El 27 de setiembre de 1859, partió de Asunción a bordo del “Tacuarí”, acompañado por un séquito formado por el mayor José María Aguiar, el capitán Rómulo Yegros y los alféreces José Díaz y Pedro Duarte con la misión de mediar en el conflicto entre los gobiernos de Paraná y Buenos Aires. El acuerdo firmado el 11 de noviembre y que se conoce como el Pacto de San José de Flores establecía que Buenos Aires se declara integrante de la Confederación Argentina siendo la República del Paraguay el garante del cumplimiento del convenio solicitado tanto por el Excelentísimo Presidente de la Confederación Argentina como por el Excelentísimo Gobierno de Buenos Aires.
Terminada tan felizmente su misión diplomática, resolvió Solano López, regresar a su país. El día de su partida -29 de noviembre de 1859- el pueblo de Buenos Aires le preparó una grandiosa despedida. Desde su alojamiento hasta el puerto, las calles fueron adornadas con arcos triunfales, siendo profusamente embanderada la ciudad.
Cuando apareció el ministro paraguayo, se organizó una inmensa columna, que le acompañó entusiasmada, marchando a los sones de la admirable diana militar que Dalmiro Costa acababa d de dedicarle.
“Al subir a bordo del Tacuarí, el pueblo estalló en un viva clamoroso al Paraguay y al general Francisco Solano López, mientras la banda de músicos ejecutaba el himno nacional paraguayo y la plaza atronaba con una imponente salva de artillería.
Bajo tan gratas impresiones, la gallarda nave paraguaya levó anclas, contestando con otra salva de artillería, mientras en lo más alto de su mástil la bandera tricolor, acariciada por las brisas del Plata, parecía también agitarse en un gesto de cariñosa despedida…
Pero de aquí, que, dentro todavía de la rada de Buenos Aires, el Tacuarí fue víctima de un inaudito atropello de dos poderosos buques de guerra de Inglaterra.
Solano López había sido advertido anticipadamente de que las cañoneras inglesas Burzard y Grappler habían recibido orden de dar caza a su buque. Pero no quiso creerlo. Le pareció imposible que una vieja nación civilizada, con la que estábamos en paz, realizase un acto de piratería semejante. Pero pronto hubo de convencerse de su error.
Apenas se puso en movimiento el Tacuarí, los buques nombrados se dirigieron hacia él en actitud amenazadora. Y cuando, en vista de esto, desprendió un bote para enviar un mensajero a averiguar lo que aquella actitud significaba, dos disparos de cañón se encargaron de decir cuál era la intención de los ingleses.
“El general López ordenó entonces –dice un testigo- que la tripulación y la artillería del Tacuarí se aprestaran para responder y resistir a la agresión. Los artilleros corrieron a sus puestos, cargaron los cañones y prepararon las mechas. La tripulación y todo el personal de la Legación se aprestaron al combate.
López se manifestaba resuelto a sepultarse con el Tacuarí en el fondo del Río de la Plata antes que consentir una ofensa tan gratuita a la bandera paraguaya. Su conducta posterior, de 1864 a 1870, es la prueba convincente de que era capaz de poner en práctica semejante resolución.
El Tacuarí era el vapor más veloz del Río de la Plata, pero su comandante, el capitán Morice, era inglés, como ingleses eran también todos los ingenieros y maquinistas del buque; de suerte que, en vista de la disposición enérgica de López, se le acercó a manifestarle la gravedad de la situación en que personalmente se encontraba, en su calidad de súbdito inglés y comandante de un buque extranjero que se preparaba a hacer fuego, sobre naves que llevaban la bandera de su nación…. Recordándole que tenía familia e hijos en Londres y cuál era el delito en que incurriría y la pena a que se haría acreedor”.
