El hambre había subido a cuarenta grados centígrados sobre el termómetro del estómago. Hacía dos meses que estábamos a carne de carnero, de carnero gordo, por todo alimento, así es que una pierna de carnero y una toma de ipecacuana venía a ser lo mismo. Estanislao del Campo, cuyo espíritu travieso era capaz de sonreír sobre la mayor desventura, había templado su guitarra y endosado al coronel Gorordo, jefe del Estado Mayor, una famosa composición que empezaba así: “Señor coronel Gorondo, permítame que le diga que me bala la barriga de comer carnero gordo”.
Aquello era espantoso; uno se mordía los codos de puro hambre y no se atrevía a hacerle frente a una pierna de carnero. Ya habíamos asaltado el botiquín de Julián Fernández para robarle alguna droga que pudiera comerse, y habíamos salido triunfantes con un cacho de manteca de cacao. Siquiera así el mate tenía gusto a chocolate, y la yerba espantosa, yerba patria con que envenenábamos cristianamente nuestros intestinos, sería privada de su gusto espantoso.
En aquel estado miserable llegamos a Dolores, donde estaba nada menos que el señor ministro de la Guerra con todo su Estado Mayor, bien comido y mejor bebido. Hubiéramos dado nuestra parte de paraíso, si es que alguna nos ha de caer en suerte, por un bistec con huevos.
Con el alférez Ricardo Jiménez y el comandante García entonces capitán, habíamos hecho sociedad de pilchas. Pero ningún fondero había querido darnos sobre ellas tres bifes con huevo.
En Dolores había Guardia Nacional amiga, pero si ésta estaba mejor racionada, su estado de pobreza era como el nuestro. Entre los capitanes Lucio Vicente López, Santiago Bengolea, Enrique Rodríguez y Roque Sáenz Peña, no habían podido juntar diez pesos por todo para favorecernos.
Recurrimos a la eterna munificencia de los comandantes Julián Martínez y Estanislao del Campo, pero el primero nos ofreció una blusa nueva para que la empeñáramos, y el segundo nos ofreció hacernos unas décimas para que cantásemos cada vez que quisiéramos. ¡Y aquel maldito bife con huevos que se nos había metido entre ceja y ceja!
-¡A la tarde van a dar ración de vaca!- nos dijeron como quien dice: ¡vas a heredar a Anchorena! Pero llegó la tarde, y el coronel Villegas nos mandó a montar la guardia avanzada, una legua al frente, bajo una lluvia torrencial, y sobre un campo donde se hubiese podido navegar en una canoa. ¡Todavía no hemos tomado justa venganza de aquel nombramiento infame!
Al otro día nuestro estómago parecía una chuspa de milico pobre. Ya no estábamos en estado de elegir, y en vez de los bifes con huevos, habríamos aceptado aunque fuera una suela de botín frita en grasa de potro. Relevados del servicio de avanzada, vinimos al pueblo decididos a comer a toda costa y a comer bien. Fuimos en busca de Lucio López, Bengolea, Julián Martínez, Enrique Massot, y no recordamos qué otro salteador más, y expusimos de manifiesto el siguiente pasmoso proyecto.
- Pasado mañana se dará un gran baile y ambigú en obsequio al ministro de la Guerra y su brillante Estado Mayor, en casa de la familia…
- Convenido –respondieron todos-, ¿pero quién da el baile?
- Corre de nuestra cuenta si dos de ustedes nos acompañan como comisión, de que seremos el presidente.
Discutida y apoyada calurosamente la idea, nos vestimos con un pantalón de Peña, una blusa de Bengolea y unos guantes de Martínez, y enfilamos a la calle. Vivía en Dolores una familia muy rica y muy partidaria del doctor Alsina. Nosotros conocíamos de mentas esta familia, la inocencia crasa de la señora y el gran partido que podíamos sacar de una broma bien explotada. Ibamos jugando un serio arresto, pero ¡qué diablo!, el hambre podía más que toda otra consideración.
Enfilamos, pues, a la calle, y nos metimos en casa de la señora N., donde había gran reunión de muchachas liadísimas y damas de la más famosa respetabilidad. Pedimos una palabra a la señora y entramos en materia sobre tablas.
- Hemos oído decir al ministro, de quien somos ayudantes, que antes de irse de Dolores, quisiera bailar una noche para conocer esta bella sociedad, y como el tiempo apremia, porque se va pasado mañana, hemos venido a ver a ustedes, en comisión. Como ésta es la casa más aparente y lujosa, y usted una dama tan distinguida –añadimos sin darle tiempo a responder-, hemos creído que usted no tendría inconveniente en prestarnos el local para dar el baile, aunque sería mejor que usted lo diera, pues así invitaría a sus relaciones. El ministro tiene de usted muy buenos recuerdos, y le hemos oído decir que es la dama más distinguida de Dolores.
La pobre señora se quedó envuelta en una red sin salida. Argumentó que su casa era muy pobre para tanto honor, que sería feliz en complacernos, pero que no podía prestar la casa, pues tal vez lo tomara a mal su marido ausente, pero que ella daría el baile.
¡El triunfo no podía ser más espléndido!
Agradecimos vivamente a la dama so complacencia, y como ella se mostrara ignorante en la manera de preparar esas fiestas, nos ofrecimos a servirle de maestros de ceremonias, y con aquel pretexto nos quedamos a comer.
¡Oh, día inolvidable! Mientras nosotros repetimos ocho veces sopa, nuestros compañeros se despacharon un asado de costillas. Una dificultad seria había surgido de pronto: no había pianista en Dolores; ¿quién tocaría?
- Tocaremos nosotros –dijimos-, casualmente yo y el doctor López somos concertistas.
Todo quedó así arreglado para el día siguiente: la mesa para cien cubiertos se encargó al Hotel de Mazzuchi, donde paraba el doctor Alsina, y no se habló más de la cosa. Todo el mundo estaba invitado, menos el ministro de la Guerra, en cuyo obsequio se daba la fiesta, porque podría descubrir el pastel, y como nosotros éramos los encargados de invitar a los caballeros, nos guardamos muy bien de decir una palabra.
Todo Dolores femenil estaba invitado: las muchachas trasnochaban para concluir el traje que debían estrenar aquella noche, y nosotros zurcíamos nuestras pilchas para presentarnos de una manera decorosa.
La hora llegó por fin, y nos lanzamos como una avalancha a aquella casa llena de luz y de bellezas, donde nos esperaba la más opípara de las cenas. Todo era allí alegría y esplendor; nosotros no le habíamos dormido al piano, le sacudíamos un feroz manteo al “Dame Bacaray”.
Todas las muchachas esperaban al ministro de la Guerra; pero a las doce de la noche se apareció un ayudante pidiendo mil perdones, porque el ministro se había enfermado y no podía venir. El baile fue, sin embargo, de lo más entretenido, pues la concurrencia masculina era formada por nuestros mozos más distinguidos.
A las cinco de la mañana salíamos con el vientre repleto y el recuerdo de nuestra más salada noche. En los bolsillos, en el seno y hasta en las cañas de la botas, habíamos llevado provisiones de masas, pollos, chocolates y pan para una semana.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).
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