Ustedes que creen que el militar en la frontera pasa una vida napolitana, tendido panza abajo o panza arriba, rascándose la punta de la nariz, no tendrían, para desengañarse, más que asomar la nariz por la frontera en una de esas madrugadas afeitadoras. Allí verían que el soldado como el oficial son dignos de todo cariño y respeto, y apreciarían la diferencia que hay en dejar la buena cama abrigada y limpia a las nueve de la mañana y salir entre los pobres ponchos al primer vislumbre del día sobre una escarcha tremenda y bajo un rocío glacial.
Allí no hay placeres, no hay dulzuras, no hay nada que pueda halagar el corazón o el espíritu. Se vive lejos de toda caricia, como un parásito, sin más mañana que la lanza de un indio, ni más ayer que el hambre pasado o continuado.
El perro mismo del campamento es más feliz que el hombre; él duerme siquiera tranquilo cuando el cuerpo necesita reposo, y no hay quien le arranque el bocado de la boca para enviarlo al combate. Sin enemigo al frente, parece que su vida fuera lo más desconsolada de este mundo, y sin embargo, vive siempre como si tuviera a su frente el ejército más respetable. Se levanta a la diana, haga el tiempo que haga, limpia sus armas y sus correajes, hace su ejercicio, pasa sus revistas y hace el servicio más penoso y completo.
La alimentación es poca y mala, la leña escasea, el proveedor especula con los estómagos de la tropa, y el sueldo no lo recibe el soldado, sino el pulpero que le fía con vale del oficial y a veinte veces el precio de cada cosa.
En las noches tremendas de junio y julio, cuando el frío hiela los huesos, el servicio de imaginarias y guardias es necesario hacerlo con relevos de cuarto de hora, muchas veces cada diez minutos. Estando más tiempo, los centinelas morirían de frío. Esto sin contar con que el traje de invierno es de brin, porque la comisaría ha demorado el envío del uniforme, o porque este se ha quedado en los lodazales del camino.
Parece que no hubiera nada más penoso ni nada más ingrato que el servicio de fronteras, y sin embargo hay algo más terrible aún. Y este algo es el servicio de fortines, donde hay momentos en que la vida se hace positivamente inaguantable. Allí va un oficial con cuatro o más soldados, según la importancia del fortín que ha de guarnecer, y pasa un mes o sus dos meses en aquel verdadero presidio, donde no ve más cara humana que la de sus cuatro soldados.
Aquel ranchito mezquino, con un foso por toda defensa y un cañón de señales por todo aparato, es la cárcel de aquel quinteto de seres humanos, condenados por tiempo fijo a pasar una vida completamente animal y peligrosa. Como los cuerpos de línea son remontados con pampas y vagos, cuando no con criminales, el oficial no tiene confianza en sus cuatro o seis soldados, porque teme que lo asesinen para desertar, y no se atreve a dormir sino a intervalos irregulares y llenos de sobresaltos. ¡Cuántos desventurados como el ayudante Petit del 3 de Caballería no han sido asesinados durante el sueño por la guarnición del fortín! Y el mismo sargento o cabo que lo acompaña se alterna para dormir, porque tampoco tiene confianza en su tropa y él sería responsable de la vida de su oficial.
La ración no la recibe durante su estada en el fortín, porque no se la mandan, en razón del mal estado de los caminos o de que no ha habido reses. Y el oficial se ve en la alternativa durísima de morir de hambre con sus soldados o enviar a éstos para que marchen a bolear algo en el campo, a riesgo de que deserten y lo dejen con la responsabilidad más dura.
Y tiene que velar día y noche por la seguridad de su fortín y sus alrededores, enviando las descubiertas necesarias, porque una sorpresa o un golpe de mano de los indios importaría para él no sólo la pérdida de la vida, sino de su honor y su reputación. Y hace personalmente el servicio más penoso para estar bien a cubierto de todo peligro.
