La sociedad virreinal

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Servidumbre en los valles del Noroeste, salario en las campañas del Litoral y, al mismo tiempo, cantidad de formas intermedias o mixtas, entre “feudalismo” y capitalismo.  De tal manera, difícil sería definir con precisión el tipo de estructura social del Virreinato, dado el entrecruzamiento de factores de distinta naturaleza que inciden en ella y que generan problemas específicos, como la relación entre clases sociales y grupos étnicos, el choque del creciente aburguesamiento de una parte de la población con la rigidez de viejas relaciones sociales, o los conflictos entre españoles y criollos agudizados ante la crisis general del sistema colonial español.  Problemas derivados de la economía, de la dependencia colonial, de la diversidad étnica.  Problemas que generan una amplia diversidad de matices juntos a la ya natural variación regional de esa estructura.

 

Pero en esta heterogénea estructura social puede advertirse la constante correlación de cada uno de esos factores con la diferenciación de clase, aun en lo que respecta al llamado régimen de castas.  “Lo que caracterizaba además a los diversos estratos de la estructura social era la constante correlación entre diferenciación social y étnica”, señala Kossok.  Y agrega: “esta última surgía siempre de la primera, y antes se consideraba la propiedad que la raza a la que se perteneciera”.

 

La llamada “clase principal” era la clase propietaria por excelencia: comerciantes en gran escala, terratenientes, algunos contados empresarios –de obrajes, saladeros, astilleros del Paraná y otros rubros-, viñateros y bodegueros, dueños de tropas de carretas….  Junto a ellos, altos funcionarios de la administración y dignatarios eclesiásticos.  Todas estas categorías, además, solían no ser incompatibles entre sí.  Era frecuente la reunión de varias condiciones en las mismas personas: comerciante y hacendado; viñatero y propietario de carretas; hacendado y fabricante de algunos subproductos ganaderos o agrícolas; dignatario eclesiástico y comerciante; comerciante y empresario, etc.

 

Una vieja cuestión, agudizada en el siglo XVIII, dividía a esta clase en dos sectores irreconciliables, división de importancia capital por sus proyecciones políticas.  El conflicto entre “españoles americanos” y españoles peninsulares, de larga data en América colonial, se agudiza en el transcurso del siglo XVIII por razones similares a las que explican el florecimiento del espíritu de casta.

 

La dirección política de la colonia era delegada –parcialmente- por la Corona en un grupo reducido de españoles nativos en cuyas manos se hallaban los resortes fundamentales de la administración: virrey, auditores, intendentes y algunos otros cargos de importancia.  También eran españoles en gran parte los miembros del alto clero.  Por otra parte, el monopolio comercial favorecía la concentración del capital comercial en españoles nativos, agregando otro factor de peso en el dominio público de la Colonia y de resentimiento en los postergados criollos.

 

Se uniese o no en estos últimos la condición mestiza –cosa por demás frecuente-, esa postergación sufrida en todos los órdenes de la vida colonial generó una permanente tensión que llegaba a dividir aun a padres e hijos y que se prodigó en una larga historia de conflictos de toda índole desde el siglo XVI en adelante, intensificados notablemente en el siglo XVIII.  Según Azara, era frecuente “odiar la mujer al marido y el hijo al padre” cuando pertenecían a uno y otro origen.  A medida crecía el número y la importancia económica de los criollos, crecían la prevención de los españoles y la tendencia a apartarlos de las principales esferas de la administración, donde excepcionalmente lograron algunos de ellos, como Vértiz, cargos de importancia.

 

Dentro de la alta burguesía criolla, sus grupos fundamentales, comerciantes y terratenientes, mostraban una acentuada interpenetración, en virtud de factores específicamente americanos: la burguesía comercial tendía a invertir sus ganancias en la tierra y no a organizar empresas industriales, salvo contadas excepciones.  Por otro lado, el conflicto con los españoles añadía otro factor de solidaridad que, por encima de las divergencias económicas de ambos sectores, los llevó a participar generalmente unidos en las luchas por la independencia.

