Con el fin de soslayar un juicio desapasionado sobre Sarmiento, don Ricardo Rojas compendiza la totalidad de la obra escrita del recio sanjuanino en una lucha tenaz de la civilización contra la barbarie, Los liberales, desde siempre, cultivaron el vivero de las expresiones absolutas, de los slogans resonantes; pero en el presente caso, a poco que se ahonde el análisis, los apriorísticos conceptos se desmoronan.
Para Sarmiento la civilización estaba representada por las ciudades y los unitarios; la barbarie por la pampa y los caudillos. ¿Cuál era la causa de esa barbarie? La extensión territorial y la ascendencia española signos de atraso económico y social agravados por la incapacidad criolla para el trabajo y el desarrollo industrial. Constituíamos, pues, los argentinos, una masa humana reacia a la civilización. Tales las premisas generadoras de la obsesión delirante que anima las páginas de las obras escritas de Sarmiento. Una de las causas más acuciantes de su odio a Rosas tuvo su origen en los esfuerzos del Restaurador para recuperar las provincias desmembradas del antiguo virreinato; y su campaña periodística instando a los chilenos a apoderarse de la Patagonia respondía a ese atascamiento antinacional.
Si alguna vez en la historia una gran potencia otorgó a sus colonias de ultramar la jerarquía de reinos y les dio lo mejor de su espíritu, de sus capitanes y sus misioneros, esa nación fue España. A la inversa de las fundaciones periféricas realizadas por Inglaterra, Francia y Portugal en sus dependencias coloniales, los conquistadores españoles levantaron ciudades y puertos como hitos civilizadores a lo largo de los ríos y las cardinales del territorio indiano; establecieron un admirable servicio de caminos, mensajerías y correos comunicando las más distantes ciudades del vasto virreinato; promovieron cultivos e industrias en las distintas regiones y sus franciscanos y sus jesuitas esparcieron con abnegación misional universidades, reducciones, colegios y colonias agrícolas. Y en trascendental explanación hacia el futuro nos inició en la vida democrática a través de sus cabildos. Si posteriormente el peculado, la injusticia, el contrabando y el despotismo desmedraron la admiración colonial, la culpa no fue de España sino de sus virreyes, cabildantes y oidores codiciosos y prepotentes; pero esos actos de corrupción lo son de siempre; desgraciadamente constituyen flaquezas propias de la naturaleza humana.
A finales del siglo XVIII el servicio de mensajerías y correos había logrado una regularidad que hasta hoy produce asombro. Fue la fuente principal de las rentas públicas y por eso la designación de los maestros de posta era facultad de los virreyes, recayendo siempre en estancieros de absoluta responsabilidad económica y moral. Las afirmaciones de Sarmiento acerca de la barbarie de las campañas han sido unánimemente desmentidas por los viajeros ingleses que consignaron en sus Memorias la seguridad con que se viajaba a los más apartados lugares de la República. Los hermanos Robertson, Haigh, Graham, Gillespie, Caldeleugh, Mac Canny Gree han alabado la hospitalidad y el trato cordial que se les prodigaba en las postas o poblaciones del trayecto.
Los hermanos Robertson encomian la exquisitez de modales y la espiritualidad de las “señoritas de Olmos”; hijas el maestro de posta del arroyo del Medio. En los más humildes villorrios funcionaba una escuela de primeras letras, hasta en ínfimos rancheríos como en San Lorenzo. La educación, más que “popular” –pretendida prioridad de Sarmiento que tanto empalaga a sus apologistas- era comunal. Si en esa época se hubieran realizado censos nos asombraría la cantidad de habitantes de la campaña que sabían leer y escribir. La necia invectiva sarmientina se fundaba en la indumentaria gaucha y la resistencia al uso de la silla inglesa. ¡Y los extranjeros que se disponían a viajar por el interior del país comenzaban por adoptar el recado! Ni Alberdi escapó a esa necedad de nuevos ricos. En las “Cartas Quillotanas”, página 23 ensalza a Urquiza “por haber llevado el frac a las soledades de nuestros desiertos” (sic).
Por tratarse de un testimonio objetivo consigno esta referencia de orden personal. Mi bisabuelo, don Mariano Rivas, fundó en 1843, en pleno desierto, una de las primeras estancias del sur santafecino. Sus numerosos hijos y nietos vivieron allí o en campos aledaños; todos sabían leer y escribir y poseían discreta cultura. Mi abuelo redactó las Memorias de sus andanzas militares. El justamente llamado “Patriarca de la Federación”, general Estanislao López, el “gaucho López” para Sarmiento, fue de origen humilde y se educó en el Colegio de los franciscanos, en la ciudad de Santa Fe. En todas las estancias o postas hubo siempre una habitación en la cual maestros modestos, apóstoles de veras, después de recorrer a diario largas distancias a caballo difundían abecedario y penetrantes lecciones de moral.
