Luego de participar en la Guerra del Brasil, Lavalle le encarga la organización de un ejército que luchará contra los caudillos. Allí es cuando Paz decide tomar partido por los unitarios. El General Paz pone en marcha su campaña contra los caudillos y elige primeramente a Córdoba, batiendo a Bustos en la Batalla de San Roque el 22 de abril de 1829. Asume como gobernador, pero entonces Bustos y Facundo Quiroga, son derrotados en la Batalla de La Tablada el 23 de junio de 1829. Facundo Quiroga regresa nuevamente al año siguiente y otra vez es vencido en la Batalla de Oncativo. Para agosto de este año nueve de las catorce provincias argentinas de entonces están bajo el gobierno del General Paz, gobierno unitario que paradójicamente tenía ahora como principal enemigo al gobierno de Buenos Aires declarado federal.
En 1831 se firma el Pacto Federal entre los ejércitos de Buenos Aires y Santa Fe, que se unen para invadir Córdoba. Paz intenta adelantarse a los hechos para vencer primeramente a Estanislao López, pero sorpresivamente, el 10 de mayo de 1831, cae prisionero de las fuerzas federales cordobesas gracias a la afortunada “boleada” de uno de los gauchos de López, Francisco Cevallos.
En efecto, el General Paz resolvió sorprender al Gobierno de Santa Fe y se movió en dirección al enemigo. En un lugar por entonces denominado La Lagunita, distante ocho leguas de Santa Rosa, se origina un tiroteo. Era la avanzada de Reinafé (federal) que se batía con sus enemigos en las proximidades de El Tío (Córdoba). Al escuchar los tiros, el General Paz quiso saber qué estaba pasando, se aproximó al lugar de combate, seguro que allí habría soldados de su propia tropa.
Se desplazó acompañado por un ayudante, un ordenanza y un vaqueano. Cuando caían las últimas luces del día se vieron rodeados por un grupo de hombres con la divisa blanca y Paz creyó en todo momento que eran hombres de sus tropas y avanzó hacia ellos, pero era una trampa.
Sorpresivamente, Paz dio media vuelta a su caballo y se dirigió al galope hacia su propio ejército. Al mismo tiempo, un certero tiro de bolas a las patas del caballo termina por dar por tierra con el jinete, el que se rinde al verse rodeado.
El, tan estratega a la europea –al decir de Alejandro Lamothe- cayó ante la picardía del soldado Zevallos que le boleó el caballo. Por entonces en las postas y pulperías se escuchaba:
Viva ese soldado Zeballos
que al manco lo sujetó
con un buen tiro de bolas
contra la tierra lo dio.
Viva ese gaucho Zeballos
que al manco aprisionó,
con un buen tiro de bolas
a su caballo bolió.
Y también:
¿A dónde está el Protector?,
un curioso ha preguntado
y otro curioso responde,
tiempos há que lo han boleado.
Cielito, cielo que sí,
cielito del palomar:
la mejor ocupación
es aprender a bolear.
Para bolear unitarios,
estamos ya preparados.
Porque son unos baguales
y como tales boleados.
Cielito, cielo que no,
cielito de andar, andar:
es mejor que se sostenguen,
y que dejen de pintar.
Bien pueden desengañarse
de su impotencia tenaz,
si no quieren ser boleados
como su caudillo Paz.
Cielito, cielo, cielito,
cielito de la ribera:
¿Dónde diablos estarán
La Madrid y Pedernera?
¿Estarán en los infiernos,
o andarán como baguales,
metidos entre los montes,
o entre algunos carrizales?
Allá va cielo y más cielo,
cielito de los limones:
¿Qué julepe no tendrán
estos pícaros bribones?
Con la plata que han robado
mil cuentas irán haciendo,
mientras está el Protector
triste, lloroso y gimiendo.
Cielito, cielo que sí,
cielito del ladronicio,
en hablando de ladrones,
no hay en ellos desperdicio.
Basta decir unitario
para saber que es ladrón,
y por eso es que se empeñan
en sostener su opinión.
Allá va cielo y más cielo,
cielito del unitario,
son capaces de robar
a la Virgen, el Rosario.
Están ya tan conocidos
en la ciencia de robar
que no hay entre ellos ninguno
que no tenga habilidad.
Cielito, cielo, cielito,
cielito de la conquista:
¿Hasta cuándo estos tunantes,
quieren enredar la lista?.
