El sargento Liendo es uno de tantos tipos de infinita bravura que cruza por las filas de nuestro Ejército dejando en todas partes el rastro de su sangre y de su carne, y la leyenda de sus hechos heroicos que sólo conocen y comentan los compañeros de cuadra. Liendo es uno de tantos tipos heroicos que marchan por el mundo a impulsos del propio corazón, y sin pensar un momento en los beneficios remotos que sus hazañas pueden traerles.
El sargento Flores, borrachón insigne, que salvó a Julio Dantas arrancando su cuerpo exánime de entre los paraguayos, cuando había sido abandonado por sus compañeros, no obró por cálculo. Con el cariño que le inspiraba su oficial se lanza al centro del peligro porque le parece una cobardía abandonar su cadáver: es esta la única fuerza que lo impulsa. Y así cruzan, pasan y mueren estos héroes silenciosos, sin aspirar a más recompensa que a la satisfacción del deber cumplido.
El sargento Liendo es uno de tantos: hay un rasgo de su corazón que lo levanta al nivel del caballero más rígido y cumplido. Se hallaba herido en la sala de presos del Hospital General. Se había batido con un compañero y habían cambiado un tajo.
Por su calidad de preso, no podía salir de aquella sala guardada por un centinela. Pero llegó un día en que Liendo tuvo necesidad de salir: se casaba un compañero y él quería asistir al casamiento y el baile, al que había sido invitado. Pero no había forma de realizar su deseo; estaba preso y el centinela no lo dejaría pasar.
Liendo llamó al cabo de cuarto, viejo compañero de armas, y le comunicó su deseo:
- Es preciso que me dejes salir –le dijo-; tengo que salir y sólo tú puedes hacerme este servicio.
- y ¿Cómo voy yo a hacer eso? Si me pillan pierdo la jineta y me rompen el alma a palos; ya ves que esto no se arriesga así no más.
- Es que no te pillarán porque yo vuelvo antes de la diana, te lo juro.
- Ese es tu propósito, pero nadie sabe lo que puede suceder; en los bailes todos son compromisos, una copa de más hace olvidar los mejores propósitos, y por una pelea interviene la policía, se sabe que Liendo ha andado de parranda, y quien paga el pato somos mi jineta y yo.
- Yo te juro que no te he de comprometer y que he de volver antes de diana; ya sabes que lo que Liendo ofrece, lo cumple hasta la muerte.
El cabo pensó un momento, se rascó la pelada y concluyó por conceder el permiso.
- Está bien –le dijo-, ya sabes que si te pillan afuera, o me comprometes, habré perdido la jineta y de yapa recibido una paliza de mi flor.
El sargento Liendo se acicaló aquella tarde como para una recepción diplomática. Se metió en el pelo del mismo bálsamo tranquilo que se ponía en la herida, se perfumó el pañuelo con aguardiente de quemar, y se untó sebo en la barba y los botines, quedando hecho un soberbio mozo. Así acicalado y llevando la bayoneta en la cintura, por todo evento, salió de la sala de presos, bajo la responsabilidad del cabo de cuarto.
- Ya sabes, hermanito –le dijo éste-, cuidado con perderme.
- No tengas cuidado, ya sabes que Liendo no ha faltado nunca a su palabra.
Y así se trasladó a lo de su amigo el cabo Lobo, que era el del casamiento. A pesar de su fuerte tufo a bálsamo tranquilo, las mozas recibieron a Liendo con mil agasajos y demostraciones de cariño. Es que Liendo era una pierna famosa para este género de diversiones, pues sumamente alegre y travieso, era capaz de hacer reír a la concurrencia durante toda la noche.
En cuanto entró se puso en baile y ya no se volvió a sentar más. Todas se lo disputaban, todas lo llamaban, y él, sudando la gota gorda y despidiendo su tufo a bálsamo tranquilo, a todas atendía con igual solicitud.
Llegó la hora de las tortas fritas y del cordero al asador, pero Liendo anunció gravemente su retirada; no quería que la diana lo sorprendiera fuera del hospital. Un inmenso clamoreo se levantó entonces de entre las muchachas pidiendo a Liendo que se quedara un momento más.
- Eso sí que no -respondió el sargento-, si yo me quedo, le hago perder las jinetas al cabo Sosa y sabe Dios qué más le sucede. Cuando salga en libertad será otra cosa; entonces me comprometo hasta engancharme con ustedes, ahora es imposible.
Y en vano fueron todos los pedidos y ruegos; Liendo, con gran dolor de su ánima, se despidió de sus compañeros y echó a andar hacia el hospital a paso de trote. Pero era en la calle donde lo esperaba la prueba más dura.