Ante esta actitud del capitán Morice, al que acompañaban todos sus compatriotas, hubo que retroceder, regresando al Puerto de Buenos Aires, donde un público asombrado presenciaba los incidentes de aquel atropello a la soberanía argentina, vale decir, a los principios más sagrados del derecho de gentes.
López denunció todo lo sucedido al Gobierno de Buenos Aires, formulando su protesta en notas llenas de elocuencia y de indignación, dirigiéndose después por tierra hasta Paraná, donde tomó el Jejuí, buque de la armada paraguaya, prosiguiendo sin molestias su viaje hasta Asunción.
¿Cuál fue el origen de aquella insólita agresión? La historia es esta: En 1858 fue recibido por Carlos Antonio López el representante inglés W. D. Christie, quien en aquella ocasión hizo una pública apología del gobierno de Paraguay.
“Hace cinco años –decía- que vuestra excelencia ha inaugurado sabiamente un nuevo sistema en el Paraguay, celebrando tratados de amistad, comercio y navegación con la Gran Bretaña y otras naciones… Desarrollando el comercio de vuestro país y favoreciendo el tráfico con los demás pueblos, ayudáis a realizar los designios de la providencia…etc. etc…”
Y agregaba: “La Soberana de una antigua nación, sentada en un sólido Trono, y en cuyos vastos dominios jamás se oculta el sol, envía un nuevo mensaje, de cortesía y afecto, a vuestra joven, lejana, naciente e interesante nación… Desde el otro lado del grande Atlántico y por el largo trayecto de vuestro majestuoso río, la Reina Victoria os tiende, señor, una mano amiga y os invita a dotar a vuestro país de un beneficio duradero y a elevar un monumento a vuestra propia fama, asegurando de un modo permanente en el Paraguay la amistad de la Gran Bretaña y la libertad del comercio con el mundo entero”.
Pues bien, este plenipotenciario, tan dado a la retórica, era un hombre irascible, orgulloso y descomedido, acostumbrado a tratar como a seres inferiores a los americanos.
Más adelante había de imponer a Pedro II humillaciones crueles, que pondrían en peligro su Corona.
Pero en el Paraguay se estrelló contra la altivez irreductible de sus gobernantes, retirándose disgustado de Asunción por no haber podido finiquitar un Tratado en veinte días y no haber conseguido entenderse directamente con el Presidente de la República, pasando por encima del ministro de Relaciones Exteriores.
Desde entonces guardó un profundo odio al gobierno paraguayo, esperando una ocasión para vengarse. Y esa ocasión no tardó en presentarse.
El 18 de febrero de 1859 se descubrió una conspiración contra la vida del Presidente López, en la que resultó complicado un tal Santiago Canstatt. Este señor había llegado en 1852 al Paraguay, presentando un pasaporte expedido en la República Oriental, en el que se le declaraba ciudadano uruguayo. Una vez preso se dijo súbdito inglés, pidiendo garantías al cónsul de la Gran Bretaña, Mr. Henderson. Y éste, no sólo exigió su libertad, pidió al mismo tiempo una reparación.
El gobierno paraguayo no aceptó las gestiones del agente consular, prefiriendo tratar directamente con el gobierno inglés o con un representante diplomático. Henderson, mortificado por la actitud de la cancillería paraguaya, se dirigió en queja a su Gobierno, refiriendo las cosas a su manera. Y el 1º de agosto pidió, con toda soberbia, la inmediata libertad de Canstatt y una completa satisfacción a Su Majestad Británica por la falta de respeto a las pretensiones de su cónsul.
El gobierno paraguayo contestó a esta descomedida comunicación, poniendo las cosas en su lugar. Y, entretanto, los conspiradores eran juzgados por la justicia ordinaria. Cinco de ellos, incluyendo a Canstatt, fueron condenados a muerte, y los otros a cuatro años de prisión.
