Queremos rendir homenaje a la Soldadera, nombre que se les daba a las mujeres que seguían a los soldados. Compartían su vida con los hombres, que en cada fortín de la llanura defendían las fronteras. Los seguían donde hubiera batalla, con su carga de elementos de cocina, ollas y cafeteras que desbordaban del recado del caballo, que las llevaba de un lado a otro, siguiendo a su soldado.
Nuestra historia oficial admite la presencia femenina en los salones, brillando tenuemente bajo los candelabros, sentadas sobre brocatos, cantando circunspectamente el himno ante la mirada complacida de los patricios. También las pintaron bordando la bandera de los Andes, sobre seda y oro o asomadas a la ventana colonial, con la lámpara encendida, esperando la mil veces prometida vuelta del prócer, cargado de gloria… ¿Pero quién se acordó de las anónimas, las olvidadas mujeres que siguieron a los ejércitos famélicos y derrotados, junto a los que fueron carne de cañón?
En las campañas de Belgrano, se habla de las “Niñas de Ayohuma”, por darles un nombre. Pero niñas eran las hijas de reconocidas familias, solteras honradas y de posición. Las de Ayohuma fueron soldaderas, representantes de la gleba doliente; las que ayudaron a morir, las que curaron a los heridos, las que apagaron la sed terrible del campo de batalla, entre maldiciones, palabrotas y gemidos de moribundos.
La valiente nicoleña Petrona Simonino marchó junto a su marido al Combate de la Vuelta de Obligado, dejando su hogar y sus hijos, todo lo cual constituye un inmenso acto de amor por la patria y la ratificación de su genuino deber de esposa. Vivía cómodamente y pudo no haber ido al campo de batalla, pero el lujo y el bienestar no le interesaron en las horas decisivas del momento que se vivía.
Al inicio de las acciones, el 20 de noviembre de 1845, auxilió a los infantes, artilleros y milicianos que defendieron con denuedo sin par la soberanía nacional. Sus tareas consistieron en ofrecerles, en medio de la polvareda infernal y el calor del fuego enemigo, agua fresca, primeros auxilios y la colocación de vendajes. Simonino, como otras que también descollaron por la hospitalidad brindada en la contienda, hacían las veces de enfermeras, y trasladaban los heridos fuera del alcance de las balas y el cañoneo anglo-francés que provenía desde el río Paraná. Incluso, arrancaban partes de sus vestidos para hacer tacos a los cañones nuestros, o bien, los deshilachaban para cubrir las heridas de los cuerpos lacerados por la metralla, cuando la urgencia era extrema.
El nombre de Petrona Simonino quedó relegado al más absoluto silencio y oscuridad, al revés de lo que debió haber ocurrido, esto es, que el pueblo argentino la tenga presente y la vindique toda vez que se hable del rol de la mujer criolla en nuestro devenir histórico.
Corría el año 1874, cuando una de estas mujeres fue designada Sargento en el campo de batalla. Carmen Ledesma, suboficial con faldas. Cuando Hilario Lago abandonó la Jefetura del Fortín General Paz, ella quedó al mando de los curtidos soldados. Había dado a luz dieciséis hijos varones, todos muertos en la lucha contra el indio; el último de sus hijos cayó en una emboscada de más de un centenar de pampas, atravesado por sus lanzas. Carmen Ledesma arrancó el cuchillo de la cintura de su hijo y entabló lucha con el indio más cercano y con una feroz puñalada puso fin a la pelea, ante el respetuoso silencio de todos, comenzó a sollozar dando rienda suelta a su condición de madre y mujer, mientras abrazaba el cadáver de su hijo. Lo colocó atravesado sobre su propio caballo y emprendió el regreso al Fuerte. Esa noche la Sargento Carmen Ledesma veló a su hijo muerto, erguida, sable al hombro, en un póstumo homenaje a un soldado de la Patria.
