El 29 de octubre de 1840, el vicealmirante Ange Rene Armand de Mackau, Barón de Mackau, plenipotenciario de Francia y Felipe Arana, ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, firmaron a bordo de la “Boulonnaise”, el tratado que ha pasado a la historia con el nombre de Convención Mackau-Arana. Con ello se ponía fin a una guerra de más de dos años, motivada por las exigencias francesas –injustas en el fondo e improcedentes en la forma- acerca del trato de los súbditos de Francia en la Confederación Argentina; guerra en que las armas federales, en Martín García, Arroyo del Sauce y Atalaya, habían demostrado a los franceses que la conquista no era empresa fácil en América.
La Convención Mackau-Arana constaba de siete artículos que analizaremos brevemente.
Decía el artículo 1º: “Quedan reconocidas por el Gobierno de Buenos Aires las indemnizaciones debidas a los franceses que han experimentado pérdidas o sufrido perjuicios en la República Argentina; y la suma de estas indemnizaciones, que solamente queda para determinarse, será arreglada en el término de seis meses, por medio de seis árbitros nombrados de común acuerdo, y tres por cada parte, entre los dos Plenipotenciarios. En caso de disenso, el arreglo de dichas indemnizaciones será deferido al arbitramento de una tercera potencia, que será designada por el Gobierno Francés”.
Este artículo ha sido invocado por los enemigos de Rosas, para demostrar que la Convención Mackau-Arana no fue un triunfo de éste. Mariano Pelliza, por ejemplo, lo comenta en la siguiente forma: “De este modo vergonzoso llegó Rosas a terminar aquella primera desinteligencia con la Francia, cediendo lo que había negado dos años antes, después de someter la provincia a los efectos desastrosos del bloqueo. Si mejor aconsejado o mejor inspirado, ya que no escuchaba consejos de nadie, hubiera reconocido a la Francia en 1838 las reclamaciones que fueran justas, habría ahorrado a la provincia de Buenos Aires la vergüenza de que su nombre figurara en tal triste negociación”. (1)
Esta interpretación unitaria del artículo 1º, fruto de la obcecación y del apasionamiento, no resiste un análisis objetivo. Dicho artículo no hace más que sentar el principio general del derecho a la indemnización por perjuicios sufridos. Ahora bien, Rosas nunca negó ese derecho a los súbditos franceses. Léase, sino, la nota del ministro Arana al contralmirante Leblanc, donde expresa que “lejos de considerar las reclamaciones a que alude V. E. como desatendidas o repelidas, importa solamente la materia de una cuestión no discutida; porque según queda manifestado, el señor Gobernador nada ha contestado acerca de ellas, y ha reservado discutirlas y considerarlas cuando ellas, según el uso recibido en todas las naciones, sean deducidas por medio de un ministro o agente diplomático enviado ad hoc, bajo las formas establecidas”. Lo que no quería Rosas era que tales indemnizaciones fuesen exigidas por un vicecónsul sin atribuciones apoyado en una escuadra. Lo que quería, que se respetara en la Confederación Argentina la dignidad de una nación independiente. Y eso lo consiguió en la Convención de 1840.
El arbitraje que establecía el artículo 1º, estaba bien lejos de las irritantes imposiciones del vicecónsul Roger en el ultimátum del 23 de setiembre de 1838, que exigía la inmediata oblación en el consulado de determinadas sumas de dinero que en el mismo ultimátum se especificaban. Francia tuvo que ceder, enviar un plenipotenciario en forma, como lo era el Barón de Mackau, y someter la cuestión a árbitros. ¿Dónde está, pues, la “humillación” argentina?
El propio Florencio Varela se encargó de desmentir por anticipado a los que luego hablarían de tal pretendida humillación. En su estudio titulado: “Desenvolvimiento y desenlace de la cuestión francesa en el Río de la Plata”, dice así:
“Bochornoso (sic) es comparar el ultimátum de la Francia, denunciado el 23 de setiembre de 1838 –cuando Rosas era omnipotente, cuando Oribe mandaba, por él y para él, en el Estado Oriental, cuando ninguna provincia ni ciudadano alguno argentino amenazaba su poder-, con lo que de él se ha conseguido en un tratado en octubre de 1840, teniendo contra sí ocho provincias argentinas y el Estado Oriental, todo en armas…
“En el ultimátum del 23 de setiembre de 1838 se exigió, como condiciones sin las cuales no podría tener lugar el restablecimiento de la armonía, 20.000 duros para la familia de Bacle, 10.000 para Lavié, pagaderas ambas sumas inmediatamente, el reconocimiento del crédito de Despuoy, con el compromiso de pagar su capital dentro de un año, y de liquidar los premios en tres meses.
