Con su singular habilidad para eludir juicios absolutos acerca de los escritores consagrados por el consenso liberal, don Ricardo Rojas se expidió sobre el libro de Sarmiento, “La Educación Popular”, en estos términos: “Más de sesenta años han corrido sobre este libro y huelga anticipar que muchas de las cuestiones estrictamente pedagógicas que plantea se ha convertido ya en lugares comunes de la enseñanza normal o han sido desechadas por la experiencia. Si tenemos presente que hacia la mitad del siglo XIX, cuando fue escrita esa obra, las aspiraciones de la ciencia a favor de la educación democrática distaban mucho de ser una realidad o siquiera un ideal universalmente aceptado, comprendemos mejor el significado de su doctrina y el quilate de audacia precursora o de filantropía revolucionaria que ella significaba en el ambiente de América”. Como se ve, para el señor Rojas, Sarmiento excedía como apóstol de la educación popular hasta los límites continentales…
Logrado el retruécano para el remate gerundiano del período, el apologista anunció la antítesis: “Baste para el lector novel la prevención de que los libros deben utilizarse principalmente como excitantes de la propia meditación y no como revelación absoluta de la verdad”. Y agregaba: “si algunas verdades le parecen viejas es porque Sarmiento se apresuró a difundirlas antes de que él (el lector) naciese, y que si algunas afirmaciones le parecen equivocadas en cambio queda dentro de ellas, vibrante y eterno, su ideal filantrópico y su fe en la vida”. A continuación redondeó el párrafo con el floripondio de rigor.
He abundado en transcripciones para que se advierta cómo por interés o encogimiento pervivió el mito sarmientito. Ah, pero don Ricardo Rojas no podía con su arrogancia: “El carácter de esta noticia preliminar no me permite discutir aquí las diversas ideas que este libro plantea”. Lo que no hizo nunca.
La verdad radica en que Sarmiento no formuló en ese libro ningún enunciado estrictamente pedagógico; los ítems del presupuesto para educación, inspección de escuelas, salas de asilo y disquisiciones sobre ortografía no son cuestiones didácticas sino de simple menester burocrático. Los restantes capítulos enumeran simplemente lo que observó o transcribió a su paso por Europa. El meollo “pedagógico” está contenido en el capítulo inicial. Pero tampoco allí campean conceptos fundamentales; y menos en lo que respecta a la escuela argentina de ese entonces, que le era desconocida. Sólo expresa ideas generales, en su mayoría inexactas, como su afirmación de que “la instrucción pública es una institución puramente moderna nacida de las disensiones del cristianismo”.
La instrucción pública, en su sentido estricto, acaso sea la más antigua de las instituciones humanas. A partir del hombre paleolítico estuvo a cargo de los ancianos. De haber sido el privilegio de clases aristocráticas, ni los sumerios, ni los babilonios, ni los egipcios, ni los fenicios, hubieran alcanzado el grado de cultura y civilización que hoy nos asombra. Ellos conocían la numeración decimal y la sexagesimal, las operaciones fundamentales de la aritmética, inclusive la raíz cuadrada u cúbica, además de superficies y volúmenes de los cuerpos. Los sumerios y los egipcios transmitieron a través de las edades millares de ideogramas, pictogramas y signos hieráticos. Los babilonios conocieron los meses lunares, la hora, los signos zodiacales y las constelaciones; los egipcios inventaron el calendario hace 3.000 años. Sobre ese portentoso legado científico los griegos y los romanos elaboraron su civilización posteriormente.
Si en Grecia la educación de los niños estaba a cargo de esclavos (pedagogos) ello prueba que hasta los esclavos tenían instrucción. El imperio romano hizo suyo el principio aristotélico de que “la educación es un asunto de Estado” pero impuso la sujeción total del hombre a las exigencias del Estado. Con la Edad Media triunfó el concepto cristiano de la liberación del espíritu humano, pero cayó en el exceso de convertir la educación en artículo de fe. Se ha reconocido empero que la escuela medieval significó un período de transición entre el mundo antiguo y el moderno. La cultura griega y la romana habían exaltado la facultad razonadora del hombre; la Edad Media subordinó el raciocinio a los deberes morales logrando con ello la igualdad espiritual.