En tantas se han de meter,
que al cabo la han de pagar,
y en un cerrar y abrir de ojos
a alguno lo han de bolear.
Cielito, cielo que sí,
cielito del andaluz,
puede ser que no les valga
el correr como avestruz.
¿Pensará el guacho Madrid,
que llegando a Tucumán,
comerá por superior,
sólo por hijo de…Adán?
Cielito, cielo que no,
cielito del pensamiento;
puede ser que vaya alegre
y que salga descontento.
Sus paisanos lo conocen,
y saben que es un bribón,
que siempre tiene a su patria
en continua agitación.
Allá va cielo y más cielo,
cielito por despedida:
como llegue a pestañar
ha de pagar con su vida.
Y marchó preso a Santa Fe, convirtiéndose en el preso más ilustre. El 15 de mayo de 1831, a las cuatro de la tarde -el Manco de Oncativo y La Tablada- ingresó a la prisión de la Aduana.
En la Aduana su habitación era la tercera ventana del segundo piso, su vida en prisión fue relatada por el mismo en sus Memorias Póstumas.
En 1834, un seis de abril, llega a Santa Fe su madre doña Tiburcia Haedo de Paz, acompañada por su sobrina Margarita Esther Waild. Ya existía un romance entre tío y sobrina, desde la época en que era Gobernador de Córdoba. Ambas se instalaron en Santa Fe y visitaban regularmente a Paz en la prisión.
En agosto de ese año, Paz le propone matrimonio a Margarita decidiéndose a escapar cuando se presentase la oportunidad.
Se casaron el 31 de marzo de 1835. Cuando López se anotició del casamiento ya celebrado, ordenó que se acondicionara la prisión de Paz para que pudiera vivir con Margarita en las instalaciones de la Aduana.
Paz estuvo preso en la Aduana de Santa Fe desde el 15 de mayo de 1831 hasta el 6 de septiembre de 1835, fecha en que fue trasladado a Luján donde prosiguió su cautiverio. En tránsito a esta última ciudad, el carruaje que lo conducía como prisionero hizo un alto en la Hacienda de Figueroa. El propio Paz en sus Memorias da cuenta de este suceso:
“Esa tarde llegamos a casa de un Figueroa, gran amigo de Rosas, según supe después, e inmediatamente me alojaron en una pieza aislada, donde se colocaron centinelas dobles, y se tomaron todas las precauciones. Ramírez entraba a cada momento en mi alojamiento, que fue también el suyo, y viendo llegar una carreta con mujeres, me dijo que esa noche había baile en la casa, pero eso, ¿con qué motivo particular? Creo que el verdadero fue mi venida, y el deseo innoble de mortificarme. Al estar cenando vinieron a cantar a la puerta una canción de esas que acostumbran, en que no se respira sino sangre y carnicería; al concluir dieron las vivas y mueras de regla, lo que tomé y tengo hasta ahora por un verdadero insulto, que quiso hacérseme. Ramírez se disculpó como pudo y al día siguiente continuamos….”
Juan Manuel de Rosas ordena a las autoridades del Cabildo de Luján que le guarden consideración; le manda libros, como él lo ha pedido; le acuerda el grado de General de la Provincia de Buenos Aires, y le paga su sueldo íntegro, inclusive sus sueldos atrasados. Rosas, lógicamente, ha debido fusilar a Paz, así como Lavalle fusiló a Dorrego. Es la ley de los tiempos. Pero “el monstruo” no lo fusila y lo trata con la mayor humanidad y hasta con excepcional consideración. Parece que obra por agradecimiento: Paz, en 1829, impidió que su padre fuera detenido y desterrado.
Luego de algo más de tres años de reclusión en Luján, provincia de Buenos Aires, en 1839, el general Paz fue liberado y enviado a Buenos Aires, con “la ciudad por cárcel”. Por primera vez, él y Margarita Weild tuvieron privacidad, pudieron pasear, asistir a reuniones, hacer amistades. A él le devolvieron el sueldo de general y le pagaron lo adeudado. Sin embargo siempre anidaba en él la idea de la fuga.