Allí lo esperaba Flores, un tal Flores con quien había tenido antiguos resentimientos, y a quien la tranca le había dado esa noche por pelear a Liendo.
- ¡Párese maula! –le gritó cuatro cuadras antes de llegar al hospital., vengo a pelearle.
- Lo que es ahora no peleo ni por un queso –contestó Liendo-. Mañana será otro día.
- Es que ha de ser hoy mismo –contestó Flores-, ahora mismo, porque es un puerco y un cobarde: saque, maula, sus armas.
- Hoy no puedo –contestó Liendo-, otro día no se irá sin que le haga el gusto.
- Es que tiene miedo, y el miedo ya se lo voy a hacer pasar a azotes, para que no sea flojo.
- Mire amigo –contestó Liendo gravemente- yo estoy preso en el hospital y he salido esta noche porque el cabo Sosa me lo ha permitido. Si yo lo peleo a usted y le doy de puñaladas, porque usted no es hombre para mi, se mezclará la policía, se sabrá que yo he andado en la calle, y el cabo Sosa por mi causa perderá la jineta y sabe Dios qué más. Déjeme salir en libertad y no se quedará con las ganas.
- Ahora mismo ha de ser, ¡o te he de sacar las caronas atajos! –contestó Flores.
Liendo vio que ya venía clareando el día, y temiendo faltar a su compromiso, quiso pasar y seguir apresuradamente su camino. Liendo era capaz de pelear con veinte Flores, que al fin y al cabo no valía gran cosa; pero ¿y Sosa? ¿Cómo le evitaba el castigo y la vergüenza?
Al ver que quería seguir marchando, Flores sacó una daga y se le fue encima:
- O peleas –le dijo en el colmo de la irritación-, o te mato como a un perro. –Y le dio un sopapo.
Liendo sintió agotada su paciencia ante la injuria y el golpe, no vio delante más que aquel enemigo fácil de vencer y echó mano a la bayoneta. Pero en aquel momento se acordó de su compromiso, vio al cabo Sosa apaleado y sin jineta por su causa, y se contuvo.
- He dicho que hoy no peleo –exclamó-; mañana no será lo mismo –y dando un empujón a Flores siguió adelante.
Pero el milico lo corrió y le dio alcance; no había más remedio que pelear y comprometer a Sosa, o dejarse apuñalear y tratar de llegar al cuartel antes del día. Liendo optó por lo segundo sin vacilar, y empezó a huir saltando hacia retaguardia y evitando con los brazos las puñaladas que le dirigían.
Flores, ciego por el deseo de matarlo, no cesaba un momento de tirarle terribles puñaladas.
- No seas cobarde –exclamaba Liendo-, retirándose siempre-; ¿no ves que no te puedo pelear?
- Pues morirás a mis manos, que al fin es lo mismo para mí.
Liendo podía sacar el machete y matarlo, pero entonces se sabría que fue él quien lo mató o le hirió, y Sosa quedaba colgado. Sólo le faltaba media cuadra para llegar al hospital, pero ya había recibido muchas heridas y aquel trayecto le hubiera sido imposible salvarlo. Ya vacilaba, debilitado por la pérdida de sangre, cuando alcanzó a ser visto por la guardia del hospital, que corrió en su socorro. Al ver esto Flores se puso en fuga sin haber logrado su objeto, pero dejando a Liendo muy malherido.
Conducido al hospital y a su cama, sus compañeros recién se dieron cuenta de lo sucedido. Liendo tenía tres puñaladas en el pecho y diez o doce en los brazos.
-Pero ¿cómo te has dejado poner así por Flores, que no vale nada? –le preguntó Sosa.
-¡Qué quieres! Si lo peleo y lo lastimo mal, el hubiera dicho quién lo lastimó y hubieras perdido tu jineta. Yo juré no comprometerte, y ya ves que he cumplido.
Andando el tiempo, Liendo fue Sargento de policía, a las órdenes de su antiguo oficial, el comisario Dantas. Una noche llevaron a la comisaría un borracho que apenas podía tenerse en pie. Era Flores, el mismo que apuñaló a Liendo de la manera que hemos referido. Cuando Liendo supo el nombre de aquel borracho se fue al calabozo y mirándolo, exclamo:
-Es verdad, es el mismo Flores.
Y dándole con el pie dijo a sus compañeros:
-Esta basura es el mismo que me dio de puñaladas valido de la ocasión.
Y sonrió con una expresión magnánima.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).
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