Antes de aceptar la misión que le propuso el gobierno del doctor Maza acerca de los gobiernos de Tucumán y de Salta, Facundo Quiroga consultó el punto con Juan Manuel de Rosas, quien se encontraba en su estancia de El Pino. (1) Rosas se pronunció por la urgencia que había en apagar la anarquía en el norte, y le manifestó que Alejandro Heredia tenía la mayor responsabilidad en ella, pues se había rodeado de los elementos que la fomentaban en ambas provincias contendientes. (2) Que aunque Latorre se había acreditado en la causa que defendían las provincias, pensaba que su misión debía contraerse a remover las causas de desinteligencia entre Heredia y Latorre, haciéndoles ver que no debían sacrificar a sus emulaciones el triunfo de la causa federal que estaban llamados a afianzar desde sus cargos respectivos. Quiroga convino en lo mismo y se prometió arreglarlos valido de la consideración que ambos le dispensaban. Así lo manifestó al gobernador Maza, y como indicase al mismo tiempo su deseo de conferenciar con Rosas sobre las bases de arreglo, el gobernador los invitó a ambos y a Juan N. Terrero a una reunión en la quinta de este último en San José de Flores.
Los cuatro personajes mencionados se reunieron a mediados de diciembre de 1834 en la quinta de Terrero. El doctor Maza manifestó (3) que ejerciendo el gobierno provisoriamente sin ministros de quien aconsejarse, les pedía a sus amigos opinión franca acerca de las instrucciones que había redactado para el general Quiroga. Aceptadas éstas en general se discutió la conducta que observaría el comisionado en el caso en que Latorre o Heredia rehusasen el arreglo, resolviéndose que el comisionado exigiera una suspensión de hostilidades, durante la cual el gobierno de Buenos Aires pediría a los signatarios del pacto de 1831 se pronunciasen contra la guerra entre Tucumán y Salta; y que así lo ratificaría el comisionado a los contendientes. El oficial de secretaría Antonio Reyes copió allí mismo las instrucciones, y se acordó que el gobernador de Buenos Aires comunicaría a los del tránsito del general Quiroga los objetos de la misión que le confiaba, pidiéndoles que le facilitasen los medios de locomoción.
En la madrugada del 17 de diciembre salió Quiroga de San José de Flores, acompañado solamente del coronel José Santos Ortiz (4); que se negó obstinadamente a aceptar una buena escolta que Rosas puso a sus órdenes, diciendo que su persona era la mejor escolta para contener a cualquier cobarde. Rosas lo hizo subir en su galera particular preparada como para viaje y con algunos buenos caballos subió él en el carruaje de Quiroga y se pusieron en camino. “La marcha fue sin tropiezo hasta que llegamos a la Villa de Luján –dice el señor Antonino Reyes-, donde fue recibida la comitiva con muestras de alegría; y al obscurecer nos detuvimos en la estancia de Figueroa a inmediaciones de San Antonio de Areco. Aquí tuvieron ambos generales su última conferencia, y convinieron en que a la madrugada siguiente partiría el general Quiroga, debiendo seguirlo un chasque con una carta del general Rosas en la que expresaría su parecer respecto a los asuntos que se ventilaban”.
Mientras que Quiroga se ponía en marcha el día 18 en dirección al arroyo de Pavón, Rosas le dictaba a Antonino Reyes en la misma hacienda de Figueroa, la carta en la cual resumía sus ideas respecto de la organización política de país. En esta carta Rosas se refiere al estado de agitación de algunas provincias, a los planes anárquicos de los unitarios, y le dice a Quiroga que debe hacer presente a los gobernadores y demás personas influyentes, el paso retrógrado que ha dado la Nación alejando tristemente el suspirado día de la grande obra de la Constitución; que este estado es el argumento más fuerte que se puede hacer; que los escándalos que se han producido desde años atrás provinieron de que se dictaba la Constitución Nacional sin tener en cuenta el estado ni la opinión de las provincias que las rechazaban inmediatamente; que a su juicio, se debió y se debe invertir los medios, comenzando por vigorizar las provincias para labrar sobre esta base la Constitución Nacional.