Dice el general José María Paz en sus Memorias:
“Serían las dos de la tarde y estaba yo en la pieza que me servía de escritorio conversando con D. Joaquín Achával y haciendo tristes reflexiones, cuando entró don Antonio Urtubey, empleado en el Tesoro y antiguo conocido mío, dándome mil enhorabuenas. Mi sorpresa fue extrema, porque creí que algo tenía de insultante felicitarme por un suceso que en su concepto no debía agradarme; mi recepción no fue placentera, antes al contrario, algo dije para significarle mi disgusto, con peligro de que me reprochase mi unitarismo; más no fue así, pues muy atentamente me dijo que el motivo de su felicitación no era la derrota de Castelli (1), sino el llamamiento que me había hecho el Gobierno a la Plana Mayor activa, en que me había mandado inscribir en mi clase de General. Le expresé en contestación mi perfecta incredulidad, porque no tenía el más remoto antecedente; pero él insistió asegurando que acababa de registrarse en la oficina a que pertenecía la orden al efecto.
“Este fue el primer antecedente que tuve de que había cesado la clase de prisionero en que hasta entonces me había conservado, y no fue sino hasta el otro día que una nota del Jefe interino de la Inspección, don Castro Cáceres, vino a hacerme saber oficialmente la nueva resolución del Gobierno.
“Fue ella un golpe que me causó el más grande disgusto. ¿Cómo podía desmentir la mayor parte de mi vida pública inscribiéndome en el número de mis enemigos políticos y prestando servicios a una causa que había combatido sin cesar y que había combatido como general en jefe? ¿Cómo podía hacerlo sin condenar todos mis actos anteriores? ¿Cómo podía subsanar una inconsecuencia tan remarcable? Ese día, ese mismo día, es el que tuve el primer pensamiento de mi evasión, en términos que si hubiera podido efectuarla antes de contestar la nota de la Inspección, lo hago sin trepidar. Tanteé los medios y, desgraciadamente, no se me ofreció ninguno. No había que dudar; una resistencia mía era una sentencia de muerte, y me fue forzoso aceptar tan penosa distinción. Entonces escribí una carta a Rosas, en que, agradeciendo muy templadamente su acuerdo, le significaba esperar que no se me exigirán esas pruebas de adhesión, es decir, esas bajezas chocantes con que tanto sus militares como sus otros adeptos procuraban sobrepasarse…..”
“…En el entretanto hice dos visitas más a Manuelita Rosas, una con motivo de mi nombramiento de general y otra con no sé que felicitación o quizá pésame que ocurrió; la última vez fui acompañado del general Heredia, y fue visible la frialdad de la hija del Gobernador. Se aproximaba la crisis y era indispensable una resolución decisiva.
“La tomé, pero teniendo que luchar con la resistencia de mi esposa, que veía en ella los mayores peligros. Cuando le hacía mis reflexiones, cuando le mostraba hasta la evidencia que el riesgo estaba en aguardar, convenía casi forzada por la fuerza de mis razones; pero, luego que su imaginación se fijaba en los azares de la empresa, en la separación que iba a seguirse, en la dificultad de reunirnos, recaía con fuerza en su negativa. Sin embargo, al fin logré persuadirla y di los pasos necesarios para mi salida clandestina, quedando todo arreglado para la primera noche favorable que hubiese; algunas noches antes debíamos saberlo, mediante un mensaje convenido que traería mi criado, cuyo significado ignoraba él mismo.
“En ese momento abandonó el valor a Margarita, y casi poseída de acceso de desesperación, me conjuraba llorando a que no me fuese…” “…se convenció al cabo, y por única respuesta se levantó del sofá en que se había tirado desesperada, para hacer los preparativos necesarios.
“Las únicas personas que sabían mi proyecto eran Margarita, su madre y hermana mía Rosario, el doctor José Barros Pazos, que debía ser mi compañero de fuga, su madre, que había sido el principal agente para entenderse con el señor Atkinson, y éste, que había diligenciado la embarcación, etc.
“El doctor Barros hacía meses que estaba oculto en casa de su madre, en donde había hecho construir una especie de subterráneo; para verme con él, usábamos de las mayores precauciones. Como él no salía, no sabía la casa que debía recibirnos entes de embarcarnos, y por cuyos fondos había de hacerse la operación; yo había sido impuesto de ella.
“Para servirle de guía había de pasar a las ocho de la noche en punto por su casa, y muy disfrazado, seguirme sin reunírseme, ni dar indicios que estábamos en inteligencia. En esta forma habíamos de andar una parte de la población, hasta llegar a la casa consabida, cuya puerta se nos abriría mediante una seña convenida.