 

El terrateniente rioplatense, por lo menos en el Litoral, se acercaba mucho más a la naturaleza del burgués que a la del señor feudal.  Las leyes del mercado capitalista internacional para el cual producía y la inexistencia de privilegios de tipo feudal condicionaban aquel aburguesamiento de la gran propiedad territorial y la consiguiente alianza con la burguesía comercial criolla, con la que, por tales razones, impulsaba la lucha por el comercio libre.  En el interior, en cambio, la exigencia de mano de obra indígena y mestiza en condiciones de servidumbre cambiaba la situación.  Diferencias económicas, étnicas y culturales se unían para acentuar esa servidumbre, aceptada pasivamente por la población india y mestiza y cimentada por la minoría propietaria –terrateniente y comerciante- mediante el culto de usos nobiliarios que tendían a subrayar la rigidez de una estructura social de viejo cuño con su ostensible apego a las jerarquías.  Sin embargo, esa pasiva sumisión encerraba un germen de rebeldía que solía canalizarse, principalmente, en las dos formas que mayor preocupación generaban en la clase dominante: la hechicería, interesante manifestación del conflicto latente, y las esporádicas sublevaciones que, en los tiempos de Túpac Amaru, llegaron a conmover fuertemente el Noroeste del Virreinato.  En 1781 levantamientos indígenas en Jujuy y Salta indicaban que el mensaje de rebelión del legendario “Rey Inca” hallaba eco en las masas indígenas del actual territorio argentino.  Además de aquellas dos provincias, el levantamiento de Túpac Amaru logró manifestaciones de simpatía en casi todo el Río de la Plata y llegó a preocupar gravemente a las autoridades coloniales, como lo testimonió el propio virrey Juan José de Vértiz.  La represión tuvo caracteres tan sangrientos como en el Alto Perú y demás lugares afectados.

 

Las capas populares de Buenos Aires, en cambio, ofrecían un cuadro muy distinto, tanto por poseer una composición étnica más variada, como por la índole económica de la ciudad portuaria y de la campaña ganadera.  En el cuadro urbano, además de trabajadores diversos, una multitud de vendedores callejeros de ambos sexos, de gente sin oficio y con ocupaciones esporádicas, con mucho menor dependencia hacia la clase principal traducida en un comportamiento menos sumiso y a veces irreverente, “reproduce en este rincón austral la imagen muy hispánica de una plebe andrajosa, desocupada y alegre”.

 

Por otra parte, diversos grupos medios, difíciles de unir todavía en un denominador común caracterizan a esta sociedad urbana.  Desde comerciantes de menor fortuna hasta empleados de casas comerciales, empleados menores de la administración –acrecentados desde la implantación del Virreinato y las reformas sucesivas-, auxiliares de justicia, como, asimismo, pulperos, matarifes y otros pequeños mercaderes, maestros y oficiales artesanos, etc.  Conglomerado en el que aún subsisten, junto a los rasgos derivados del crecimiento comercial de la ciudad –en primer lugar su propio aumento numérico- características arcaicas como la que une a parte de los españoles pobres con la gente principal de la ciudad, en la categoría común de “gente decente” cuyos criterios selectivos no son fáciles de apreciar.

 

La vieja rigidez de la estructura social del Virreinato, que aún no ha modificado sustancialmente el reciente crecimiento burgués, se desdibuja en cambio en zonas como la campaña ganadera del Litoral, donde se proscriben los tabúes raciales en un clima de libre unión sexual y no rigen las leyes españolas en medio de enriquecimientos ilegalmente logrados.  Esta atenuada estructura social y cultural condiciona, sobre una escasa base demográfica, una diferencia bien marcada con el resto de la vida colonial, diferencia que, empero, no la aísla tanto como generalmente se ha supuesto.  Puesto que, por otro lado, la campaña ganadera conoce una permanente relación con la ciudad comercial, a través, sobre todo, de la figura del propietario de tierra y ganado, sólidamente vinculado con la ciudad como hemos visto, en razón de su origen y de la índole de sus negocios.

 

Esto señala una mayor interrelación entre la campaña y la ciudad del Litoral que la que ha sido generalmente advertida, interrelación que se puede generalizar en otro plano, como el de la diversidad regional del Virreinato: regiones separadas físicamente por el “desierto”, pero unidas económica y socialmente por el continuo proceso de migración de pobladores del Interior hacia el Litoral ganadero, o por esa numerosa población trashumante demandada por los rústicos transportes de la época: carreteros, arrieros, etc.  Unidas, asimismo, por aquellos artesanos que se trasladan periódicamente a regiones vecinas a las suyas, sea, en el caso de los curtidores de Tucumán, en busca de cueros de las zonas andinas o, en el de los labradores de huerta de San Juan, para proveerse de abono en los corrales de ovejas de La Rioja.  Del mismo modo las tareas ganaderas de la zona pampeana conocen el ir y venir de ciertos trabajadores especiales: herradores, domadores, peones de estancia….

