestaba el tuerto muy serio-. O: – gané una cebadura a la baraja.
El resultado era que en el fogón del coronel nunca faltaba el mate. Y la primera operación de Sarmiento al llegar al campamento, antes de desensillar su caballo y desprenderse las armas, era llenar las maletitas de yerba y azúcar, para tenerlas listas aun en el caso de una sorpresa y una marcha precipitada. Porque una necesidad sufrida por el coronel a causa suya, era cosa que no se hubiera perdonado en la vida.
Una noche los oficiales decidieron dar malón en las maletas de Sarmiento, y lo anduvieron espiando toda la tarde para ver donde las ponía. El tuerto que sospechó la cosa, cortó la paja con que había de hacer la cama del coronel, y con mucho disimulo, puso bajo el poncho enroscado que dragoneaba de almohada, la bolsa de la yerba. Allí, una vez acostado el coronel, no se atreverían a irla a robar. Y a pesar de esta seguridad y esta garantía, cuando el coronel se acostó, el tuerto se sentó a su espalda y estuvo toda la noche velando la yerba.
El tuerto Sarmiento tenía un genio espantoso, tan espantoso como su ojo mismo. Era el genio de un tuerto, con el alma de un genovés y puesto en boca de un marinero catalán. El menor contratiempo bastaba para hacerlo renegar como un condenado cuatro horas seguidas.
Para oír renegar a Sarmiento en todo su apogeo, con toda su boca formidable y su incomparable lenguaje de línea, bastaba despertarlo a medianoche para pedirle un servicio, aunque este servicio importara la vida de quien lo pedía. Y sin embargo, aquel genio formidable, aquel carácter irascible, aquel hombre para quien el mayor castigo era turbarle el sueño, se levantaba en la noche más cruda del invierno, en medio del campo y bajo un aguacero formidable. ¿Qué acontecimiento fabuloso hacía que Sarmiento saliera debajo de su poncho voluntariamente y bajo aquel aguacero torrencial respirando una atmósfera de hielo? Aquel hombre noble y abnegado, más fiel que un perro mismo, se acercaba al montón de paja donde dormía el coronel y lo moraba atentamente. Iba a ver si estaba bien tapado o si el viento le había arrebatado los ponchos. Si no hubiera cumplido este deber de conciencia y de cariño, no hubiera podido pegar en toda la noche su ojo espantable.
Una vez habían repartido carpas a todo el campamento en marcha, acontecimiento fabuloso que fue festejado de una manera estrepitosa. Los soldados, de pura alegría, deseaban que estallase alguna gran tempestad para estrenar sus carpas. Se marchaba sobre los indios, y era la primera vez que lo hacían con tan famosa comodidad. ¡Ser dueño de una carpa! Aquello era un sueño de hadas que no alcanzaba a explicarse la fantasía de los soldados.
Pero se marchaba por un campo sin leña y la falta del monte se hacía ya insoportable. Nadie tomó mate esa noche, pero el mate no faltó en el fogón del coronel. Era uno de tantos milagros del tuerto Sarmiento; a la noche siguiente, cayó una helada de todos los diablos. El coronel paró su carpa, los oficiales pararon la suya, y los soldados, por primera vez en su vida, durmieron en media pampa y bajo techo. Sólo Sarmiento estaba de pie, chupándose aquella terrible helada. ¿Por qué no había parado su carpa como los demás? Sarmiento había quemado los palos, la noche anterior, para darle mate al coronel.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005)
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