En lo que respecta a Buenos Aires véase como las autoridades revolucionarias, prosiguiendo la obra virreinal se interesaban por la educación popular. En su libro “La Independencia Argentina” (página 129) el enviado del gobierno norteamericano, E. M. Bracknridge, expresa lo siguiente: “El Cabildo de Buenos Aires gasta anualmente alrededor de 10.000 duros en el sostenimiento de escuelas; y en diferentes monasterios hay no menos de 300 escolares enseñados a leer por los monjes, que así han resultado útiles. Una parte de los diezmos ha sido destinada al establecimiento de escuelas primarias en el país. Ningún pueblo fue nunca más sensible a las deficiencias en punto de educación de lo que éste parece serlo, o más ansioso de remediarla. Los exámenes públicos tienen lugar en presencia del Director Supremo y otros funcionarios públicos; y se da cuenta en los periódicos de aquellos que han sobresalido en los distintos ramos del saber”. Y agregaba varios elogios a la educación cívica de la juventud, la preocupación por los asuntos políticos y veía en ella una verdadera esperanza para la patria naciente.
Según Sarmiento los caudillos tipificaban el atraso y la barbarie. Acaso algunos de ellos superaron en cultural autor de los denuestos. Los generales Echagüe y Heredia eran, además de su grado militar, abogados. Por las venas de Artigas corría sangre de emperadores incaicos y por las de Ramírez sangre de virreyes. El general Benavídez a quien tanto injurió Sarmiento, fue uno de los más ecuánimes y bondadosos gobernantes de su tiempo. Era, además, proverbial la cultura y sociabilidad de las ciudades de Jujuy, Salta, Tucumán, Mendoza, San Luis y otras. En el interior del país, Córdoba conservó hasta principios del siglo XX su arrogancia de ciudad limeña, universitaria y aristocrática.
Se ha dado la absurda paradoja de una generación que hizo suyas las invectivas vertidas contra su patria por un escritor que no la conocía. La sociedad argentina constituyó desde la época colonial un paradigma de civilización y de cultura superior al de muchas naciones europeas y americanas. La esclavitud alcanzó durante el virreinato y posteriormente hasta 1839 en que el general Rosas -¡oh liberales!- mediante un tratado celebrado con Gran Bretaña la abolió por completo veinte años antes que Abraham Lincoln, alcanzó, decía, proporciones análogas a las de Norteamérica y el Brasil.
A pesar de ello, los sentimientos cristianos del hogar argentino hicieron posible la asimilación del negro que hasta llevó el patronímico del amo y fue incorporado a su familia de tal manera que hoy se ha tornado difícil determinar la legitimidad genealógica de ciertos abolengos. De ahí también por qué nuestro país (caso único en América) es ajeno a todo problema de orden racial.
Ocupémonos ahora de los representantes de la civilización. Cuando el general Paz invadió las provincias del interior, el general Quiroga se puso al frente de las mismas en defensa de las autonomías conculcadas; pero antes del choque armado le propuso al jefe enemigo una conciliación sobre la base de “respetar el voto de los pueblos y enterrar las armas para siempre”. En la comunicación el caudillo riojano se engreía de mandar “no hombres que tenían la profesión de matar” sino una masa de vecinos armados en defensa de sus bienes. El general Paz desoyó la proposición.
Después de la batalla de La Tablada, el general Deheza, jefe del estado mayor del ejército unitario mandó fusilar a varios oficiales prisioneros; en cambio Quiroga, después de la ocupación de la ciudad de San Luis hizo oficiar un funeral por el alma de los caídos de ambos ejércitos. Fueron representantes de la “civilización” como Mitre, Paunero, Flores, Arredondo y Sandes los que bajo la dirección de Sarmiento cometieron en las provincias inenarrables escenas de barbarie destinadas a sojuzgar a los pueblos después de Pavón. Cuando luego de la acción de “Las Higueritas” se firmó un armisticio entre los jefes liberales y el general Peñaloza, se convino el canje de prisioneros, aquéllos no pudieron devolver a ninguno ¡los habían fusilado a todos!. En cambio los que estaban en poder de aquél se reincorporaron a los suyos en medio de frenéticos vivas al general Peñaloza. Y fue a ese hombre a quien Sarmiento mandó matar encontrándose y clavar su cabeza en una pica para que “las turbas se convencieran de la muerte de ese inveterado pícaro”. Con esa misma “pasión civilizadora” Sarmiento le urgía a Mitre “no economizar sangre de gauchos”; al día siguiente de Pavón le pedía una horca para Urquiza y nueve años antes le enrostró el no haber disuelto la Convención Constituyente “a machetazos”. El 17 de mayo de 1873 estuvo a punto de mandar al Congreso un proyecto de ley poniendo precio a la cabeza del general López Jordán y algunos de sus jefes.