El presidente López tuvo la magnanimidad de indultar a once de los sentenciados, siendo uno de ellos el supuesto súbdito inglés. Sólo dos de los reos más comprometidos fueron fusilados. Pero con esto no terminó el conflicto con Inglaterra. Estaban de por medio las satisfacciones exigidas y la mala voluntad de Christie.
Y así fue que éste, cuando Solano López anunció su regreso de Buenos Aires en el Tacuarí, ordenó al almirante Lushington, jefe de la escuadra inglesa del Río de la Plata, que se apoderara de su nave y de la persona de su representante, para castigar al Paraguay.
Felizmente, no se realizaron los buenos deseos del despechado diplomático, y, a la postre, después de tres años de litigio, otro ministro inglés, Mr. Thorton, firmó un Tratado con el gobierno paraguayo, reconociendo que la razón estaba de parte de éste país.
Pero, sin dejar de reconocer los inteligentes esfuerzos de este distinguido publicista, no es posible negar la intervención directa que tuvo en sus gestiones Solano López, ya que así lo declara él mismo en la Memoria que elevó al gobierno paraguayo.
Antes de seguir adelante, hay que dejar constancia de que la cuestión de límites no había podido ser solucionada, en presencia de las pretensiones inaceptables del Brasil y de la Argentina.
La cancillería paraguaya, asesorada por Solano López, que había llegado a dominar los antecedentes históricos del pleito tres veces secular, defendió con firmeza sus derechos, desbaratando todas las maniobras de sus vecinos. Y en 1856, siendo ya imposible llegar a un acuerdo e inminente un rompimiento, se convino en aplazar por seis años la cuestión.
Aquello, visiblemente, no era sino una tregua, durante la cual unos y otros acumularían esos argumentos decisivos a que los pueblos apelan cuando ha fracasado el derecho o la ambición no ha sido satisfecha. Ni la Argentina ni el Brasil estaban en condiciones de imponer al Paraguay aisladamente su voluntad, siendo por entonces imposible una política conjunta.
Precisamente seis años después las cosas cambiaron por completo, volviendo a encontrarse en el mismo plano, unos al lado del otro, navegando en las mismas aguas, los que un día cruzaron sus espadas en Ituzaingó, y, a pesar de Caseros, se odiaban y se odian con una invariable cordialidad. Para Paraguay fueron esos años de tregua años de colosal prosperidad.
Todos los elementos de progreso allegados por Solano López en su misión en Europa dieron un espléndido rendimiento, acrecentando el progreso, el bienestar y la cultura del Paraguay.
Mientras un artista de la talla de Alejandro Ravizza trazaba los planos del teatro, del oratorio, del palacio y de los otros admirables monumentos construidos bajo su dirección, los astilleros botaban al agua amplias y cómodas naves; las fundiciones de hierro preparaban armamentos y daban a la industria, a la agricultura y a la vida doméstica los útiles indispensables para desenvolverse. En la ciudad y en la campaña se notaba una inmensa actividad. El trabajo era la ley de la vida para todos los paraguayos. Y el Gobierno, por su parte, no descansaba un momento, pagando pingües sueldos a los profesionales extranjeros que educaban a nuestra juventud y explotaban nuestras riquezas.
Las últimas conquistas de la civilización –el ferrocarril y el telégrafo- eran incorporadas a la vida de los paraguayos, mientras sus buques cruzaban los mares cargados de sus productos.
Y, entretanto, innumerables estudiantes llenaban las academias europeas, preparándose para realizar la total transformación del Paraguay.
Tal fue el grandioso espectáculo que vio en sus últimos días Carlos Antonio López. Orgulloso de su obra, lleno de fe en el continuador de su labor patriótica, hubiera muerto tranquilo si las ambiciones del Brasil no hubieran proyectado sobre su espíritu esclarecido las sombras de una duda torturante.
¡Y fue aquella duda la postrer amargura de su vida al despedirse de su pueblo para entrar en los dominios de la historia!
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
O’Leary, Juan E. – El mariscal Solano López – Asunción (1970)
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