Faltaba poco para que se cumpliera el primer aniversario de la Revolución de Mayo de 1810, cuando los pobladores linderos a la plaza de la Victoria observaron algunos movimientos en torno al centro de aquélla. A partir del 5 de abril de 1811, en medio de la Revolución de los Orilleros Porteños, el Cabildo se puso a desarrollar un programa de festejos para conmemorar el año número uno del primer gobierno criollo.
Calculaban las autoridades gubernativas que la actual plaza de Mayo debía estar adornada con guirnaldas y cartelones, los cuales colgarían de los arcos de la Recova que allí se había mandado erigir en 1804. Y, cual frutilla del postre, se tiró la idea de construir una pirámide u obelisco alegórico que tenía que ser de yeso y de madera, como para que al poco tiempo desaparezca. Sin embargo, esta última opción fue rebatida por un prácticamente desconocido personaje del viejo Buenos Aires: don Juan Antonio Gaspar Hernández.
Hernández fue, en 1811, el primer director de la Escuela de Bellas Artes de la Argentina y, como tal, se encargó de diseñar una pirámide u obelisco más resistente que aquel pensado para el yeso y la madera. Indicó que la obra debía hacerse con ladrillos, para perpetuarse como monumento eterno frente al Cabildo. También pensó en las frases y diseños que la acompañarían, como por ejemplo el escudo de la ciudad y, en sus caras, frases alusivas a la jornada del 25 de mayo de 1810. Incluso, estaba la idea de incluir inscripciones referidas a las Invasiones Inglesas. Los señores Manuel Aguirre y Martín Grandoli, en representación de los cabildantes, fueron comisionados para presentar a la Junta Grande el proyecto. Cornelio Saavedra los recibió, aceptando la idea pero reparando en que las inscripciones solamente tenían que remitirse a los sucesos del 25 de mayo. Esta actitud levantó varias suspicacias, más teniendo en cuenta que, por lo menos durante la Segunda Invasión Inglesa, Saavedra había sido un héroe de la resistencia nacional.
Aquí aparece otra personalidad poco valorada. Se trata de don Francisco Cañete, maestro mayor de obras que fue considerado por los porteños como el mejor constructor de su tiempo. Cuando fue llamado para echar mano a la pirámide de la plaza de la Victoria, se hallaba trabajando en el Coliseo de Comedias. Como no quedaba mucho tiempo para el día 25 de mayo de 1811, el Cabildo le pidió a Cañete que dejara momentáneamente el Coliseo de Comedias, para ponerse a trabajar en el nuevo proyecto.
Comienzo de la obra
El 6 de abril, Francisco Cañete cavó los cimientos sin importarle los sucesos disparados por los orilleros de la metrópoli que, partidarios de Saavedra, reclamaban la expulsión de todos los morenistas de la Junta Grande. Mariano Moreno, recordemos, había muerto sospechosamente en alta mar un mes atrás, en marzo de 1811.
El presupuesto que se le otorgó a Cañete para levantar la pirámide fue de 6.000 pesos fuertes, suma de dinero bastante ajustada, lo que probó la habilidad del constructor para ahorrar materiales y para limitarse a un diseño más o menos sencillo, sin exhuberancias. Los obreros, para el caso, dejaron el tronco piramidal hueco por dentro, para poder trabajar con mayor rapidez temporal y para ahorrar ladrillos. Para darle consistencia al obelisco, Cañete decidió poner una pieza u objeto de madera dura en su cavidad interna, con la finalidad de sostener la estructura del monumento. Además, dicho objeto permitiría, en futuros festejos de la Revolución de Mayo, que la gente pueda colocar encima de la obra guirnaldas, gallardetes y leyendas sin que corra peligro de derrumbe.
En resumen, la primera versión fue hecha de adobe cocido, tenía un zócalo sobre dos gradas, un pedestal sencillo de cuatro ángulos entrantes y cornisa volada alrededor. El obelisco era de estilo romano y la cúspide remataba en un feo vaso que, en general, no mejoraba el conjunto. Tenía una altura de 14,92 metros, y a su alrededor fue puesta una reja sostenida por doce pilastras de mampostería que culminaban en sencillas perillas de terracota. El enrejado quedó constituido por 49 quintales y siete barras de hierro, todo lo cual demandó un costo de 834 pesos con cinco reales, incluyendo en este valor la mano de obra del herrero. Estos gastos los pagó, desde luego, el Cabildo de Buenos Aires.