La carta alcanzó al general Quiroga fuera de la jurisdicción de Córdoba. La misma fue hallada manchada de sangre entre los restos de Facundo y hoy se encuentra en el Museo Nacional de Buenos Aires.
Texto completo de la carta
Hacienda de Figueroa, en San Antonio de Areco, diciembre 20 de 1834.
Mi querido compañero, señor D. Juan Facundo Quiroga. Consecuente con nuestro acuerdo, doy principio por manifestarle haber llegado a creer que las disensiones de Tucumán y Salta, y los disgustos entre ambos Gobiernos, pueden haber sido causados por el ex Gobernador D. Pablo Alemán, y sus manipulantes. Este fugó al Tucumán, y creo que fue bien recibido, y tratado con amistad por el señor Heredia. Desde allí maniobró una revolución contra Latorre, pero habiendo regresado a la frontera de Rosario para llevarla a efecto, saliéndole mal la combinación fue aprendido, y conducido a Salta. De allí salió bajo fianza de no volver a la Provincia y en su tránsito por el Tucumán para ésta, entiendo que estuvo en buena comunicación con el señor Heredia. Todo esto no es extraño, que disgustase a Latorre, ni que alentase el partido de Alemán, y en tal posición los unitarios, que no duermen, y están como el lobo acechando los momentos de descuido o distracción, infiriendo al famoso estudiante López, que estuvo en el Pontón, han querido sin duda aprovecharse de los elementos que les proporcionaba este suceso para restablecer su imperio. Pero de cualquier modo que esto haya sucedido me parece injusta la indemnización de daños y perjuicios que solicita el señor Heredia. El mismo confiesa en sus notas oficiales a este Gobierno y al de Salta, que sus quejas se fundan en indicios y conjeturas, y no en hechos ciertos e intergiversibles, que alejen todo motivo de duda sobre la conducta hostil que le atribuye a Latorre. Siendo esto así, él no tiene por derecho de gentes más acción que a pedir explicaciones, y también garantías, pero de ninguna manera indemnizaciones. Los negocios de Estado a Estado no se pueden decidir por las leyes que rigen en un país para los asuntos entre particulares, cuyas Leyes han sido dictadas por circunstancias y razones que sólo tienen lugar en aquel Estado en donde deben ser observadas. A que se agrega que no es tan cierto, que por solo indicios y conjeturas, se condene a una persona a pagar indemnizaciones a favor de otra. Sobre todo debe tenerse presente que, aun cuando esta pretensión no sea repulsada por la justicia, lo es por la política. En primer lugar sería un germen de odio inextinguible, entre ambas Provincias, que más tarde o más temprano de un modo o de otro, podría traer grandes males a la República. En segundo, porque tal ejemplar abriría la puerta a la intriga y mala fe para que pudiesen fácilmente suscitar discordias entre los Pueblos, que sirviesen de pretexto para obligar a los unos a que sacrifiquen su fortuna en obsequio de los otros. A mi juicio, no desentiende de los cargos que le hace Latorre por la conducta que observó con Alemán cuando éste, según se queja el mismo Latorre, desde el Tucumán le hizo una revolución sacando los recursos de dicha provincia a ciencia y paciencia de Heredia, sobre lo que inculca en su proclama publicada en la Gaceta del jueves que habrá usted leído.
La justicia tiene ciertamente dos orejas, y es necesario para buscarla que desentrañe las cosas desde su primer origen. Y si llegase a probar de una manera evidente con hechos intergiversibles, que alguno de los dos contendientes ha traicionado abiertamente la causa Nacional de la Federación, yo en el caso de usted propendería a que dejase el puesto.
Considerando excusado extenderme sobre algunos otros puntos, porque según el relato que me hizo el señor Gobernador de ellos, están bien explicados en las instrucciones, pasarse al de la Constitución.
