Urquiza y la “ilustración”

Justo José de Urquiza (1801-1870)

El gobierno del general Rosas cayó por obra de los poderes –nacionales y extranjeros- que se habían coaligado para combatirle.  Correspondió parte principalísima, en este suceso, al Imperio del Brasil, cuya política, que tendía a la realización de “sus fines nacionales”, utilizó todos los medios que se hallaban a su alcance.  Un historiador extraño a nuestro medio, pero que ha hurgado con desinteresada vocación en los problemas del Río de la Plata, el mexicano Carlos Pereyra, no dejó de advertir: “El Brasil era antes de Rosas, como lo fue más tarde, el peligro mayor para la República Argentina.  Rosas combatió el peligro del Brasil y lo habría conjurado plenamente su victoria contra Urquiza en 1852, pero la derrota de Caseros dejó abierta una vía de penetración en el Río de la Plata, que “la despreocupación y la miopía de Mitre” pusieron francamente a disposición del Imperio.  Rosas no pudo, pues, resolver este problema capital, y “su caída fue precisamente un fracaso histórico para la República Argentina”. (1)

Tócale al general Justo José de Urquiza, favorecer las intenciones del Imperio, capitaneando a las fuerzas brasileñas, orientales y del litoral argentino, que tramaron el derrocamiento de Rosas.  La situación del país les fue ampliamente propicia, pues “Rosas, después de 25 años de gobierno –según apunta Ernesto Quesada-, deshizo el caudillaje, sofrenó los partidos, nacionalizó el país y cimentó el respeto de la autoridad central”. (2)  Le faltó a Rosas advertir que su propia obra, de paciente armonización, había superado a su personalidad autoritaria y exigía la estructuración orgánica del país, dentro de los principios federales, que habían sido la razón fundamental de todas sus luchas.  Las opiniones del general Rosas, sobre la materia,  constituyen modelos de sabiduría política y enfocan la realidad nacional que le tocó presidir durante buena parte de su gobierno.  Todavía en 1873, cuando le visitaron en Southampton, el doctor Vicente G. Quesada y su hijo Ernesto, Rosas adujo: “El reproche de no haber dado al país una constitución me pareció siempre fútil, porque no basta dictar un cuadernillo, cual decía Quiroga, para que se aplique y resuelvan todas las dificultades; es preciso antes preparar al pueblo para ello, creando hábitos de orden y de gobierno, porque una constitución no debe ser el producto de un iluso soñador, sino el reflejo exacto de la situación del país.  Nunca pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se quiere buscar en la vida práctica, sino en el gabinete de los doctrinarios; si tal constitución no responde a la vida real de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o decrete cualquier gobierno.  El grito de constitución, prescindiendo del estado del país, es una palabra hueca”. (3)  ¡Admirables conceptos!  Para emitirlos, el general Rosas evocaba, sin duda, a Rivadavia y sus epígonos, al general Lavalle, a los unitarios que habían combatido su política y a todos los escuadrones de la reacción que tuvo que enfrentar durante las etapas más dramáticas de su gobierno; pero él mismo tenía conciencia de que su energía había quebrado tales oposiciones, pues agregó: “Otorgar una constitución era asunto secundario: lo principal era preparar el país para ello -¡y esto es lo que creo haber hecho!”.

El general Urquiza supo aprovechar esa tarea gigantesca realizada por Rosas y se benefició de la cohesión nacional que revelaba el país en 1852.  Su obra, sin embargo, devino en “fracaso histórico” para la República, según la sutil observación de Carlos Pereyra.  Porque tuvo que ceder a fuerzas extrañas, “que buscaban su propio bien a expensas de nuestra desgracia”.  No se advierte, pues, la licitud con que se atribuye una lealtad y patriotismo, que él mismo había cuestionado en su contestación a Cuyás y Sampére, cuando, en 1850, le consultó éste sobre la posibilidad de que autorizara el paso por Entre Ríos de un ejército brasileño, destinado a atacar a Buenos Aires.  Su respuesta contenía este párrafo sugerente: “¿Cómo pues, cree el Brasil; cómo lo ha imaginado por un momento, que permanecería frío e impasible espectador a esa contienda en que se jugase nada menos que la suerte de nuestra nacionalidad o de sus más sagradas prerrogativas, sin traicionar mi patria, sin romper los indisolubles compromisos que a ella me unen y sin borrar con esa ignominiosa mancha mis antecedentes?”. (4)

No obstante tan dramáticas reflexiones, el general Urquiza firmó un tratado de alianza, con el imperio del Brasil y con Montevideo, capital de la Banda Oriental, el 29 de mayo de 1851, para derrocar en común al gobierno argentino.  Poco después, el 21 de noviembre, suscribió una nueva convención, contra el general Rosas, “cuya existencia se ha hecho incompatible con la paz, la seguridad y el bienestar de los Estados aliados”.  Por esta convención, Urquiza recibió ayuda militar y financiera, dentro de muy prolijas estipulaciones.  Así, por ejemplo, si llegara a fracasar la empresa de batir a Rosas, la deuda monetaria quedaría a cargo de las provincias de Entre Ríos y Corrientes, las que –dice el tratado- “hipotecan desde ya las rentas y los terrenos de propiedad pública de los referidos Estados”.