“Se fijaban allí las personas perjudicadas, las cantidades que había de dárseles por reparación, y los términos del pago.
“Pues bien, el restablecimiento de la armonía ha tenido lugar sin que la Francia obtenga ni el reconocimiento de acción alguna de determinada persona, ni el monto de ninguna cantidad, ni los términos siquiera en que hayan de hacerse los pagos.
“En una palabra, lo único que se había conseguido es el reconocimiento de un principio que no hay necesidad de registrar en tratado; porque sabido es que, con tratado o sin él, el que perjudica a otro sin razón, le debe indemnizaciones”. (2)
He aquí, pues, cómo la disposición del artículo 1º, que para Pelliza, Ingenieros, y otros, era “vergonzosa” y “depresiva” para la Confederación Argentina, resulta ser, según Varela, “bochornosa” para Francia. Alejémonos un poco de los extremos y reconozcamos que Rosas, en ella, consiguió hacer respetar los derechos argentinos.
El artículo 2º de la Convención disponía lo siguiente: “El bloqueo de los Puertos Argentinos será levantado, y la Isla de Martín García evacuada por las fuerzas francesas en los ocho días siguientes a la ratificación de la presente Convención por el Gobierno de Buenos Aires. El material del armamento de dicha isla será repuesto tal como estaba el 10 de octubre de 1838. Los dos buques de guerra argentinos capturados durante el bloqueo u otros dos de la misma fuerza y valor, serán puestos en el mismo término, con su material de armamentos completo, a la disposición del dicho Gobierno”.
Esta cláusula significaba para Francia algo así como un “mea culpa” del bloqueo. Era volver las cosas a su estado inicial. Mientras en 1838 un simple vicecónsul exigía perentoriamente y una escuadra apoyaba sus exigencias, en 1840 el vicecónsul es reemplazado por un plenipotenciario en forma que negocia de igual a igual los asuntos en cuestión y revoca los actos de guerra realizados.
El artículo 3º, verdadero triunfo de Rosas, dice así: “Si en el término de un mes, que ha de contarse desde la dicha ratificación, los argentinos que han sido proscriptos de su país natal en diversas épocas después del 1º de diciembre de 1828, abandonan todos, o una parte de entre ellos, la actividad hostil en que se hallan actualmente contra el Gobierno de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, el referido Gobierno, admitiendo desde ahora, para este caso, la amistosa interpretación de la Francia, relativamente a las personas de estos individuos, ofrece conceder permiso de volver a entrar en el territorio de su Patria a todos aquellos cuya presencia sobre este territorio no sea incompatible con el orden y seguridad pública, bajo el concepto de que las personas a quienes este permiso se acordare, no serán molestadas ni perseguidas por su conducta anterior. En cuanto a los que se hallan con las armas en la mano dentro del territorio de la Confederación Argentina, tendrá lugar el presente artículo sólo a favor de aquellos que las hayan depuesto en el término de ocho días, contados desde la oficial comunicación que a sus Jefes se hará de la presente convención, por medio de un Agente Francés y otro Argentino, especialmente encargado de esta misión. No son comprendidos en el presente artículo los Generales y los Jefes Comandantes de cuerpos, excepto aquellos que por sus hechos ulteriores se hagan dignos de la clemencia y consideración del Gobierno de Buenos Aires”.
Para comprender el verdadero sentido de este artículo, es preciso no olvidar que los franceses no actuaron solos contra la Confederación, sino coaligados con los “riveristas” y con los unitarios. La invasión de Lavalle a Entre Ríos y Corrientes, y luego a Buenos Aires, fue financiada por Francia y facilitada por la escuadra bloqueadora. Existía entre Francia y los enemigos políticos de Rosas una alianza de hechos, que el propio Thiers había reconocido pública y solemnemente y que llegó a convertirse en protocolo diplomático por el Acta del 22 de julio de 1840, firmada por el plenipotenciario francés Martigny y por la “Comisión Artgentina” compuesta de Agüero, Cernadas, Gómez, Alsina, Portela y Varela. Con la Convención Mackau-Arana, Rosas consiguió romper esa alianza. Y el artículo que comentamos al señalar a los unitarios que luchaban en territorio argentino un plazo de 8 días para acogerse a la amnistía, los reducía al dilema de aceptarlo, lo que significaba para Rosas la paz interna, o de continuar la lucha sin el apoyo de Francia, lo cual era y fue su hundimiento. Es sabido, en efecto, que Lavalle rechazó la propuesta de amnistía que le llevaron el marino Halley y el general Mansilla. Al año siguiente era vencido en Famaillá.