Me parece que al buscar usted la paz y orden desgraciadamente alterados, el argumento más fuerte, y la razón más poderosa que debe usted manifestar a esos señores Gobernadores y demás personas influyentes, en las oportunidades que se presenten aparentes, es el paso retrógrado que ha dado la Nación, alejando tristemente el suspirado día de la gran obra de la Constitución Nacional. ¿Ni que otra cosa importa, el estado en que hoy se encuentra toda la República? Usted y yo diferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares, para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la gran Carta Nacional. En este sentido ejercitamos nuestro patriotismo e influencia, no porque nos asistiere un positivo convencimiento de haber llegado la verdadera ocasión, sino porque estando en paz la República, y habiéndose generalizado la necesidad de la Constitución, creíamos que debíamos proceder como lo hicimos, para evitar mayores males. Los resultados lo dicen elocuentemente los hechos, los escándalos que se han sucedido, y el estado verdaderamente peligroso en que hoy se encuentra la República, cuyo cuadro lúgubre nos aleja toda esperanza de remedio.
Y después de todo esto, de lo que enseña y aconsejan la experiencia tocándose hasta con la luz de la evidencia, ¿habrá quien creerá que el remedio es precipitar la Constitución del Estado? Permítame usted hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos estado siempre acorde en tal elevado asunto, quiero depositar en su poder con sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña parte de lo mucho que me ocurre y que hay que decir.
Nadie, pues, más que usted y yo podrá estar persuadido de la necesidad de la organización de un Gobierno General, y de que es el único medio de darle ser, y respetabilidad a nuestra República. Pero ¿quién duda que éste debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita, primeramente bajo una forma regular y permanente, las partes que deben componerlo? ¿Quién forma un ejército ordenado con grupos de hombres, sin jefes, sin oficiales, sin disciplina, sin subordinación, y que no cesan un momento de acecharse y combatirse contra sí, envolviendo a los demás en sus desórdenes? ¿Quién forma un ser viviente, y robusto con miembros muertos y dilacerados, y enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser en complejo no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que haya de componer? Obsérvese que una muy clara y dolorosa experiencia nos ha hecho ver prácticamente que es absolutamente necesario entre nosotros el sistema federal, porque otras cosas, razones de sólido poder, carecemos totalmente de elementos para un Gobierno de verdad. Obsérvese que el haber predominado en el país una facción que se hacía la sorda al grito de esta necesidad ha destruido y aniquilado los medios y recursos que teníamos para proveer a ella porque ha irritado los ánimos, descarriando las opiniones, puesto en choque los intereses particulares, propagando la inmoralidad y la intriga y fraccionando en bandas de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más sagrado de todos, y el único que podría servir para restablecer los demás, cuales el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo. Trabajando primero en pequeño; y por fracciones para entablar después un sistema general que lo abrace todo.
Obsérvese que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados en sí mismos, porque conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder general con respecto al interior de la República, es casi ninguna, y su principal y casi toda la investidura, es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los estados confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras; por consiguiente si dentro de cada estado en particular, no hay elementos de poder para mantener el orden respectivo, la creación de un Gobierno General representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la República a cada desorden parcial que suceda, y hacer que el incendio de cualquier estado se derrame por todos los demás. Así es que la República de Norte América no ha admitido en la Confederación los nuevos pueblos y provincias que se han formado después de su independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí solos, y entre tanto, los ha mantenido sin representación en clase de estado; considerándolos como adyacentes de la República.