La inauguración de “la pirámide”
A pesar de que el monumento pretendió ser un obelisco, desde el mismo día 25 de mayo de 1811 –día de su inauguración- la gente lo empezó a llamar “la pirámide”, sustantivo con el que ha pasado a la historia. El maestro mayor de obras, don Francisco Cañete, indicó aquella jornada festiva que la obra no estaba terminada, que restaban algunos detalles más, pero no se le dio mayor importancia.
Ignorando que Mariano Moreno había muerto ya varias semanas atrás, su viuda, María Guadalupe Cuenca, le mandó una correspondencia para que la leyera ni bien arribara a Europa. La misma decía así en uno de los párrafos: “Están en una gran función en acción de gracias por la instalación de la junta; predica Chorroarín, han hecho arcos triunfales, una Pirámide en medio de la Plaza, aunque no la han podido acabar…”.
Otra impresión de la jornada de inauguración, la da Juan Manuel Beruti en sus estupendas “Memorias Curiosas”: “El 25 de mayo de 1811 (…) se construyó la gran pirámide que decora la plaza Mayor de esta capital y recuerda los triunfos a la posteridad de esta ciudad, la que se principió a levantar sus cimientos el 6 de abril último; pero aunque no está adornada con los jeroglíficos, enrejados y adorno que debe de tener por la cortedad del tiempo que ha mediado, sin embargo a los cuatro frentes provisionalmente se le puso una décima en verso, alusiva a la obra y victorias, que habían ganado las valerosas tropas de esta inmortal ciudad, y las que esperaban ganar en defensa de la patria, su libertad, y de las banderas que juraron defender; las que de todos los cuerpos se pusieron a los 4 frentes sobre las gradas de la pirámide sobre pedestales que se pusieron al efecto, cuyas banderas y estandartes estuvieron adornando dicha obra los cuatro días de las funciones, poniéndose desde las ocho de la mañana hasta las 8 de la noche que las retiraban a sus cuarteles”. Sugiere Juan Manuel Beruti, que no guardaba parentesco alguno con el Beruti protagonista de mayo de 1810, que cuando quedaban expuestas las banderas de las tropas nacionales alrededor de la base de la pirámide, las mismas eran iluminadas en horas de la noche con velas que ardían para “la vista del público”.
El mismo Beruti deja sentado que, durante aquellas cuatro jornadas de celebración por el primer aniversario de la Revolución de Mayo, la gente estaba “fuera de sí, y no pensaba en otra cosa sino en divertirse hermanablemente, aunque para el mejor orden de las oraciones por bando público se mandaron cerrar todas las tabernas o casa pública de venta de bebidas fuertes”. Se vieron muchos alcaldes de barrio rondando las manzanas de la ciudad portuaria en esos días de júbilo.
Para el mes de julio de 1811, la flamante pirámide ya era un lugar pensado para todo tipo de celebraciones de carácter evocativo y patriótico. El último día de ese mes de julio, la Junta Grande resolvió homenajear al capitán Manuel Antonio Artigas (primo del Protector de los Pueblos Libres) y al comandante Felipe Pereyra Lucena, ambos muertos en heroicas acciones por la emancipación de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Para ello, se mandaría fundir una placa de bronce que, llevando el nombre de ambos, habría de embutirse en el zócalo de la Pirámide.
No obstante la buena intención, el designio no pudo concretarse, pues los tiempos de la política eran otros. El presidente Cornelio Saavedra fue enviado al norte para que brinde su apoyo y experiencia al venido a menos Ejército del Alto Perú, aunque otra fue la intención de semejante traslado: una vez en el norte, la Junta Grande se deshizo de Saavedra, quitándole la jefatura y dejándolo en el desamparo más absoluto. Por otra parte, en noviembre de 1811 desaparece la Junta Grande a manos del Primer Triunvirato como órgano ejecutivo. De modo que, el decreto para honrar a Artigas y a Pereyra Lucena, que fuera publicado por “La Gaceta” el 1° de agosto de 1811, fue encarpetado y pasó al olvido.