 

El régimen de castas

 

Durante el siglo XVI se distinguía entre españoles, indios y negros, pero los mestizos heredaban todos los derechos del padre.  Ya a fines de esa centuria comenzaron las restricciones por razones políticas: el temor a desórdenes y sublevaciones.  A medida que la sociedad colonial se fue estructurando y precisando en sus contornos, apunta Rosenblat, fue dando más importancia a la pureza de sangre y acrecentando una tendencia aristocratizante, “…que no se completó, al parecer, hasta el siglo XVII”.  En el siglo en que se fortalece el desarrollo de las burguesías coloniales y con ello se generalizan procesos económicos tendientes a crear la gran propiedad rural dedicada al monocultivo.  El creciente enriquecimiento de la clase principal estimula esa tendencia aristocratizante que no era otra cosa que un medio de reafirmar  y consolidar los privilegios obtenidos y de la que, parasitariamente, se benefician españoles y otros blancos carentes de fortuna.

 

El sistema colonial español conoció como régimen de castas al resultado de la mezcla étnica, estableciendo claramente, a través de la legislación indiana, los deberes y derechos de cada una de ellas.  Las castas principales las formaban los blancos o españoles, los indios, los mestizos, los negros y los mulatos, en orden decreciente de consideración social según las leyes y las costumbres.  Además, se tendió a distinguir con precisión los resultados de la mezcla de dichas castas: zambos, castizos, moriscos, chinos, etc.  Extensa y precisa clasificación, variante según los lugares, que tuvo mucho menos vigencia en la realidad que la que parecen atribuirle los autores de la época, por las lógicas dificultades de su aplicación en la práctica.  Estos subtipos, junto con mestizos y mulatos, se comprendían en la denominación general de castas de mezcla.  Así, los viejos empadronamientos distinguen raramente la población mestiza o dan escasas cifras de ella figurando sus integrantes como blancos o como indios según fuera su condición social.

 

Es que, justamente, la frecuente aplicación del término mestizo o mulato no sólo a quienes lo eran realmente sino también a los blancos pobres, y la del término español o blanco a quienes sobresalían por su fortuna –y existía gente de color que llegaba a lograrlo-, indica la índole especial de este “régimen de castas” donde raíces étnicas y posición económica se relacionan en una forma que lleva a pensar más bien en una división de clases, en la que la clase principal apela a la diferenciación étnica para consolidar su preeminencia.  “El individuo pobre, no educado o de mala conducta –dice Haring- era un mestizo.  El rico, el educado y buen ciudadano, podía fácilmente hacerse contar entre los blancos”.  Aun a fines del siglo XIX, un testimonio de la ciudad de Córdoba –citado por Endrek- avala esto: “No importa que sean blancos, rubios y de perfiles correctos como manifestación de raza, nosotros les llamamos mulatos porque el padre o la madre, la abuela o el tío fueron gente del servicio en otra hora, o fueron familias de menor cuantía”.  En los llanos de Venezuela, dice Angel Rosenblat, blancos son los ricos, los amos, aunque sean negros.  Y lo mismo sucedía en toda América hispana con el término blanco o su equivalente español.  De tal manera, son frecuentes los casos en que la ausencia de pureza de sangre es disimulada –a veces anulada por gracia real- en virtud de la posición económica alcanzada.  Como, asimismo, son comunes los de mestizos emigrados del lugar de origen, que se hacen pasar por blancos puros, al amparo de la alta proporción de mestizaje de la población americana que, aun entre los considerados españoles, menudeaba en sus mezclas más cercanas al blanco.  Testimonios de viajeros de la época expresan, por ejemplo, que la “clase principal” de Buenos Aires revelaba una proporción de mestizaje más alta que la que traducen las estadísticas de aquel entonces.

 

En cuanto a cifras de la composición étnica de la población del Virreinato, podemos efectuar algunas estimaciones.  Para 1810-25, A. Rosenblat calcula, basado en datos de Humboldt y otros complementarios, que la población indígena de lo que habría de ser la Argentina alcanzaba a unos 200.000, un 31,74% de la población total que ascendía a 630.000 habitantes.  Añadiendo los datos de Bolivia, Uruguay y Paraguay, se obtendría la cifra de 1.300.600 indios, 320.000 blancos y 742.000 negros y mestizos.