Después de esto en el estado de agitación en que están los pueblos contaminados todos de unitarios, de logistas, de aspirantes de agentes secretos de otras naciones y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda la Europa. ¿Qué esperanzas puede haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la Federación, primer paso que debe dar el Congreso Federativo? ¿En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos? ¿Quiénes, ni con qué fondos podrán costear la reunión y permanencia de ese Congreso, ni menos de la Administración General? ¿Con qué fondos van a contar para el pago de la deuda exterior nacional invertida en atenciones de toda la República, y cuyo cobro será lo primero que tendrá encima luego que se erija dicha administración? Fuera de que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el gobierno particular de cada provincia, ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir toda la República? ¿Habremos de entregar la Administración General a ignorantes, aspirantes, unitarios y a toda clase de bichos? ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombres para el Gobierno General que a don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su ministerio sino quitándole el cura a la Catedral, y haciendo venir de San Juan al doctor Lingotes para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo que un ciego de nacimiento entiende de astronomía? Finalmente, a vista del lastimoso cuadro que presenta la República, ¿cuál de los héroes de la Federación se atreverá a encargarse del Gobierno General? ¿Cuál de ellos podrá hacerse de un cuerpo de representantes y de ministros, federales todos, de quienes se prometa las luces y cooperación necesaria para presentarse con la debida dignidad, salir airoso del puesto, y no perder en él todo su crédito y reputación? Hay tanto que decir sobre este punto que para solo lo principal y más importante sería necesario un tomo que apenas se podría escribir en un mes.
El Congreso General debe ser convencional y no deliberante, debe ser para estipular las bases de la Unión Federal, y no para resolverlas por votación. Debe ser compuesto de Diputados pagados y expensados por sus respectivos pueblos, y sin esperanza de que uno supla el dinero a otros porque esto que Buenos Aires pudo hacer algún tiempo, le es en el día absolutamente imposible. Antes de hacerse la reunión, debe acordarse entre los Gobiernos, por unánime advenimiento, el lugar donde ha de ser y la formación del fondo común, que haya de sufragar a los gastos oficiales del Congreso, como son los de casa, muebles, alumbrado, secretarios, escribientes, porteros, ordenanzas y demás de oficina; gastos que son cuantiosos y mucho más de lo que se creen generalmente. En orden a las circunstancias del lugar de la reunión debe tenerse cuidado que ofrezca garantías de seguridad y respecto a los D.D. cualquiera que sea su manera de pensar y discurrir, que sea sano, hospitalario y cómodo porque los D.D. necesitan largo tiempo para expedirse. Todo esto es tan necesario cuanto que de lo contrario muchos sujetos de los que sería preciso que fuesen al Congreso se excusarán o renunciarán después de haber ido, y quedará reducido a un conjunto de imbéciles sin talento, sin saber, sin juicio y sin práctica en los negocios de Estado. Si se me preguntase dónde está hoy ese lugar, diré que no sé, y si alguno contestase que en Buenos Aires, yo diría que tal elección sería el anuncio cierto del desenlace más desgraciado y funesto a esta ciudad, y a toda la República. El tiempo, el tiempo sólo a la sombra de la paz, y de la tranquilidad de los pueblos, es el que puede proporcionarlo y señalarlo. Los D.D. deben ser federales a prueba, hombres de respeto, moderados circunspectos y de mucha prudencia y saber en los ramos de la Administración Pública, que conozcan bien a fondo el estado y circunstancia de nuestro país, considerándolo en su posición interior bajo todos los aspectos, y en la relativa a los demás estados vecinos, y a los de Europa con quienes está en comercio, porque hay grandes intereses y muy complicados que tratar y conciliar, y a la hora que vayan dos o tres diputados sin estas cualidades, todo se volverá un desorden, como ha sucedido siempre, esto es, si no se convierte en una Zanda de pillos, que viéndose colocados en aquella posición, y sin poder cosa alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo a beneficio suyo particular, como lo han hecho nuestros anteriores Congresos, concluyendo sus funciones con disolverse, llevando los D.D. por todas partes del chisme, la mentira, la patraña y dejando envuelto al país en un mare magnun de calamidades de que jamás pueda repararse.
Lo primero que debe tratarse en el Congreso no es, como algunos creen, de la erección del Gobierno General, ni del nombramiento del jefe supremo de la República. Esto es lo último de todo. Lo primero es donde ha de continuar sus secciones el Congreso, si allí donde está o en otra parte. Lo segundo es la Constitución General principiando por la organización que habrá de tener el Gobierno General, que explicará de cuántas personas se ha de componer ya en clase de Jefe Supremo, ya en clase de Ministros y cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e independencia de cada uno de los Estados Federales.