Otros proyectos en torno a la obra
En febrero de 1812, y ante el temor de que la Pirámide pase desapercibida ante la alta torre del Cabildo, la inmensidad que entonces tenía la plaza de la Victoria y el elevado arco central de la Recova, el Cabildo ordenó colocar cuatro faroles esquineros en la reja perimetral, alimentados a sebo de potro. Se estima que a partir de esta modificación, la mayoría de los festejos populares se celebraron en torno a la Pirámide.
Sin embargo, la Pirámide de Mayo sufrió un lento pero paulatino abandono, al punto de servir su verja de improvisado “palenque” cuando, el 23 de febrero de 1820, los caudillos federales “Pancho” Ramírez y Estanislao López ataron sus caballos en ella. El salvaje unitario Vicente Fidel López, irritado, expresó lo que sigue: “Toda esa chusma ató los redomones en las verjas de la Pirámide y subió al Cabildo de Mayo, donde se les había preparado un refresco de beberaje en festejo de la paz. Fácil es conjurar la ira y la indignación del vecindario al verse reducido a soportar tamañas vergüenzas y humillaciones”. El símbolo porteño por excelencia, ahora caía abatido por los justos reclamos que surgían del interior purísimo de la patria. Lo cierto es que las montoneras se fueron y la Pirámide quedó.
Será Bernardino Rivadavia, quien mediante un extenso proyecto solicitó el 18 de mayo de 1826 embellecer la plaza 25 de Mayo (ahora se llamaba así el espacio), al tiempo que seguir homenajeando a los hombres de 1810. Se estimaba levantar en dicha plaza “una magnífica fuente de bronce, que recuerde constantemente a la posteridad el manantial de prosperidad y de glorias que nos abrió el denodado patriotismo de aquellos ciudadanos ilustres”. Esta obra se ubicaba dentro de un ambicioso, aunque extravagante, plan de aguas corrientes que Rivadavia tenía pensado implementar en la ciudad. Dicha fuente, además, alojaría en su base esta leyenda grabada: “LA REPUBLICA ARGENTINA A LOS AUTORES DE LA REVOLUCION EN EL MEMORABLE 25 DE MAYO DE 1810”. Y más abajo aún, en medallones, los nombres de esos autores.
El hecho es tragicómico, puesto que ni el propio Rivadavia sabía el nombre de todos los que participaron, y como el proyecto en cuestión no lograba demasiados adeptos, nadie se molestó en recordarlos. Duraron varias semanas las sesiones donde se discutía sobre este punto. Así y todo, hubo otro impedimento: el económico. Se alegaba que la fuente, no solamente costaría un dineral sino que, además, eclipsaría la belleza solitaria de la Pirámide de Mayo. En todo caso, y en medio de las acaloradas discusiones, hubo quienes auspiciaron demoler la Pirámide porque “ese no es un monumento respetable; más respetable es la fuente que se piensa”, según el representante de Córdoba, don José Eugenio del Portillo. José Valentín Gómez también se manifestó por el mismo planteo. Lo que no se llegó a comprender del proyecto original, fue que Bernardino Rivadavia quería construir una fuente entre el Fuerte y el Cabildo, sin tocar a la Pirámide de Mayo.
Sin estar convencido del proyecto, Gómez llegó a decir que “sería indispensable que ese monumento cuanto antes desaparezca de nuestra vista, porque él no puede ser más pequeño ni más imperfecto… porque es claro que esa pirámide tal cual existe no puede continuar por mucho tiempo, y que tampoco puede arrancárselo impunemente”. Con lo último, José Valentín Gómez estaba convencido que si se decidía tirar abajo la Pirámide, el pueblo se les opondría enérgicamente, perdiendo popularidad y hasta el gobierno.