“El artículo sobre los salvajes unitarios los concluye”, decía Rosas comentando el tratado. Y añadía: “No volverán en América a unirse sus hijos a los extranjeros, sin acordarse de lo que les ha pasado”. Desgraciadamente, Rosas era mejor estadista que profeta. Dos años después, Francia unida a Inglaterra, a Rivera y a los emigrados, volvió a la carga. Pero sólo fue para encontrar la misma resistencia y dar a Rosas la oportunidad de un triunfo aún más amplio y definitivo.
Con el artículo 4º, Francia trataba de no dejar en posición excesivamente desairada a sus ex aliados orientales. Decía así: “Queda entendido que el Gobierno de Buenos Aires seguirá considerando en estado de perfecta y absoluta independencia la República Oriental del Uruguay, en los mismos términos que estipuló en la Convención preliminar de paz ajustada el 27 de agosto de 1828 con el Imperio del Brasil, sin perjuicio de sus derechos naturales, toda vez que los reclamen, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina”.
Los términos de este artículo eran sumamente amplios y dejaban a Rosas en cómoda situación. La Confederación Argentina nunca había desconocido la independencia del Uruguay, ni había pretendido considerarla “provincia”, como al Paraguay. Es cierto que el triunfo de Oribe hubiera conducido a una alianza y estrecha unión entre ambos estados; pero eso era ya otro asunto. El hecho es que Oribe era el “presidente legal” del Uruguay y tenía derecho a aliarse con quien mejor le pareciese. No podía decir lo mismo el Brasil, que a los dos años de firmado el tratado de 1828 había enviado a Europa al Marqués de Santo Amaro, para convencer a Inglaterra y a Francia de que el Estado Oriental debía volver a formar parte del Imperio. El Brasil no abandonó nunca ese propósito. El triunfo de Rivera hubiera sido su triunfo. Y “la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina” hubieran quedado seriamente comprometidos. “Intervenir en el Uruguay –dice Carlos Pereyra- no era sólo un derecho; era un deber en el caso de Rosas”.
Esto lo sabían tanto Francia como Rosas al acordar la redacción del artículo 4º. Por eso dicho artículo se refiere a la independencia del Uruguay; pero no a la guerra existente. Y por eso Rosas, el mismo día de la Convención, le hace decir a Oribe que “el artículo sobre la República Oriental nos deja en libertad para continuar la guerra”.
El artículo 5º, reglaba la situación de los súbditos franceses en la Argentina y de los argentinos en Francia en la siguiente forma: “Aunque los derechos y goces que en el territorio de la Confederación Argentina disfrutan actualmente los extranjeros en sus personas y propiedades, sean comunes entre los súbditos y ciudadanos de todas y cada una de las naciones amigas y neutrales, el Gobierno de S. M. el Rey de los Franceses, y el de la Provincia de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, declaran, que ínterin medie la conclusión de un tratado de comercio y navegación entre la Francia y la Confederación Argentina, los ciudadanos Franceses en el territorio Argentino, y los ciudadanos Argentinos en el de Francia, serán considerados en ambos territorios, en sus personas y propiedades, como lo son o lo podrán ser los súbditos y ciudadanos de todas y cada una de las demás naciones, aún las más favorecidas”.
Este artículo también ha sido invocado por los que, después de haber apoyado incondicionalmente a Francia en todas sus pretensiones, tuvieron el cinismo de criticar a Rosas por haber “cedido”. No reparan –y hay que insistir en ello, a riesgo de parecer cargoso, porque es fundamental- en que la cláusula de la nación más favorecida fue exigida a Rosas por un vicecónsul en un ultimátum, en el que se le advertía: “Si no acepta, tendrá que esperar la resolución que de al asunto el gobierno de Francia, y sufrir entre tanto la dura ley del bloqueo”. Ahora, en cambio, Rosas concede ese privilegio, en un tratado firmado por un plenipotenciario en forma, en que Francia y la Argentina se colocan en un mismo pie de igualdad, ya que se otorga el mismo privilegio a los ciudadanos argentinos residentes en Francia.
Esta cláusula, como dice Saldías, “zanjaba el motivo ostensible de las dificultades que había suscitado la Francia, aunque no resolvía la cuestión relativa a los derechos de los franceses domiciliados en la Confederación, en los términos en que lo había exigido esa nación por la fuerza de las armas. Era más bien un “modus vivendi”, tal cual lo había propuesto Rosas antes y después del bloqueo”. (3) Y nótese que ese “modus vivendi” quedaba subordinado a la conclusión de un tratado de comercio y navegación, que Rosas, una vez levantado el bloqueo, podía negociar con entera libertad.
