Casi al finalizar la batalla de Caseros, los únicos federales que mantenían su posición a toda costa, eran los infantes Pedro Díaz y la artillería del Cnl. Martiniano Chilavert. Escondidos tras nubes de humo negro, disparaban con todo lo que tenían. Al acabárseles las balas y la metralla, cargaron piedras y cascotes del palomar que se caía a pedazos. Cuando los cañones se pusieron al rojo vivo, les arrojaron baldazos de agua. Y cuando faltó el agua, los soldados se turnaron para orinar sobre las moles humeantes. La infantería seguía repeliendo el ataque, pero paso a paso las fuerzas de Urquiza iban concentrándose sobre estos valientes, haciendo imposible toda resistencia. Sin municiones ni esperanzas, los artilleros comenzaron a huir a medida que los infantes de Díaz retrocedían.
Una polvareda indicaba el retorno de Lamadrid, que en el fragor de la carga se había desviado como una legua de su blanco. Ahora volvía al campo de batalla cuando poco podía hacer. Chilavert continuó disparando hasta que no tuvo absolutamente nada más que arrojarle al enemigo.“Mierda” dijo el coronel. “Una y mil veces mierda”.
Con la última bala que le quedaba, apuntó personalmente hacia los imperiales que avanzaban sobre su posición.
Solo, sin hombres, ni balas, ni ganas de seguir peleando, el coronel Chilavert volvió a colocarse la guerrera azul con vivos rojos, sobre su camisa negra de humo y sudor. Despidió al sargento Aguilar y encendió un cigarrillo con la brasa de los fogones.
El coronel se sentó a esperar la muerte que se avecinaba, cuando de pronto el capitán Alamán se acercó apuntándole con su revolver: “Ríndase oficial. Usted es mi prisionero”.
El capitán no tenía la menor idea de con quien estaba hablando. Chilavert se puso de pie con infinito cansancio. Sacó su pistola del cinto y le dijo al capitán con su voz de cañones, mientras le apuntaba: “Si me toca, señor oficial, le levanto la tapa de los sesos, pues yo lo que busco es a un oficial superior para entregar mis armas”.
Alamán, intimado por la firmeza de la actitud, mandó a buscar al coronel Virasoro. Sin soltar el arma, Chilavert se quedó en silencio pitando su cigarro. Cientos de soldados se acercaron para ver el espectáculo. El prisionero amenazaba al oficial que lo intimaba a rendirse. Mudos esperaron el desenlace. A poco llegó Virasoro, deteniendo su overo a poca distancia de Chilavert.
-Aquí estoy, coronel –anunció sin apearse del caballo-. Soy el coronel Virasoro.
Chilavert se acercó y le extendió su pistola y su sable: – Señor coronel, aquí me tiene a su disposición. Le aclaro que no puedo caminar. Si me quita el caballo, prefiero que use esa arma para pegarme cuatro tiros acá mismo.
No tema usted, coronel Chilavert.
-¿Cómo sabe mi nombre? –dijo asombrado.
-Quién no conoce su fama, coronel….
Chilavert le devolvió una ligera reverencia. Venciendo el dolor, montó a un caballo que le acercaron.
-Ahora lléveme con su general, coronel.
-A la orden –dijo Virasoro, marcando el camino hacia Palermo.
El coronel Martiniano Chilavert fue conducido a Palermo, donde Urquiza había organizado su Estado mayor y el gobierno provisorio de la ciudad. Permaneció sentado sobre uno de los bancos del jardín. Aunque Virasoro había dado la orden de permitirle montar a caballo, Chilavert debió caminar las últimas cuadras hasta Palermo, entre dolores brutales y el cansancio. Mientras se recuperaba, veía como oficiales y edecanes entraban y salían de las habitaciones, llevando y trayendo muebles. Entre ellos le llamó la atención un hombre de unos cuarenta y cinco, quizás cincuenta años, pelado y con bigote unitario, vestido con un uniforme exuberante, a la moda del ejército francés. Chilavert, que había pasado casi toda su vida entre los ejércitos nacionales, no conocía, ni había escuchado hablar de semejante personaje. Curioso, detuvo a uno de los oficiales que lo había apresado.