En verdad la barbarie no residía en las campañas sino en el desierto poblado por aborígenes cuyas invasiones acrecieron en salvajismo cuando los dirigían jefes unitarios refugiados en las tolderías después de las sucesivas derrotas de su ejército. El general Rosas estuvo a punto de terminar con las tribus pampeanas en su expedición al desierto, a no mediar el incumplimiento del tratado por parte del general chileno Bulnes quien debía completar desde la cordillera la etapa final del gigantesco movimiento envolvente que se había convenido. Recién en 1869 fueron conocidos los motivos de la tortuosa actitud del gobierno chileno enderezada a lograr, utilizando como vanguardia a las tribus araucanas, una efectiva penetración en territorio argentino, con miras a la ocupación aconsejada desde la prensa por Sarmiento. Advertido del peligro el general Roca proyectó la segunda expedición al desierto con el éxito conocido.
¿Y qué hizo el civilizador Sarmiento desde la Presidencia de la República para poner término a la devastación de las campañas? El Congreso Nacional aprobó un tratado de paz con los indios ranqueles. El jefe de fronteras, coronel Mansilla, queriendo acelerar las gestiones previas realizó su famosa expedición a las tolderías de Mariano Rosas; pero de regreso a la comandancia recibió la noticia de su destitución. Al Presidente no le interesaba la paz sino el exterminio de los indios. A esos fines había adquirido en Norteamérica “armas de precisión que espantarán con sus estragos al salvaje del desierto”.
La antinomia “civilización y barbarie” se encuentra invertida en las páginas de “Facundo”. Cuando Lamadrid ocupó la ciudad de La Rioja encarceló cargada de cadenas a la anciana madre de Facundo Quiroga por negarse a revelar dónde yacían ocultos los famosos “tapados” de su hijo. Descubiertos, se apropió de 43.000 pesos fuertes, de los 93.000 que contenían, entregando tan sólo la diferencia. Después de la derrota de La Ciudadela, en 1831, Lamadrid tuvo que implorarle a Quiroga la seguridad de su familia que la prontitud de la huída había dejado en Tucumán. “El tigre de los llanos” le hizo saber que su esposa e hijos ya estaban en marcha debidamente escoltados hacia su campo.
El 10 de mayo de 1831, una partida del ejército federal tomó prisionero al general Paz. Desde su campamento del Tío el “gaucho López” lo remitió a Santa Fe con una nota al gobernador delegado en la cual le recomendaba: “Conviene acomodarlo en la Aduana, en una habitación cómoda y decente, donde esté solo, cuidando que las personas encargadas de su custodia sean vigilantes, inaccesibles a la seducción pero que no lo insulten”. (Archivo de la provincia de Santa Fe. Notas oficiales. Año 1831).
Después de la captura de Paz el teniente Manuel Baigorria huyó a las tolderías de los indios ranqueles donde alcanzó jerarquía de cacique. Iniciada la campaña de 1841, el general Lamadrid requirió su incorporación y la de los indios, a cuyos fines les remitió desde Córdoba, como anticipado regalo, dos carretas cargadas de familias y una tropa de ganado. ¡El pago de la alianza se hacía efectivo en carne humana y carne animal! Ese hecho monstruoso ha sido revelado por el coronel Manuel Baigorria en sus Memorias (página 532).