“Todo se hizo así; más al llegar a la casa desde donde debíamos ir al embarque, a pesar de que la calle era sumamente lóbrega y solitaria, vimos un hombre parado en la vereda, frente a frente de la puerta donde íbamos a entrar. Yo no trepidé, me acerqué, hice la seña, la puerta se abrió y entré; pero el doctor Barros, que venía un poco más atrás, con gran asombro mío, siguió de largo, se cerró la puerta y quedé yo solo en un gran patio, con el portero, que era un extranjero que casi no poseía nuestro idioma; le signifiqué que éramos atisbados por un hombre apostado en la calle, y no me contestó; luego supe que aquel hombre era un centinela perteneciente a la casa misma.
“Mi primera persuasión, al ver lo que había practicado el doctor Barros, fue que no quería evadirse, y que se volvería a su casa; luego me vino la idea de que la presencia de aquel hombre que nos atisbaba fuese de mal agüero, en cuyo caso yo había hecho muy mal en penetrar en la casa; más antes de un cuarto de hora que pasé en estas crueles dudas la puerta vuelve a abrirse y entra el mismo doctor Barros, pero su venida fue para ponerme en los más duros conflictos.
“Cuando llegó a mí, luego que me reconoció en la oscuridad del patio, me dijo: “Estamos perdido, hemos sido descubiertos y no tardarán en venir a arrestarnos o matarnos. Señor General – me repetía-, no haga usted uso de sus armas, porque cualquier resistencia no hará sino agravar nuestra causa; además que toda resistencia es inútil”. A esta sazón se había presentado un hombre que al parecer era el principal de la casa o el que dirigía la empresa; a éste se dirigió el doctor Barros para decirle: “Ocúpese usted solamente de un hombre, que es el señor, -señalándome a mí- trate usted de salvarlo; todos los demás importamos poquísima cosa”. Después de esta corta arenga, dejaba al pobre hombre para emprenderme otra vez a mí, repitiéndome lo mismo que antes: “Señor General, toda resistencia es inútil, etc.”. A ambos nos repitió estas mismas cosas por muchas veces, en términos que hubo de aturdirnos.
“Al fin pude conseguir que se explicase algo más, y he aquí el fundamento de sus terrores: Cuando llegué y entré en la casa, él no quiso hacerlo, sea por probar cómo le iba al primero que se lanzaba en ella, sea porque el hombre que estaba enfrente le dio serios cuidados. Siguió, pues, calle abajo, como hemos visto, y luego torció a la derecha, y rodeando la manzana volvió al punto en donde se había separado de mí, y por esta vez se atrevió a penetrar en la casa misteriosa. En la vuelta que acababa de dar había tenido que pasar por el cuartel de la Residencia, en donde sintió gran movimiento y notó que la guardia tomaba las armas, y aun creo que vio salir alguna patrulla; de aquí, pues sino de una delación consiguiente, por la cual íbamos a ser rodeados de tropa, en cuyo poder no tardaríamos en caer.
“Cuando supe esto me tranquilicé y le hice observar en pocas palabras que siendo la hora de retreta no era extraño que la tropa formase para pasar lista, que la guardia tomase las armas, y aun que saliesen patrullas. A pesar de mis reflexiones, él insistía y nada bastaba a convencerlo; felizmente se hizo la seña para partir, y tuvimos que movernos hacia el fondo de la casa, en donde había una puerta que daba a la playa.
“Entonces fue que supe, porque los vi salir de una sala que daba a un gran patio, que éramos buena porción de compañeros, que ni ellos sabían de mi ni yo de ellos, y que tampoco por entonces nos conocíamos. Nos dirigimos rápidamente al punto del embarcadero y, metiéndonos en el agua hasta el pecho, llegamos a una ballenera que nos esperaba. Aquel era el paraje más peligroso (2); pero si se exceptúa la excesiva fatiga para hacerlo por entre el fango y con el agua hasta el pecho, no hubo otra novedad. Luego que estuvieron dentro se izó la vela y se movió lentamente nuestra embarcación para alejarnos de la costa.
“Al principio todos nos ocupábamos silenciosamente de mudarnos la ropa mojada, pues cada uno había llevado su atadijo con la precisa al efecto; mas luego de hecha esta operación y que nos habíamos alejado unas buenas cuadras de la costa, nuestra gente se fue poniendo más comunicativa. Nadie, sino el doctor Barros, sabía que yo era uno de los prófugos, y, aunque le había encargado que no lo dijese, pues no había necesidad, él no pudo resistir y lo contó a alguno, que lo refirió al oído de otro, hasta que se generalizó; más reservado había querido ser antes el doctor Barros, en este mismo sentido, pero ahora habían variado las circunstancias; luego me explicaré.