Fuerza y entereza, valientes y aguerridas, combativas, eran gauchos con faldas, tenían sus mismas virtudes y sus mismos defectos. A veces, le gustaba la bebida y en una rueda de aguardiente, se emborrachaban a la par de su hombre y luego de una noche de bebida, las peleas, magulladuras y moretones eran el fin de una fiesta que terminaba mal. Luego, la reconciliación. Cuando se le pagaba el salario a su hombre, éste le compraba vestidos y rebozos a su compañera, con el reconocimiento de un redoblar de cariño. Sangre india o sangre negra corrían por sus venas; no eran interesadas, sólo querían las atenciones de sus dueños. Planchaban, se encargaban de las ropas de los oficiales, cocinaban ricos pasteles y tortas que vendían a los soldados. Estaban sometidas a reglas de disciplina militar, cuya infracción se sancionaba con castigos iguales a los que sufrían los varones. Como militares eran verdaderas veteranas, recibían su ración y cumplían reglas establecidas. Muchas veces habrían fuego contra el enemigo. Tenían, ante la sorpresa, la sangre fría y la reacción pronta de un viejo soldado.
En la Batalla de Guaminí no se habían llevado mujeres con la división, no se sabía qué, se iba a encontrar en el lugar y no querían cargar con las mujeres, que consideraban un estorbo. Esta fue una batalla a campo abierto, con indios que aparecían por todas partes. Pronto se dieron cuenta del error de no haber llevado a las mujeres. Los soldados las extrañaban, desertaban, no lavaban su ropa y la campaña no era soportada con humor. Al cabo de un tiempo, se decidió que un destacamento que escoltaba uniformes para la tropa, condujera a las mujeres hasta el Fortín. Este fue atacado.
El oficial al mando, que había avistado a los indios, se dio cuenta que en esta batalla iba a ser muy difícil resistir. Reunió al escuadrón femenino y les dirigió el siguiente discurso: “Tengo bastante gente para resistir, pero me van a quitar la caballada. Mujeres, a ustedes se la confío. No dejen que se aproximen. Un momento -continuó el oficial- si se presentan vestidas así, se van a encargar con más furor de robar la caballada. Hay uniformes. A vestirse, reclutas ¡Hagan honor al glorioso uniforme!”.
Los indios, en las alturas se disponían a presentar combate en una formación de carga contra el enemigo. Las mujeres, vestidas de bombacha y chaquetilla azul, ocultaban su larga cabellera bajo el kepi. La carga fue brillantemente rechazada y los caballos fueron salvados. Los indios nunca supieron, que ese día se habían visto con mujeres que bajo las bombachas, conservaban un puñal en la liga.
Cuenta la historia, que otra de las mujeres, antigua compañera de las hordas del Chacho, fea, no tenía más que tres dientes, primero, fue tomada prisionera, luego, se convirtió en una más del regimiento. Todos la respetaban, a pesar de su fealdad, por sus aventuras y su manera de contarlas. Contaba una vez el Chacho Peñaloza (montonero y caudillo que luego fue asesinado), se encontraba acorralado, sin municiones, perdido. Ella atravesó las líneas, disfrazada de mujer embarazada, con un vientre de hojalata, lleno de municiones. “Ya me daba por degollada, -decía-, pero nunca me hubiera consolado de perder los cartuchos”. Las municiones llegaron a manos del Chacho, el que finalmente pudo resistir. Estas mujeres, generosamente abnegadas, pero también con defectos, escribieron una parte de nuestra Historia. Bien dice el dicho: “detrás de un gran hombre, siempre hay una gran mujer”.
Estoy segura que los esfuerzos y los sufrimientos (no siempre reconocidos) en historias escritas por los hombres, nuestras tropas no hubieran resistido, sin la compañía de las mujeres.
Dice Luis Franco en La Pampa Habla: El gobierno militar se vio pues obligado a considerarlas parte de la tropa y someterlas a los mismos deberes, aunque de derechos nunca se habló a las claras y, más adelante, concluye al relatar su rol: “gravitaron más en la decisión de la guerra que los fusiles de Levalle o Villegas, que la estrategia de Roca. Ellas fueron el único aliciente para no desertar, para no escapar como Martín Fierro del infierno de los fortines”.
El ejército las quiere, ¿las recuerda?, nunca supe que se les hiciera un homenaje. En este humilde relato, queremos levantar, imaginariamente una estatua que perpetúe a esa mujer que siguió a su hombre, en batallas, terrenos áridos, escabrosos, peleando a la par, con la sola retribución de una caricia.
Fuente
Dillón, Susana – Mujeres reveladas – Javier Vergara Editor (2007)
Ebelot, Alfredo – La Pampa
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Franco, Luis – La Pampa habla – Ed. La Verde Rama, Buenos Aires, 1982.
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Tassano, Erlinda – General Roca – Pcia. de Río Negro
Turone, Gabriel O. – Petrona Simonino, una mujer de la Patria.
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