El descubrimiento de América generó la más profunda revolución filosófica, social y religiosa registrada en la historia de la humanidad. Coetáneamente Copérnico actualizó las antiguas teorías heliocéntricas de Hiparco, Archilao y Pitágoras; Magallanes comprobó la esfericidad de la Tierra; con Galileo nacía la astronomía moderna; Newton formuló las leyes reguladoras de la rotación astral; Harrison fabricaba el primer cronómetro y Hadley inventaba el sextante. Esa trascendental evolución de la idea nutrió la obra de los enciclopedistas e invadió el ámbito político y educacional quedando como proyección imperecedera de la Edad Media la creación de las universidades modernas organizadas como grandes estados. Fue el resultado directo de la filosofía de la Educación.
Con el Renacimiento se afianzó la educación popular pero con tendencias excesivamente librescas que la tornaron esencialmente aristocrática; de humanista decayó en individualista. Por ello fracasó en su finalidad fundamental.
Con el propósito de liberar la enseñanza de su rémora libresca e intelectualista Comenio esbozó su teoría del aprendizaje por medio de la intuición, teoría complementada y continuada por Rousseau y posteriormente por Pestalozzi, el creador de la pedagogía moderna.
Oponiéndose a la tradición platónica que propugnaba la aprehensión dogmática de la verdad, Juan Locke proclamó la investigación personal, la tolerancia y la libertad insistiendo en la relatividad de la certidumbre. A la intuición opuso la experimentación y al anterior sistema del magíster dixit la necesidad del esfuerzo en la búsqueda del conocimiento. A través de la educación, la civilización contemporánea le debe a Locke el estamento del derecho individual y del derecho civil como concesión de la conformidad previa acordada por hombres libres.
En lo que respecta a la ecuación puede decirse que el siglo XVIII afirmó definitivamente la escuela pública, ya fuese como institución del Estado, realización municipal o entidad privada. Así nos la transfirió España. Véase la grosera impostura de Sarmiento al atribuirse la paternidad de la escuela popular en América y en el mundo, según don Ricardo Rojas.
Continuaba el escritor sanjuanino: “Los derechos políticos, esto es, la acción individual aplicada al gobierno de la sociedad se han anticipado a la preparación intelectual que el uso de tales derechos suponen”. ¿Pero en qué nación de la Europa monárquica de esa época intervenía el pueblo en la elección de los gobiernos? En nuestro país los ciudadanos pudieron votar recién en 1912, como resultado de una ley proyectada por un descendiente de “sicarios del tirano”. ¡El concepto trascripto coloca al “apóstol de la democracia” entre los partidarios del voto calificado!
Y agregaba: “Las masas están menos dispuestas al respeto de las vidas y de las propiedades a medida que su razón y sus sentimientos morales están menos cultivados”. El plan de operaciones que el señor Sarmiento les propuso a los unitarios para combatir contra Rosas, instituyendo el terror; las confiscaciones y fusilamientos que dispuso siendo gobernador de San Juan; su carta a Mitre aconsejándole el exterminio del gaucho y pidiendo la horca para Urquiza prueban lo contrario de lo aseverado por el sociólogo de “La Educación Popular”.
Según él (página 24) “Los estados sudamericanos pertenecen a una raza que figura en última línea entre los pueblos civilizados debido a que carecen de industrias y medios mecánicos”. La afirmación es mendaz. En primer lugar véase como confunde progreso con civilización. Ya desde las postrimerías del coloniaje todas las provincias argentinas tenían sus pequeñas o grandes industrias que subsistieron a pesar del contrabando antes de 1810 y a la libertad de comercio impuesta por Inglaterra desde entonces. Es la repetición del tenaz denuesto del liberalismo genuflexo y apátrida que ni siquiera captó el sentido, en cierto modo justificado, de la crítica formulada contra España y tan gallarda y justamente refutada por Unamuno: “el error de asimilarlo legando al futuro una progenie bastarda rebelde a la cultura”. Las proporciones del problema racial que asume en la actualidad el negro de América del Norte, el Brasil y otros países del continente dejan mal parada la visión “genial” del estadista cuyano y compárece este fermento de resentimientos raciales con esta raza criolla constituida por todas las sangres del mundo transvasadas a la vigorosa cepa indígena. No creo zaherir a Sarmiento si afirmo que ni un estadista de la jungla africana hubiera propugnado como él la estratificación de razas. Por eso fue acertada la definición formulada por el escritor chileno Vicente Pérez Rosales: “Sarmiento tiene más talento que instrucción y menos prudencia que talento. Como periodista da a la estampa en un español bastardeado cuanto disparate se le viene al pico”.