También se establecía que “los Gobiernos de Entre Ríos y Corrientes se comprometen a emplear toda su influencia cerca del Gobierno que se organice en la Confederación Argentina, “para que este acuerde y consienta en la libre navegación del Paraná y los demás afluentes del Río de la Plata”, cuya defensa, en su condición de patrimonio de la soberanía nacional, había valido al general Rosas y a su ministro Arana, el encono de las grandes potencias del universo.  El Restaurador había impuesto –a Inglaterra, primero; luego a Francia-, el reconocimiento pleno de nuestros derechos soberanos.  Muy pocos meses atrás, el gobierno de Rosas había incorporado a la Convención de Paz y Amistad con Francia, la cláusula siguiente: “El Gobierno de la República Francesa reconoce ser la navegación del río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina y sujeta solamente a sus leyes y reglamentos”.  (Art. VI de la Convención, del 31 de agosto de 1850).

El general Urquiza cumplió lo pactado; por ley del 7 de marzo de 1856, se determinó que “las embarcaciones argentinas y brasileñas, tanto mercantes como de guerra, podrán navegar los ríos Paraná, Uruguay y Paraguay en la parte que éstos pertenecen a la Confederación Argentina y al Brasil” (Artículo 14º), ampliándose así los tratados para la libre navegación de nuestros ríos, celebrados en 1853 con Francia, Inglaterra y los Estados Unidos.  La “clase ilustrada” condenó a dolorosa esterilidad, por este medio, los sacrificios patrióticos de la “muchedumbre ignorante”; que había defendido ahincadamente el patrimonio natural de las aguas nacionales, portadoras de una buena porción de nuestras riquezas y soberanía.

Una vez más aparece aquí, ante cuestiones concretas de la mayor importancia, la antigua pugna de las dos fuerzas históricas que luchan en nuestro medio: la oligarquía y el pueblo:  Para la “clase ilustrada”, el plan de libre navegación de los ríos se vincula a sus más caras preferencias, como una forma de demostrar espíritu liberal y tendencias avanzadas.  Sarmiento se jacta de haber sido uno “de los primeros publicistas argentinos que se ha consagrado a elucidar a fondo esta cuestión”, no obstante admitir que “los Estados Unidos no reconocen la libre navegación de sus ríos, ni estado alguno sudamericano la practica”. (5)  Alberdi –en las “Bases”- impone: “Firmad tratados perpetuos de libre navegación”, porque le repugna la idea de “hacerlos del dominio exclusivo de nuestras banderas indigentes y pobres”.  Convencido, como su correligionario Sarmiento, de que ni la doctrina internacional ni la experiencia de las otras naciones, abona su tesis, se apresura a prevenir: “Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no recordéis el Elba y el Missisipí”.  Los gauchos y la chusma, aferrados a un patriotismo incomprensible para los esforzados “civilizadores”, coincidían, en este caso, con la ley internacional, la que, a su vez, se adecuaba a sus aspiraciones de libertad.  Pero, la voz nueva, la voz demoledora  de la “ilustración”, vociferaba a todo evento: “…. Nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la del patriotismo” (6), ¡y así perdió la Patria el dominio de sus ríos interiores!

Referencias

(1) Carlos Pereyra – Rosas y Thiers – Biblioteca de la Juventud Hispano Americana; Editorial Americana – Madrid (1919).

(2) Ernesto Quesada – La Epoca de Rosas

(3) Ernesto Quesada – Una visita a Rosas en Southampton.  (Epílogo de la obra La Epoca de Rosas, ya citada).

(4 )Justo José de Urquiza – Carta a su agente confidencial, Antonio Cuyás y Sampére.  (20 de abril de 1850).

(5) Domingo Faustino Sarmiento – Campaña en el Ejército Grande.  (Edición “Grandes Escritores Argentinos”; W. M. Jackson, Inc. Buenos Aires, s/f).

(6) Juan Bautista Alberdi – Bases

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

García Mellid, Atilio – Montoneras y caudillos en la historia argentina – Eudeba – Buenos Aires (1974).

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