Cómo se ha de hacer la elección, y qué calidades han de concurrir en los elegibles; en dónde ha de residir este Gobierno, y qué fuerza de mar y tierra permanente en tiempo de paz es la que debe tener, para el orden, seguridad y respetabilidad de la República.
El punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad, y trascendencia por los celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la Corte o Capital de la República con las autoridades del Estado particular a que ella corresponde. Son estos inconvenientes de tanta gravedad que obligaron a los Norte Americanos a fundar la ciudad de Washington, hoy Capital de aquella república, que no pertenece a ninguno de los Estados confederados.
Después de convenida la organización que ha de tener un Gobierno, sus atribuciones, residencia y modo de erigirlo, debe tratarse de crear un fondo nacional permanente que sufraga a todos los gastos generales, ordinarios y extraordinarios, y el pago de la deuda nacional, bajo el supuesto que debe pagarse tanto la exterior como la interior, sean cuales fueren las causas justas o injustas que la hayan causado, sea cual fuere la administración que haya habido de la hacienda del Estado, porque el acreedor nada tiene que ver con esto, que debe ser una cuestión para después. A la formación de este fondo, lo mismo que con el continente de tropa para la organización de Ejército Nacional, debe contribuir cada Estado Federado en proporción a la población cuando ellos de común acuerdo no toman otro arbitrio que crean más aceptable a sus circunstancias; pues en orden a esto hay regla fija y todo depende de los convenios que hagan cuando no crean conveniente seguir la regla general, que arranca del número proporcionado de población. Los Norte Americanos convinieron en que formasen este fondo de derechos de Aduana sobre el comercio de ultramar, pero fue porque todos los Estados tenían puertos exteriores –no habría sido así en caso contrario, porque entonces unos serían los que pagasen y otros no-. A que se agrega que aquel país, por su situación topográfica, es en la principal y mayor parte marítimo como se ve a la distancia por su comercio activo, el número crecido de sus buques mercantes y de guerra construidos en la misma República, y como que esto era lo que más gastos causaba a la República en general, y lo que más llamaba su atención, por todas partes, pudo creerse que debía sostenerse con los ingresos de derechos que produjesen el Comercio de ultramar o con las Naciones extranjeras.
Al ventilar estos puntos, deben formar parte de ellos los negocios del Banco Nacional, y de nuestro papel moneda que todo él forma una parte de la deuda nacional a favor de Buenos Aires, deben entrar en cuenta nuestros fondos públicos y la deuda de Inglaterra, invertida en la guerra nacional con el Brasil, deben entrar los millones gastados en la reforma militar, los gastos en pagar la deuda reconocida que había hasta el año de ochocientos veinte y cuatro, procedente de la guerra de la independencia, y todos los demás gastos que ha hecho esta provincia con cargo de reintegro en varias ocasiones como ha sucedido para la reunión y conservación de varios congresos generales.
Después de establecidos estos puntos, y el modo como pueda cada estado federado crearse sus rentas particulares sin perjudicar los intereses generales de la República, después de todo esto, es cuando recién procederá al nombramiento del Jefe de la República y erección del Gobierno General. ¿Y puede nadie concebir que en el estado triste y lamentable en que se halla nuestro país pueda allanarse tanta dificultad, ni llegarse al fin de una empresa tan grande, tan ardua, y que en tiempos los más tranquilos y felices, contando con los hombres de más capacidad, prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años de asiduos trabajos? ¿Puede nadie que sepa lo que es el sistema federativo persuadirse que la creación de un gobierno general bajo esta forma atajará las disensiones domésticas de los pueblos? Esta persuasión o triste creencia de algunos hombres de buena fe es la que da anza a otros pérfidos y alevoso que no la tienen o que están alborotando los pueblos con el grito de Constitución para que jamás haya paz, ni tranquilidad, porque en el desorden es en lo que únicamente encuentran su modo de vivir. El Gobierno General en una República Federativa no une los Pueblos Federados, los representa unidos; no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás Naciones; él no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados ni decide las contiendas que se susciten entre sí. En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene provisto el modo cómo se ha de formar el tribunal que debe decidir. En una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno General, la desunión lo destruye, él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa, y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede esto sino convirtiendo en escombros toda la República. No habiendo, pues, hasta ahora entre nosotros, como no hay, unión y tranquilidad, menos mal es que no exista que sufrir los estragos de su disolución.