“La primera moción que hizo alguno de los compañeros fue que las divisa punzó que aún llevábamos y los lutos federales de los sombreros fuesen luego quitados y arrojados al agua; fue unánimemente apoyada y resuelta la afirmativa sin discusión, y por aclamación se hizo inmediatamente. Otro se avanzó a proponer entonces que hiciésemos una salva descargando las pistolas que llevábamos algunos, a lo que fue preciso oponerse, porque navegando aún por las balizas interiores y bien cerca de la costa llamaríamos la atención de algún lanchón del Gobierno que podría andar de ronda, y apoderarse del nuestro, razón por la cual fue desechada; más como se insistiese en celebrar de algún modo nuestra libertad, propuso otro que se entonase a grandes voces la canción nacional, a lo que también me opuse por la misa razón.
“Sin embargo las cabezas estaban exaltadas y unos botellones de ginebra, que no se cómo aparecieron, concurrieron a avivar la alegría que había sucedido al susto de poco antes. Era difícil contener en los límites de una tal cual disciplina a aquellos jóvenes que formaban el número de catorce pasajeros, que, aunque eran de buena educación y sentimientos, querían dar una gran expansión al gozo de verse salvos, o, como decían, respirar el aire de la libertad. Los pareceres que se emitían era varios, y a veces contradictorios, en términos que el patrón de la lancha en medio de esta algarabía y quizá auxiliado por los botellones perdió enteramente la cabeza y la embarcación quedó sin dirección.
“La lancha venía a disposición de los pasajeros, de modo que podíamos dirigirnos a los buques bloqueadores, o en derechura a la Banda Oriental del río. Esto fue lo que preferí y a que se prestaron todos, porque sentía repugnancia al tener que huir de mi país, ir a asilarme bajo la bandera que lo hostilizaba. Esto convenía también al patrón del lanchón, porque llevando alguna carga de galleta, le ofrecía utilidad su venta en las costas vecinas. En consecuencia, pues, fue que se le dio orden de dirigirse a la Colonia en derechura.
“Habríamos andado más de una hora con rumbo vario, por las vacilaciones del patrón, cuando repentinamente vimos un palo que todos creíamos ser de algún otro lanchón que navegaba con recato. La sorpresa y el susto vino a helar los ánimos y la algarabía y habladero se convirtieron en un sepulcral silencio. Entonces ya era conocido de todos, y pude hacerme oír para decirles que era necesario guardar algún orden y no perturbar al patrón. Luego se conoció que el palo que veíamos era de la fragata “25 de Mayo”, que se perdió años antes y que habiéndose ido a pique conservaba parte de la arboladura fuera del agua. Entonces conocimos que el patrón estaba incapaz de guiarnos a la Colonia y, como medida más expeditiva, se le dio orden de conducirnos a los buques bloqueadores.
“ya se comprenderá que el patrón nos había llevado en una dirección errada, pues en vez de hacer rumbo al este lo había verificado al norte; ya se recordará que la “25 de Mayo” quedaba casi frente a la Recoleta, y entre ella y la costa es que nos hallábamos. Se hizo virar la embarcación para tomar la nueva dirección, pero sin conseguirse del todo que dejasen de importunar al patrón y acabarlo de desorientar.
“Después de media hora o tres cuartos después de haber rodeado los palos del buque perdido, nos apercibimos que estábamos otra vez frente a la Alameda (3), cuya iluminación veíamos de cerca, y no sólo fue un motivo de alarma sino hasta de desconfianza; fue preciso que representase decididamente a aquellos atolondrados la urgencia de dar la dirección a uno y no interrumpirlo en sus funciones. El patrón no merecía ya confianza, pero afortunadamente entre los escapados venía don Antonio Somellera, antiguo oficial de marina, a quien conferimos el mando, que aceptó con buena voluntad, y desde entonces se regularizó el servicio e hicimos nuestro viaje sin inconvenientes. Sería media noche cuando atracamos al costado de la corbeta “Alcemene” que, juntamente con la “Triunfante” formaban el bloqueo. El capitán reposaba y sólo nos recibió el oficial de guardia, quien nos destinó al entrepuente y nos dio una vela que extendimos para que nos sirviese de cama común.