Además del apostolado de la civilización y la educación se le adosó a Sarmiento el apostolado de la democracia. ¿No fue suyo el slogan “Educar al Soberano”? Fue otra afirmación atascada de cinismo. ¡Educar al soberano! Sarmiento jamás fue demócrata ni se ocupó de practicar la democracia. Su desdén hacia el pueblo fue temperamental. Confesó repetidas veces que el gobierno del general Rosas tenía firme sustentación popular pero lo atacó tenazmente en nombre de la democracia y huyendo de lo que consideraba un despotismo se acogió en Chile a un gobierno despótico encubierto por una frágil ficción constitucional, al solo fin de que no se le creyera “un perturbador sedicioso y anárquico, ya que dada la imperfección de los gobiernos americanos había que aceptarlo como hecho”. (D. F. Sarmiento, “Mi vida”, página 84, Tomo I). El Congreso Constituyente de 1853 rechazó su diploma como representante de San Juan porque sólo había obtenido dos votos en la elección. Fue designado gobernador de San Juan en forma canónica, a raíz de una intervención federal provocada por él subrepticiamente. Tomó posesión el 9 de febrero de 1862 y de inmediato procedió a aplicar confiscaciones, fusilamientos y destierro a sus adversarios. Con anterioridad había obtenido de Mitre los despachos de teniente coronel; al recibirlos, le escribió a su benefactor: “Recibí los despachos y ruego a Ud. y a sus sucesores que me dejen en un rincón olvidado de la lista militar”, es decir, que a la inversa de Martín Fierro “quería figurar en las listas pero no en los barullos”. El 10 de marzo de 1855 le escribía a Mitre: “Si sabe usted que estoy preso u otro percance de los que son geniales a nuestro país obre Ud. en su carácter de ministro reclamando un jefe del jefe del ejército”. (Correspondencia entre Mitre y Sarmiento, Tomo I)
No habíase cumplido un año desde su iniciación en el gobierno cuando la tierra parecía temblar bajo sus pies. Al repudio popular se agregó el levantamiento del general Peñaloza cuyo solo nombre le causaba terror y a quien mandaría asesinar estando rendido. El 3 de setiembre de 1863 le escribía angustiosamente a Mitre: “Todas estas consideraciones me urgen a pedirle me ponga en franquía para hacer mi escapada de esta situación que se ha hecho desabrida”.
Mientras tanto véase aplicada la democracia. El 3 de abril de 1863 le escribía de nuevo a Mitre: “Vi en el acto a Oro y ha declinado aceptar una senaduría. Régulo será diputado. Me ha dicho que Ud. le dijo que tendrá dos competidores menos en Mí y en Rawson porque Ud. lo ocuparía; pero habiendo esto tenido lugar no me parece propio dejar de nombrarlo senador. Queda otro puesto y algunos, yo entre ellos, se fijan en Gómez”.
Pero la oposición se tornaba cada vez más enérgica. Reiteradamente le suplicaba a Mitre lo sacara de allí; este intentó designarlo embajador en Chile; pero Sarmiento rehusó por temor a una represalia. En el año anterior había ordenado el fusilamiento de un ciudadano chileno. No le quedó a Mitre otro recurso que mandarlo a Norteamérica. Al agradecerle la designación aquél le manifestaba que la misma era para él “un refugio”.
Parece ser empero, que el deseo de Sarmiento era permanecer en Buenos Aires para preparar su candidatura a la vice-presidencia de la República. El 22 de mayo de 1862 le había escrito a Mitre: “Recibo muchas cartas de Buenos Aires y en casi todas ellas noto recrudescencia de la necesidad de mi permanencia allí. Elizalde cree encontrar el medio. El medio sólo lo conoce Ud.”. El 20 de junio insistía: “Escríbame directa o indirectamente; mis amigos me ofrecen la candidatura de vicepresidente, si la admito. Me dicen que Ud., está por Paz”.
En la gestación de su candidatura presidencial estuvo ausente la voluntad popular. Dos hombres igualmente prestigiosos se disputaban la sucesión de Mitre: Urquiza y Alsina, mientras las simpatías del presidente favorecían a Elizalde. Urquiza tenía de su parte todas las provincias, mientras Alsina tenía asegurada la provincia de Buenos Aires. De esa manera enfrentábanse de nuevo los viejos enconos de provincianos y porteños que podían retrotraer la situación al intento de segregación de Buenos Aires después de Caseros. A Mitre, porteño, tenía que sustituirle un hombre de las provincias; pero ese otro fingido demócrata vetó la candidatura de Urquiza. Acaso con el patriótico intento de evitar una nueva guerra civil, un sector del ejército encabezado por el general Arredondo y el coronel Mansilla dio en proponer la candidatura de Sarmiento. Este era tan desconocido en Buenos Aires que se aplicó así mismo el mote de “Don Nadie” (diario La Nación del 12 de marzo de 1871). El deseo de restañar viejas heridas hizo aceptar con algo de sorna la imprevista candidatura que el ejército tuvo que imponer con amenazas y bayonetas a las provincias del interior. De esa manera por la presión de los acontecimientos, el fraude y la coacción llegó a la presidencia de la República don Domingo Faustino Sarmiento. Años después siendo senador de la Nación su colega Torrent le enrostró las transgresiones de todo orden cometidas en esa elección, a lo que Sarmiento asintió con enfático descaro -¡Hubo fraude! ¡Hubo fraude!…
Al término de su período presidencial ese apóstol de la democracia acreditó el epíteto imponiendo mediante el fraude la elección del Dr. Nicolás Avellaneda. La falacia fue de tales proporciones que provocó la revolución de 1874, encabezada por el general Mitre y que terminó con la capitulación de Junín.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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Rivas, Marcos P. – Sarmiento, mito y realidad – Ed. A. Peña Lillo – Buenos Aires (1960)
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