El artículo 6º incluía una restricción a la cláusula de la nación más favorecida. “Sin embargo lo estipulado en el presente artículo –establecía refiriéndose al anterior- si el Gobierno de la Confederación Argentina acordase a los ciudadanos o naturales de algunos, o de todos los Estados Sud Americanos, especiales goces civiles o políticos, más extensos que los que disfrutan actualmente los súbditos de todas y cada una de las naciones amigas y neutrales, aún la más favorecida, tales goces no podrán ser extensivos a los ciudadanos Franceses residentes en el territorio de la Confederación Argentina, ni reclamarse por ellos”.
Esta restricción indignó a los unitarios y Varela la atribuyó a “ese espíritu mezquino, antisocial, que trata de levantar muros de separación entre los pueblos americanos y los europeos, y que ha dirigido siempre la negra política del Dictador”. Ellos, ofuscados con su pequeña política de factoría, no podían comprender la grandeza de la política imperial de Rosas, de neta filiación hispánica, que se reservaba derechos en América frente al imperialismo mercantil europeo.
Finalmente, el artículo 7º, contenía las disposiciones usuales acerca de las ratificaciones por parte de ambos gobiernos y de su respectivo canje, que debía hacerse en el plazo de ocho meses, “o más pronto si se pudiese verificar”.
La Convención fue sometida a la Junta de Representantes, la que autorizó al Gobierno para ratificarla. Rosas lo hizo así el 31 de octubre de 1840. Al día siguiente, 1º de noviembre, el plenipotenciario de Francia mandó enarbolar la bandera argentina a bordo del “Alcmene” y saludarla con 21 cañonazos, saludo que fue retribuido por la plaza de Buenos Aires.
Tal fue la famosa Convención Mackau-Arana. Un tratado en que ambas potencias, colocadas, gracias a la energía de Rosas, en el mismo pie de igualdad, se hicieron concesiones mutuas. Pero detrás de la letra de ese tratado había algo más. Francia había venido al Río de la Plata hablando de establecer su “influencia” a la vez en Buenos Aires y en Montevideo (4), y se iba sin obtener siquiera el triunfo amplio de sus propósitos más ostensibles. Tal tratado significaba, por consiguiente, la derrota de las pretensiones francesas en el Río de la Plata. Era, en realidad, una victoria argentina. Así lo comprendió el pueblo de Buenos Aires, celebrándolo en forma que –como lo hace notar Héctor R. Ratto- “más sabía a triunfo de armas que a pacificación”, y que se manifestó en descargas de mosquetería, fuegos artificiales, bandas militares, repique de campanas y entusiasmo popular sin límites. Así lo interpretó también el propio Rosas, cuando el mismo día de la Convención le escribía a Pacheco:
“Mi querido amigo: Te felicito y abrazo con la expresión íntima de mi corazón americano, y en tu distinguida persona a todo ese valiente virtuoso ejército. Está concluida la convención de paz con la Francia, hoy 29 de octubre del año del Señor de 1840. Es honrosa para la confederación y para el continente americano. Hemos logrado para dicho continente un artículo de un valor inmenso. Así corresponde la verdadera virtud a una ingratitud marcada solo de pura cobardía, no en los pueblos, sino en las personas que componen sus gobiernos. ¡Dios es infinitamente justo y misericordioso”. (5)
De 1840 en adelante, las potencias europeas pudieron saber a qué atenerse respecto de la posibilidad de establecer sus “influencias” en el Río de la Plata. Y si alguna duda pudo quedarles, debió desaparecer totalmente cinco años después, cuando el cañón de Obligado demostró a Francia e Inglaterra –al decir de San Martín- “que pocos o muchos, sin contar los elementos, los argentinos saben siempre defender su independencia”.
Referencias
(1) Mariano A. Pelliza – La Dictadura de Rosas, página 152
(2) Citado por Aquiles B. Oribe, Brigadier General Don Manuel Oribe, Tomo II, página 395.
(3) Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, Tomo III, página 221.
(4) Véase el Acta del 16 de noviembre de 1838, citada por Font Ezcurra, La Unidad Nacional, página 30.
(5) Citada por Ernesto Quesada, Lamadrid y la Coalición del Norte, página 174, nota 124.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Ezcurra Medrano, Alberto – La convención Mackau-Arana.
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