Las marchas se hacen en la frontera a cuerpo gentil y bajo la inclemencia del tiempo, sea cual fuere. El soldado de Caballería no conoce lo que es el sibaritismo de una carpa, ni ha experimentado nunca el placer infinito de pasar bajo techo un aguacero. El sol del día siguiente secará la ropa sobre su cuerpo y estamos del otro lado, aunque una pulmonía se encargue bien pronto de secar la carne sobre sus huesos. Para eso están en la brecha, y como ellos dicen pintorescamente, ninguno tiene el cuero para negocio.
Todo su equipaje, tanto el oficial como el soldado, está en el recao donde va montado. Esa es su cama, que tiende indistintamente sobre la laguna o sobre el pajonal; esa es su mesa, en las caronas pica tabaco, con las mantas improvisa un capote, y el freno acomodado sobre los bastos o el lomillo le sirve de la mejor almohada. Y duerme así bajo la lluvia más torrencial y cubierto sólo por el poncho patrio, como duerme sobre el caballo durante la marcha y apoyado en el cañón de la carabina cuando queda a pie firme. La cuestión es disminuir un poco la deuda contraída con el sueño, y todas las posiciones son para él igualmente plácidas.
Hace fuego sobre los cañadones, haciendo nadar un pedazo de palo o sosteniendo cualquier pedazo de piedra y es capaz de hacer un churrasco bajo el mismo diluvio universal. Si se trata de pelear, sonríe alegremente, porque saldrá por un momento de aquella monotonía espantosa. Atrás del regimiento o escuadrón que marcha, viene la caballada de refresco, que es rodeada en el acto de avistarse el enemigo. Allí cada soldado y cada oficial toma un caballo sin averiguar las condiciones, y sin tener derecho de elección ensilla y salta en él en pelos y forma atento a la primera voz de mando. El caballo puede corcovear o hacer lo que quiera por desembarazarse del jinete. Pero éste, siempre firme y siempre atento, lo domina, lo guía y lo lleva al combate, porque el caballo no ha sido nunca para nuestro soldado el menor inconveniente.
Recordamos entre mil otros, uno de los episodios más curiosos de la vida de frontera. El Regimiento 2 de Caballería, a órdenes del coronel Lagos, había hecho una persecución al enemigo al extremo de postrar sus caballos. Y era una lástima que llevando aquél sus caballos igualmente postrados, no pudiera alcanzársele por esta mis causa. Al pasar por los toldos de Coliqueo, en la Tapera de Díaz (hoy Los Toldos), el coronel pidió a este cacique le facilitara caballos para que mudase el regimiento. Coliqueo no tuvo inconveniente, e hizo acercar una caballada magnífica y gorda como pocas veces la había tenido.
Alborozados los milicos con aquellos fletes, desensillaron, dejaron allí sus patrios extenuados y empezaron a ensillar los de los indios. Estos no se prestaban muy gustosos a la operación; pero ¿qué caballo, por brioso que sea, puede resistirse a un soldado de línea?. Una vez que con más o menos trabajo hubieron ensillado milicos y oficiales, atribuyendo los bríos a la gordura de los caballos, se tocó a caballo y en seguida marcha y galope. ¡Nunca se hubiera escuchado semejante toque!
Apurados por el rebenque de los soldados, salieron los mancarrones como una manada de diablos, corcoveando el uno, dándose contra el suelo el otro y queriéndose empacar los demás. Cada pingo salió por un lado como si llevara una gruesa de cohetes a la cola, sin poder guardar la menor formación. ¡El indio maldito les había hecho ensillar potros, de los cuales los más mansos eran redomones de rienda!.
No era posible recambiar los caballos, porque hubiera sido perder todo el éxito de la operación, y se mandó seguir adelante. Y aquel regimiento, domando, y sin que hubiera caído un solo soldado, al otro día alcanzaba al enemigo, llevando caballos hechos de los que la tarde anterior eran potros.
Esto es un ligero bosquejo de la vida militar en la frontera, que recomendamos a los que creen que aquellos milicos son unos rascapanzas.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005)
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