 

En Buenos Aires, hacia 1778, según el ya anotado padrón de Vértiz, sobre un total de 37.130 habitantes de la ciudad, su ejido y su campaña, 25.451 eran españoles, 2.087 indios, 674 mestizos, 4.173 mulatos y 4.745 negros y mestizos.

 

Para la Intendencia de Salta y Tucumán, según cálculos de E. O. Acevedo, entre los años 1778 y 1795 se observa un descenso de la población de las “castas”, que contrasta con lo que ocurre en Buenos Aires: entre otras causas, la absorción de mano de obra por la ganadería del Litoral puede explicar el hecho.  Pero, por otra parte, el llamado “blanqueo” de la población parece haber influido también en las variaciones.  Es decir, la propensión a simular “limpieza de sangre” en los casos de mestizaje leve, forma de escapar a las condiciones de inferioridad social impuesta a la población mestiza, muy frecuente en toda América.

 

Mendoza, hacia 1802, según el citado informe de su vicario al obispado de Chile, tenía sobre 13.382 habitantes, 5.148 españoles, 4.092 mestizos, 2.301 criados libres y 1841 esclavos, cifras que, aunque incompletas, sirven para apreciar la proporción de las castas y de españoles.  Mientras que, para 1777, datos de similar origen, ofrecen el siguiente cuadro del Corregimiento de Cuyo, sobre 8.765 habitantes: 4.491 españoles, 786 mestizos, 1.359 indios y 2.129 negros y mulatos.

 

En Córdoba, en 1760, cuando la población de ciudad alcanzaba a 14.000 habitantes y la de la campaña a 22.000, los porcentajes de españoles y castas eran del 7,15% y 92,85% en la ciudad y de 34,01% y 65,99% en la campaña.  Es decir, 23,61% de españoles y 76,39% de castas en el total de ciudad y campaña.  Según el censo de 1778-79, las proporciones eran de 39,36% y 60,64%, respectivamente.  El censo de 1813, a su vez, verificará también el progresivo aumento de blancos, proceso para el cual puede valer lo señalado en el caso de la Intendencia de Salta.

 

El “régimen de castas” establecido por los españoles en la América colonial, constantemente desbordado desde los orígenes por múltiples razones, parece, entonces, reafirmarse durante el siglo XVIII en lo que atañe a la vigencia de privilegios y otras pautas de diferenciación, mientras tiende a desdibujarse, en cambio, en el incontenible proceso de mezcla entre los diferentes grupos, manifestada, entre otras cosas, en ese continuo blanqueamiento de la población.

 

La preocupación por consolidarlo por parte de españoles y criollos se fortalece al compás de la cada vez mayor proporción de mestizos en la población americana –con el consiguiente riesgo político-, y de la acrecentada escasez de mano de obra –que no podía ser de otro origen que indio, negro o mestizo-, ante la cual el rechazo étnico permitía a la minoría blanca consolidad su dominio.  Esta busca distanciarse aun más del resto de la población, dando rienda suelta a sus tendencias aristocratizantes.  Epoca de solicitudes de reconocimientos de pureza de sangre, de compra de títulos nobiliarios, de agudas tensiones y conflictos.  Conflicto, por ejemplo, entre algún poderoso propietario salteño y un funcionario mestizo –de los pocos que, excepcionalmente, lograban ingresar a la administración-, porque los miembros de la minoría española no podían soportar “… que un sujeto tan ruin y de tan bajo nacimiento (el subdelegado mestizo) haya de supeditarlos y mandarlos a tantos españoles de honor y conocida buena conducta, nobles en toda clase”.  Por su parte –y en este caso se trata de un criollo- Nicolás Severo de Isasmendi, hacendado, minero y propietario de otras empresas, una de las mayores fortunas salteñas, sintió, como tantos otros, la necesidad de consolidar su lugar en la sociedad con un título nobiliario y así lo pidió al rey, para él y sus descendientes.

 

La tendencia a fortalecer los privilegios sociales mediante las diferencias étnicas cunde en todos los órdenes.  En 1778, el Cabildo de Santiago del Estero atribuye la decadencia de las escuelas del lugar a que a ella no concurrían más que mulatos, negros y pardos, gente indigna de letras –sostenía-, porque la instrucción sólo correspondía como adorno a los hijos de la gente principal.