Resultan muy sabias las palabras del ministro de Rivadavia, Julián Segundo de Agüero, en cuanto a que sirvieron para decretar la ley del 10 de junio de 1826 para llevar a cabo la susodicha fuente sin tener que derribar la Pirámide. Dice así: “El Ministro que habla conoce toda la imperfección y pequeñez de ese monumento para perpetuar la memoria de un suceso tan grande, y cuya memoria debe ser entre nosotros eterna; pero tiene una consideración especial, que impide el que se eche por tierra ese monumento y que en su lugar se levante otro, y es el que es sumamente perjudicial y ruinoso en todo estado que un gobierno se acostumbre a deshacer todo los que los otros anteriores hayan hecho en cualquier tiempo, y especialmente en aquellas cosas que entre nosotros deben considerarse clásicas en un estado; esto es mucho más grande… Yo creo que, sean cuales sean las impresiones de ese monumento y la pequeñez de esa pirámide consagrada a perpetuar la memoria del 25 de mayo, ellos deben ser respetados”.
La ley del 10 de junio de 1826 constaba de cuatro artículos, donde el segundo decía que dicho monumento (fuente) “consistirá en una magnífica fuente de bronce”. Desde luego que, ante los gastos ocasionados por la guerra contra el Brasil, hacer una fuente de bronce era totalmente inviable, y de hecho lo fue. Para ser honestos, Rivadavia no fue un dirigente muy consustanciado con la realidad del país, de allí sus conocidas medidas harto cuestionables y de difícil puesta en escena. Al renunciar Bernardino Rivadavia, y al disolverse el Congreso Nacional, también con ellos se fue el proyecto de la fuente.
La Pirámide en la etapa federal
No hay mucho para agregar sobre la primera Pirámide de Mayo en los años previos a la Confederación Argentina. Se sostiene que el monumento, hacia 1834, se descascaraba y sus ladrillos podían verse a la intemperie. El olvido de las anteriores administraciones hizo que las rejas se mostraran torcidas y oxidadas. Eso era todo.
Tal vez preocupados por tan lamentable ruina, en enero de 1835, apenas dos meses antes de que asuma por segunda vez Juan Manuel de Rosas, el gobierno provincial hizo una verdadera restauración de la obra. Llegó a recaudar 699 pesos fuertes de la época que fueron a parar al albañil Juan Sidders y al herrero Robert M. Gaw. De acuerdo a las crónicas que lo ameritan, la Pirámide quedó reluciente, y de este modo permaneció el resto de la administración rosista, con la dignidad recuperada. A lo sumo, y en concordancia con los tiempos que se vivían, se le daba una mano de pintura roja.
Después de la batalla de Caseros, en febrero de 1852, la Pirámide de Mayo regresó al olvido, al deterioro más lamentable. Eran sus últimos años, dado que en abril de 1856 se aprobó la ley de la municipalidad de Buenos Aires, la cual dispuso la reparación o modificación de la primitiva Pirámide. Para 1857 se perfeccionarían los detalles del nuevo emplazamiento, que es el que hoy observamos en la plaza de Mayo. Por lo tanto, la primera versión, que aún existe en nuestros días, yace dentro del nuevo monumento que está hecho de material más sólido.
Como último detalle, diremos que por mucho tiempo se especuló con que el antiguo enrejado de la primera Pirámide fue a parar a una carnicería de la calle Corrientes, entre Riobamba y Ayacucho, más nunca pudo comprobarse fehacientemente este gris destino.
Autor
Gabriel Oscar Turone
Bibliografía
Biblioteca de Mayo, Colección de Obras y Documentos para la Historia Argentina, “Beruti-Memorias Curiosas”, Tomo IV, Cámara de Senadores de la Nación, 1960.
García Mellid, Atilio. “Montoneras y caudillos en la historia argentina”, Eudeba, Octubre de 1974.
Portal www.revisionistas.com.ar
Revista Conocer y Saber. “Famosos anónimos”, Buenos Aires, Febrero 1990.
Revista Todo es Historia, Año II, N°10, Febrero de 1968.
Schiavetta, Oscar. “La Pirámide de Mayo”.
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