¿No vemos todas las dificultades invencibles que toca cada Provincia en particular para darse Constitución? ¿Y si no es posible vencer estas solas dificultades, será posible vencer no sólo éstas sino las que presenta la discordia de unas Provincias con otras, discordia que se mantiene como acallada y dormida mientras cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una tormenta general que resuena por todas partes con rayos y centellas desde que se llama a Congreso General?
Es necesario que ciertos hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto, envolverán la República en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras glorias, no debemos prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que dejado de serlo por haber llegado la verdadera oportunidad veamos indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la Nación. Si no pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo hagan “enora” buena, pero procurando hacer ver al público que no tenemos la menor parte en tamaños disparates, y si no lo impedimos es porque no nos es posible.
La máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no se les pueda hacer variar de resolución, es muy cierta; mas es para dirigirlos en su marcha, cuando ésta es a buen rumbo, pero con precipitación o mal dirigida: o para hacerles variar de rumbo sin violencia y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de llegar al punto de sus deseos. En esta parte llenamos nuestro deber, pero los sucesos posteriores han demostrado a la clara luz que entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los Pueblos los elementos de discordia, promoviendo y fomentando cada Gobierno por sí el espíritu de paz y tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las cuales sin bullas ni alborotos, se negocia amigablemente entre los Gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo y tener que formarnos del seno de la nada.
Adiós, compañero. El Cielo tenga piedad de nosotros, y dé a usted salud, acierto y felicidad en el desempeño de su comisión, y a los dos, y demás amigos, iguales goces, para defendernos, precavernos y salvar a nuestros compatriotas de tantos peligros como nos amenazan.
Juan Manuel de Rosas
Referencias
(1) Habiendo regresado Rosas de su expedición al desierto, se había instalado en su estancia El Pino, a tres leguas de Buenos Aires.
(2) El gobernador Alejandro Heredia, abogado, era leal partidario de Quiroga, quien le había colocado en ese cargo después del triunfo de La Ciudadela
(3) Estos detalles se deben a Máximo Terrero, quien se encontraba en la quinta de su padre, y a Antonino Reyes, oficial de la secretaría de Rosas.
(4) El doctor Ortiz, además de secretario de Quiroga, tenía conferido el grado militar de Coronel Mayor.
(5)Puede decirse, casi con seguridad, que Guillermo Reinafé no fue a la posta de Córdoba a recibir a Quiroga. Se entiende así, puesto que el empleado del Ministerio de Gobierno, Rafael Cabanillas (que debía atacar a Facundo al pasar por el Monte de San Pedro), recibía fondos e instrucciones secretas para Guillermo, que en ese momento se hallaba en Tulumba (cf. Enrique Martínez Paz, La formación histórica de la Provincia de Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba – segunda edición, 1983, p. 103). Los dos hermanos que asistieron a la posta fueron Francisco y José Antonio Reinafé. Este último le escribía a Rosas y daba a entender cierto enfado: “Que el señor Quiroga se arrimó a la casa de posta, anduvo en las calles de esta ciudad, mandó a su secretario a la del Administrador de Correos y no hizo la más pequeña indignación al Gobernador, quien en la casa de despacho lo aguardó hasta las once de la noche, a pesar de su enfermedad” (cf. C. H. Quesada, barranca yaco, Roldán, Buenos Aires, 1934, p.89).
Fuente
Archivo general de la Nación, Misión Quiroga – SalaV, Sección Farini, Legajo 20.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Zárate, Armando – Facundo Quiroga, Barranca Yaco, juicios y testimonios – Ed. Plus Ultra – Buenos Aires (1985).
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