 

En parte como efecto de la legislación indiana y en parte por costumbres trasladadas de España, la segregación racial regía en escuelas, corporaciones, milicias, cultos religiosos, relaciones entre los sexos y, en general, en casi todos los demás aspectos de la vida colonial, en cuanto en ellos pudiera ejercerse los controles de las autoridades o de la minoría blanca, como ocurría, sobre todo, en los centros urbanos.  Sólo se atenuaba allá donde aquel control se tornaba difícil o imposible: en la campaña, donde la libertad sexual producía continuas uniones entre castas distintas; en extramuros de algunas ciudades importantes donde, en cierta medida, se daba el mismo fenómeno.

 

La superioridad de los “españoles” era subrayada continuamente en diversas formas por los integrantes de este grupo, con el casi infaltable apoyo de las autoridades locales.  Precedencia en los lugares a ocupar en ceremonias religiosas y públicas; normas para la vestimenta, limitando la de las castas (con el fin de evitar, por ejemplo, los atavíos suntuosos con que alguna mestiza pretendió, en Córdoba, imitar a las damas principales); diferencias en las penas por delitos similares, agregando a las correspondientes a las castas la infamante del azote público en muchos casos; y un sinnúmero de costumbres –a veces leyes- que regían el comportamiento de cada ser humano según su casta, desde el servicio de las armas a la educación, desde el trabajo a las actividades recreativas.

 

En el campo del trabajo, los tradicionales prejuicios hispánicos hacia las tareas manuales convertían las artesanías y las nuevas tareas ganaderas en obligado destino de la población mestiza, a falta de la india o africana, escasas ambas y no siempre, la primera, en condiciones de ejercer tales oficios.  Era general la tendencia de los inmigrantes españoles de la época, aun los de origen popular, a rechazar las ocupaciones que consideraban propias de siervos, esclavos o gente de inferior condición, pretendiendo un lugar privilegiado en la sociedad, lugar al que se sentían merecedores por su condición de españoles.

 

De tal manera, la población mestiza es objeto de continuas medidas de las autoridades, tendientes a incorporarlas a las tareas productivas más urgidas de mano de obra.  En muchos lugares del Virreinato se suceden las disposiciones oficiales tendientes a constreñir a “vagos y malentretenidos” a las tareas ganaderas, a las obras públicas y a otras actividades de importancia.  “Bloqueados por la legislación y rechazados por los blancos, los mestizos se encontraban sin plaza en la sociedad colonial; no encajan ni en la sociedad del blanco ni en la del indio, pues, por ley les estaba prohibido vivir en los pueblos de naturales por ser considerados elementos perturbadores” (Endrek).  Algunos se dieron a los oficios manuales.  Pero otros devolvieron el rechazo de la sociedad convirtiéndose en lo que se acostumbró llamar “vagos y malentretenidos”, gente al margen de la ley y sin ocupación fija, para lo cual se vieron favorecidos por las grandes extensiones rurales donde el peso de la autoridad era insuficiente o nulo, en una vida de fácil subsistencia.

 

La preocupación del grupo dominante por esta población turbulenta y difícil de someter a las nuevas necesidades de la economía fue permanente y se manifestaba en una mezcla de recelo y desprecio a la vez.  De tal consideración participaba la naciente figura del gaucho, -“gauderio”, “changador” según sus primeros apelativos-.  Por ejemplo, “esa multitud de holgazanes”, según Concolorcorvo, que poblaban la campaña de Montevideo al promediar la segunda mitad del siglo.  Mezcla de español e indígena, participaba esporádicamente de diversas tareas ganaderas, conservando su libertad de movimiento para abandonar el lugar de su trabajo cuando justase.  Hombre de a caballo, su inseparable compañía, fue también protagonista de contrabandos, cuatropeas y otras actividades delictivas de aquel entonces.  Cuando lo impelía algún entredicho con la justicia solía abandonar la compañía de cristianos y refugiarse en el monte o pasar temporadas entre los indígenas.  Formaba también, con similares condiciones de inestabilidad, la tropa de los fortines.  Hasta llegar a las guerras de la Independencia, en las que cumpliría sobresaliente papel.

 

Fuente

Assadourian, C. S., Beato C. y Chiaramonte, J. C. – Argentina: de la conquista a la independencia – Ed. Hyspamérica – Buenos Aires (1986).

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