En realidad “La Educación Popular” no es un libro atinente a la educación sino de meras divagaciones sociológicas cuyo contenido encaja en la irónica afirmación de Philip Guedalla: “La Psicología es la ciencia de los datos carentes de conclusiones y la Sociología la ciencia de las conclusiones carentes de datos”. Su crítica al sostenimiento de las fuerzas armadas consuena con la influencia de los vestidos como causa de “la inmovilidad del espíritu” y “limitación de aspiraciones”. Canta loas al Norte América porque allí el leñador y el banquero “usan por igual el paletó, la levita y el frac…”
La única idea aprovechable de “La Educación Popular” es la necesidad de orientar la enseñanza hacia las actividades industriales y manuales, o sea una enseñanza de tipo profesional; pero se trata de un complemento de la escuela primaria, no de la escuela primaria misma. Su realización dentro de esos límites entrañaría un cierto despropósito. La enseñanza primaria en los Estados Unidos tan alabada por Sarmiento, no pasaba por ese entonces de “las tres erres” (leer, escribir y contar). A juzgar por el libro comentado y ciertos artículos alusivos Sarmiento desconocía los más elementales adelantos pedagógicos predominantes en su tiempo y la realidad educacional de su país. Así como en “Facundo” describió un estado social sin más aporte documental que su imaginación y su resentimiento, en “La Educación Popular” enunció una ringlera de conceptos arbitrarios e híbridos. Por eso la pedagogía argentina nada le debe y de ahí la curación en salud de don Ricardo Rojas al insinuar esa realidad. Con respecto al contenido integral de la educación griega y observación de las aptitudes específicas en los alumnos como índices vocacionales, Sarmiento registró un atraso de 2.500 años; y cinco siglos con respecto al artículo 5º de la respectiva ley incaica que establecía la obligación de determinar las inclinaciones naturales de cada niño para orientar sus ocupaciones futuras.
El análisis de “La Educación Popular” lleva por contraste a las ideas y realizaciones educacionales del auténtico promotor de la enseñanza: Manuel Belgrano. Abandonó España en el auge del despotismo ilustrado y su tendencia a la aristocratización de la cultura. Nadie como él, empero, comprendió la realidad social argentina y encentró en ella su acción civilizadora: la necesidad de intensificar la agricultura y mejorar los métodos de cultivo a cuyo fin proyectó la creación de una escuela de agronomía; en vista de la incapacidad de los artesanos criollos fundó una escuela de dibujo para mejorar sus aptitudes; en el deseo de elevar la significación de la mujer proyectó la creación de escuelas gratuitas para niñas, destinadas a la alfabetización, moralización y aprendizaje de las más comunes labores domésticas; fomentó la enseñanza del hilado mecánico como recurso para proporcionar a la juventud de ambos sexos ocupaciones útiles y honestas; como medio de capacitación de los jóvenes, a la vez de estimular las actividades mercantiles creó una escuela de comercio y, finalmente, previendo el desarrollo del tráfico fluvial y marítimo fundó la escuela de náutica, iniciativa que con el correr de los años habría de atribuírsele a Sarmiento.
La escuela pública gratuita fue la pasión belgraniana; escuela pública alfabetizadota y moralizadora para ambos sexos. El 24 de marzo de 1810 propugnaba desde las páginas del “Correo de Comercio” la fundación de escuelas primarias en las ciudades, villas y parroquias de la campaña, utilizando para ello fondos públicos, a la vez que los jueces de paz establecerían y harían cumplir la obligatoriedad escolar. Ese pensamiento, que en su hora no pasó de tal debido a los tremendos problemas dimanados de la Revolución de Mayo, fue el derrotero tras el cual más tarde marcharon los sucesivos gobiernos que fomentaron la instrucción pública: Rodríguez, Las Heras, Dorrego y Rosas.