“Aún entonces deseaba pasar inapercibido y hubiera querido que, sin conocerse mi clase, me hubiesen dejado pasar a la costa oriental; por esa noche fue así, mas al otro día fue imposible. A la madrugada recuerdo que me recordó el señor Sebastián, que era uno de los compañeros de viaje, trayéndome café en un jarro de lata del que se servía a los marineros; lo acepté con el mejor apetito, porque después de la mojadura y l afatiga de la noche antes bien lo necesitaba.
“Cuando hubo amanecido me invitó el capitán a pasar a la cámara, donde me recibió con la mayor atención, dándome las más corteses excusas por el mal alojamiento de la noche antes. Se sirvió el almuerzo en la cámara del capitán, a que asistió el capitán de la “Triunfante” y yo; mis otros compañeros almorzaron en el cuadro de oficiales.
“La conversación con el capitán fue de poco interés, y yo manifesté mi deseo se seguir inmediatamente a la Colonia; todos mis compañeros quisieron lo mismo; sería poco antes de mediodía cuando estaban listos dos botes que debían conducirnos. Se dejó a mi elección señalar los que hubiesen de ir en el que yo había de ocupar y preferí, como menos bulliciosos, a mi amigo el doctor Barros, a don Antonio Somellera y a dos jóvenes hermanos Romero, hijos de un antiguo capitalista de Buenos Aires. En el otro bote se embarcaron el señor Sebastián, un Pirán, un joven Cantilo, dos Mamierca, padre e hijo, con otros que no recuerdo, hasta completar el número de nueve, que conmigo y los otros que me acompañaban éramos los catorce escapados.
“Por mucho que se remó, como hubiese flaqueado el viento, nos tomó la noche antes de llegar a la costa oriental y tuvimos que fondear y pasarla con la mayor incomodidad; con la oscuridad perdimos de vista el otro bote y ni aún en la mañana del 5 (4) pudimos percibirlo; más feliz que nosotros, nos precedió y llegó a la Colonia dos horas antes que el nuestro. Entre diez y once del día arribamos a dicho puerto…..” “….Entre varias señoras que estaban en el muelle, se encontraba mi hermana política, doña Juana Ocampo de Paz, a quien luego tuve el gusto de saludar. Me dirigí con ella a su casa, donde me alojé; mi hermano Julián, su esposo, estaba en Montevideo, a donde lo habían llevado sus particulares negocios y de donde debía regresar pronto, como sucedió.
“Mis compañeros de viaje se marcharon cuanto antes pudieron a Montevideo, siendo uno de ellos mi buen amigo el doctor Barros, sobre quien debo una explicación: Dije que antes y al tiempo de mi fuga había tenido empeño en ocultarla, lo que no pudo después; he aquí la razón:
“Hasta mi salida de Buenos Aires el Gobierno no había puesto gran empeño en impedir la emigración de sus enemigos, y hasta se decía que secretamente la fomentaba. Algunos que habían sido sorprendidos y arrestados al verificarla no habían sufrido en su vida y se había contentado el dictador con ponerles la obligación de costear un número más o menos crecido de personeros para los cuerpos de línea y una prisión indeterminada, como son todas; pero la mía no podía considerarse del mismo modo, y era muy claro que yo no sobreviviría sino muy poco si era descubierta en proyecto. Era también casi seguro que el anatema hubiese alcanzado a cualquier otro del que se hubiese sospechado de estar de acuerdo conmigo. Estas consideraciones persuadieron al doctor Barros a que tomase sus precauciones”.
Referencias
(1) Se refiere a Pedro Castelli, hijo del vocal de la Primera Junta de Gobierno, cabecilla del levantamiento de los hacendados del sur de la provincia de Buenos Aires contra el Gobernador Juan Manuel de Rosas, en 1839.
(2) Justamente un mes después, el 3 de mayo, fueron sorprendido en él, es decir, en el acto de embarcarse, y bárbaramente asesinados, el coronel Linch, Oliden y Meson y unos cuantos más. Sus cadáveres mutilados fueron llevados a la policía y luego al cementerio.
(3) Entre el Fuerte (actual Casa Rosada) y el Retiro.
(4) Escapamos en la noche del 3 de abril del año 1849. El 4 estuvimos en los buques bloqueadores, y el 5 en la Colonia.
Fuente
De la Peña, Martín – Orígenes del Palacio Legislativo de Santa Fe.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Liceo Militar general Paz – Síntesis biográfica del general José María Paz.
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Turone, Oscar A. – Fuga del Gral. José María Paz
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