- Perdóneme la pregunta, pero podría usted decirme quien es ése de quepis azul.
-¿Cuál? –preguntó el oficial.
-Ese de uniforme azul con galones…. Ese con plumas de general.
-Ah, ése….. El de las plumas. Es el boletinero del ejército.
-¿Hasta tienen boletinero? –se asombró Chilavert, ya que en cuarenta años de guerra, pocas veces había servido en ejército alguno que contara con semejante lujo.
-Si es uno de los nuevos amigos del general. Creo que se llama Sarmiento, Domingo Sarmiento, y me parece que anda medio chiflado.
El nombre le sonaba a Chilavert. Era uno de esos unitarios que, desde Chile, descargaban su pluma contra el régimen de Rosas. Vaya forma de conocerlo.
El coronel anduvo por horas sentado, esperando. Pensaba en su esposa, en su hijo. Pensaba en el día en que lo conoció a San Martín. Pensaba en su padre. En las batallas que ganó y en las que perdió. Pensaba en Lavalle y en Oribe, en Rivera y en Paz. En esas horas más de una vez tuvo ocasión de escaparse. El desorden era absoluto. Pero no quiso. Aceptaba su condición mansamente.
Como oficial y caballero, él era un prisionero de guerra que no iba a aprovecharse de las ventajas que el enemigo le daba. Una cosa era una batalla. Otra era asumir su papel de oficial prisionero. El mismo se había entregado y no iba a faltar a su palabra. Así permaneció hasta que una voz sonó a sus espaldas. Un soldado con pechera blanca sobre su blusa punzó estaba parado a su lado.
-Usted es el coronel Chilavert?
-Para servirle – Contestó
-El general Urquiza desea hablarle.
-Y yo también quiero hablar con su general –se levantó. Vamos pues.
En el camino Chilavert se abrochó la guerrera y pasó sus manos por el cabello desordenado. De poco sirvió, pero tampoco era cuestión de presentarse ante Urquiza como un reo, aunque lo fuera. Llegaron hasta la habitación que le había servido de escritorio a Rosas. Recordó sus paredes, los muebles espartanos, la lámpara de aceite, los pocos libros dispersos en la biblioteca. El soldado golpeó la puerta. Una voz grave ordenó que pasara. Chilavert entró solo al cuarto.Allí estaba el generalísimo Justo José de Urquiza, Comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de Entre Ríos y nuevo amo de la Confederación, la República, la dictadura o el orden que él quisiese imponer para manejar los asuntos de la Argentina por los próximos años.
No era alto, aunque sí de aspecto vigoroso, algo entrado en carnes. Tras esos ojos castaños se adivinaba al demonio, evasivo, sensual. Al entrar Chilavert, se puso de pie tras un escritorio lleno de papeles y carpetas en desorden.
-Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento –dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.
-Estoy bien así, general –contestó Chilavert, manteniéndose de pie.
-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted –dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.
-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.
-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…
-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.
-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno.Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…
-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país –dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.
-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país? –contestó Urquiza poniéndose de pie.
-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo…
Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria –Chilavert gritó estas últimas palabras.
Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito. No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.
-Soldado, acompañe al coronel –y mirándolo le dijo con voz cansada: -Vaya usted, nomás, coronel.
Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.
Urquiza se quedó pensando por unos minutos. “Mil veces he de morir. Mil veces…”. Llamó a uno de sus edecanes. Le iba a dar el gusto al coronel. “Al coronel Chilavert me lo fusilan por la espalda, como a un traidor”.