En cuanto a la organización de las escuelas y condiciones de los maestros, el creador de la bandera enunció directivas que aún no han caducado. “Basta con que los maestros –decía- sean virtuosos y puedan con su ejemplo dar lecciones prácticas a la niñez y juventud, y dirigirlos por el camino de la santa religión y del honor”. La misma vida pública de Belgrano constituyó un paradigma de tales normas.
Después del triunfo de la Batalla de Salta la Asamblea General Constituyente le obsequió por decreto del 8 de marzo de 1813 un sable de oro y 40.000 pesos que el ilustre patricio destinó a la fundación de cuatro escuelas en sendas provincias del norte, en las cuales se enseñaría “a leer y escribir, la aritmética y la doctrina cristiana y los primeros rudimentos de los derechos y obligaciones del hombre en sociedad, hacia ésta y al gobierno que la rige”. Compárense estas normas sabias y sencillas con el absurdo atiborramiento científico que Sarmiento, por desconocer los rudimentos de la pedagogía, se jactaba de imponer en la famosa escuela de Catedral al Norte y resalta la enorme desproporción que los separa. Pero hubo que sacrificar las concepciones docentes de Belgrano y años después las realizaciones de Avellaneda para la creación del mito. Belgrano hasta reglamentó la dación de los cargos docentes por concurso.
Pero no solamente como educador el ilustre soldado dejó señales imperecederas de su genio. Como jefe de la expedición al Paraguay y posteriormente como estadista, logró un acuerdo comercial y político con el triunvirato guaraní, evitando el desgarramiento territorial como procuró hacerlo con el Alto Perú, escisión aplaudida por Sarmiento. Jamás denostó al indio ni al gaucho. Y fue tan realista en sus decisiones que, considerando los peligros a que se veía expuesta la Revolución debido a la escasez de recursos para proveer de armamento a las tropas, desde la Villa de Luján envió un oficio al gobierno el 18 de junio de 1814 cediendo para gastos militares la suma que él había destinado a la fundación de escuelas. El ocultamiento de este hecho por parte de los historiadores liberales respondía a la necesidad de tener las manos libres para atacar a Rosas por suspender las partidas del presupuesto destinadas al sostenimiento de la educación cuando el bloqueo y la guerra contra Francia e Inglaterra dejaron exhausto el tesoro público. Estadista y educador, Belgrano se vio obligado por imperio de las circunstancias a mandar ejércitos y lo hizo con ejemplares muestras de patriotismo y abnegación; en cambio Sarmiento intentó hacer valer el discutible grado militar el 22 de diciembre de 1885 para conseguir que el gobierno le acordara una cesión de 16.000 hectáreas de las tierras quitadas a los indios. El presidente Roca desestimó la solicitud porque según el dictamen del ministro de guerra no constaban los antecedentes militares del peticionante…
Veamos ahora las realizaciones escolares del “Maestro de América” en su provincia natal. Cuando asumió el cargo de gobernador de San Juan el 9 de febrero de 1862, esa provincia se contaba entre las más castigadas por el analfabetismo. En el interior sólo funcionaban dos escuelas primarias, una en Concepción y la otra en Pocitos. Sarmiento creó por decreto una escuela en la capital, cuyo nombre sería “Escuela Sarmiento”. Cuando abandonó ese cargo sólo existía de la referida fundación los cimientos y el nombre. Le dio término su sucesor, Santiago Lloveras, el 9 de julio de 1864.
El progreso educacional de San Juan nada le debe a Sarmiento. El 24 de diciembre de 1865 el gobernador Camilo Rojo, uno de los más progresistas gobernadores de la provincia cuyana, creó el Departamento General de Escuelas, en plena guerra del Paraguay e hizo sancionar la primera ley escolar; y en 1868 siendo gobernador José Manuel Zavalla fueron fundadas las primeras escuelas nocturnas para ambos sexos, se estableció la gratuidad de la enseñanza y fueron fundadas varias escuelas superiores. En 1869 el gobernador Ruperto Godoy creó el museo mineralógico, inauguró la cátedra de esa ciencia y se radicó un establecimiento metalúrgico. Al término de su mandato la provincia de San Juan contaba con 93 escuelas, de las cuales 51 eran mixtas, 34 de varones y 8 de niñas.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Rivas, Marcos P. – Sarmiento, mito y realidad – Ed. A. Peña Lillo – Buenos Aires (1960)
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