Una sensación de paz invadió el espíritu del coronel, mientras era escoltado por el soldado, desandando los senderos de Palermo. Nuevamente lo dejaron en el jardín. Ahora el soldado se quedó cerca. A poco de estar allí, pensando en todo lo que hubiese querido decirle a Urquiza sobre sus socios y alcahuetes, se le acercó un oficial, alto y delgado, con la casaca azul cerrada hasta el cuello a pesar del calor que no cedía.
-Coronel Chilavert, soy el mayor Modesto Rolón – dijo impostando la voz mientras hacía la venia. Chilavert no contestó- Debe acompañarme, coronel.
Sin decir palabra lo siguió. El guardia caminaba tras ellos, a distancia prudencial. Caminaron los senderos del jardín que rodeaba la residencia de Palermo, hasta una de las casas donde se guardaban los elementos de labranza. Seis soldados lo esperaban. Fue entonces cuando Rolón, con tono desprovisto de toda emoción, le comunicó que el general Urquiza, comandante en Jefe del Ejército Grande, gobernador de la provincia de Entre Ríos y encargado de los destinos de la Confederación Argentina, lo condenaba a ser fusilado en forma sumaria. El coronel recibió con calma la noticia que de ninguna forma lo sorprendía. Pidió unos minutos para reconciliarse con el Señor. Se apartó unos metros y lo escucharon rezar un padrenuestro en voz baja.
-Estoy pronto –dijo al fin.
Lo condujeron hasta el paredón.
Allí el coronel le entregó su reloj al mayor Rolón.
-Le pido un favor, mayor, entréguele este recuerdo a mi hijo que vive en la calle Victoria –El mayor asintió. El coronel Virasoro, que hasta ese momento había permanecido ajeno al trámite final, se acercó al pelotón. Chilavert se sacó el tirador y lo arrojó al piso.
-Esto es para ustedes –dijo, dirigiéndose a los soldados-, hay algo de dinero y unos cigarros. Repártanselos. Solo les pido que apunten al pecho.
Sabía que era bueno congraciarse con los verdugos, hacen la muerte más rápida. Con resignada valentía se puso contra la pared. Fue entonces cuando el oficial encargado del pelotón, se acercó a Chilavert y le ofreció un pañuelo para vendarse los ojos. El coronel lo rechazó. Había visto tantas veces la muerte ajena que no le molestaba ver la propia. Casi en un susurro, el mayor Rolón le dijo:
-De espaldas, coronel.
Chilavert lo miró sin entender.
-De espaldas –repitió el oficial-. De espaldas, como un traidor.
Un golpe feroz dio en la cara de Rolón, que cayó unos metros más atrás.
-De espaldas, no. Como un traidor, no. –Se acercaron dos soldados para contenerlo. Sufrieron la misma suerte.
-Como un traidor no, como un traidor, jamás. –Se acercaron los otros soldados del pelotón para contenerlo. Como un puma herido enfrentó a todos. –Tiren acá –decía-. Tiren al pecho, al pecho, que yo no soy un traidor. Traidores son los que venden a esta patria. Tiren al pecho. –Un facón brilló entre los golpes y empujones-. Al pecho, al pecho. Traidores son los que se entregan a un imperio de esclavos por unas monedas. –El filo cayó sobre la espalda del coronel, que ni así dejó de gritar: “al pecho, tiren al pecho”, Otro filo dibujó su trayecto mortal contra el cuerpo del coronel. “Tiren acá”, y peleaba contra todos. Su camisa se tiño de sangre. Una y otra vez los facones y bayonetas se bañaron en esa sangre de valiente, que no dejaba de gritar, mientras se le iba la vida. “¡No soy traidor, no soy traidor!”. Un sable le abrió un tajo en la cabeza. Fue entonces cuando cayó al piso. Virasoro sacó el revolver y descargó sus balas sobre el hombre que todavía no se resignaba a ser fusilado como un traidor. En una convulsión final se señaló el pecho. Con un hilo de voz, murmuró por última vez “como un traidor, no”.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Omar López Mato – Caseros, las vísperas del fin – Pasión y muerte del coronel Martiniano Chilavert. Buenos Aires (2006).
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