El 11 de octubre de 1838 los marinos franceses, asociados a los insurrectos riveristas, y a los argentinos reclutados por Andrés Lamas, Félix de Olazábal y Tomás de Iriarte, en número de cuatrocientos cincuenta, se apoderan de la isla Martín García. En Buenos Aires el hecho tuvo enorme repercusión patriótica entre los porteños, que veían en Rosas al defensor de la independencia nacional y del americanismo. Decía la Gaceta mercantil: “Ya que nos fuerza la guerra corramos a las armas, para no dejarlas sino cuando hayamos asegurado nuestra independencia y la libertad”.
La isla Martín García fue tomada por fuerzas navales francesas y soldados unitarios argentinos y orientales. La isla ha sido bombardeada y han desembarcado los franceses y los argentinos que sirven al enemigo de la patria. Los defensores han combatido valientemente y los franceses han tratado como héroes a los sobrevivientes. Una pequeña guarnición de ciento diez hombres, mandada por el teniente coronel Jerónimo Costa y el marino Juan Bautista Thorne, defendía la isla. Hubo una enérgica resistencia; pero faltos de defensas, debieron rendirse. Murieron sesenta defensores. Costa herido, entregó su espada al marino francés, Hipólito Daguenet, quien se la devolvió en mérito a su heroísmo. La bandera francesa fue izada en sustitución de nuestro pabellón nacional. Había corrido sangre argentina.
“Al bloqueo pacífico había seguido el bombardeo amistoso –dice el historiador mejicano Carlos Pereyra- graciosos preliminares de los saqueos civilizadores e incendios pedagógicos que vendrán después”. (1)
El 21 de noviembre de 1840, Bartolomé Mitre, desde las columnas de El Nacional de Montevideo, lamenta que la paz firmada el mes anterior por el barón de Mackau, haya hecho arriar de la isla la bandera francesa e izar nuevamente la argentina.
La bandera de Austerlitz
flameaba en Martín García
y a su lado relucía
del Oriente el pabellón.
Y hoy entre el polvo se ven,
porque el inmundo tirano
las arrancó de la mano.
¡Gracias, señor Mackau!
En la primavera de 1838 Rosas se instala con sus familiares en su quinta sobre el río, que llamó Palermo de San Benito, por la proximidad de la capilla del santo negro africano, lego dominico, venerado en la ciudad de Palermo en Sicilia, Italia. Saneó los bañados con zanjones que sirvieron de desagüe y rellenó con tierra negra los terrenos anegadizos.
El 20 de octubre Rosas pierde a su esposa, doña Encarnación, y al comunicar al gobernador de Corrientes la infausta noticia, le dice: “Así lo ha dispuesto Su Divina Majestad, y aunque mi espíritu miserable no puede conformarse, mis sentimientos religiosos lo están, según es mi deber y lo dispone nuestra sagrada Religión”.
Durante toda su vida le hace celebrar misas en sufragio de su alma, y en su honor levanta el actual templo parroquial de Nuestra Señora de Balvanera de las calles Azcuénaga y Bartolomé Mitre. Desde este momento lo acompañará con especial cariño su hija Manuelita, llena de “delicadeza femenina, de suave bondad y de generosa tolerancia”. Ella –dice el encarnizado antirrosista José Mármol- es “la esperanza y el consuelo” de los que acuden a pedir favores a su padre. “desempeñando (ante él) la dulce misión de la clemencia y de la gracia”.
El bloqueo perjudica también a las provincias del Litoral. Cullen, ministro de López, y que representa a Santa Fe y a Corrientes, como jefe de la oposición a la política de Rosas, había ido a Buenos Aires en mayo de 1838. Opinó ante Rosas que el conflicto no debía ser nacional sino sólo provincial por haberse originado por la violación de una ley de Buenos Aires. Rosas le argumentó que la nación es una e indivisible, de modo que la agresión a una parte del país era una agresión al país entero; y el bloqueo era un acto de guerra, aunque la guerra no haya sido declarada: La ley de 1821, origen de la agresión, será local; pero, la cuestión provocada por el extranjero, es nacional como la agresión. No queremos que Europa nos trate como a un pueblo de negros.
“Envíe Su Majestad un representante con poderes suficientes y haré un tratado –afirma Rosas- pero no cederé a las imposiciones de un empleadillo del consulado y del jefe de una escuadrilla, porque no lo permite la dignidad nacional”.
Por el artículo 2 del Pacto Federal de 1831, votado también por Cullen, como representante de Santa Fe, todas las provincias estaban obligadas solidariamente “a resistir cualquier invasión extranjera” sin discriminar la causa de la invasión; y por el artículo 13, “si llegase el caso de ser atacada la libertad e independencia de alguna de las provincias…. por otro poder extraño, todas las demás la auxiliarían”.
El diputado Nicolás de Anchorena fue más allá cuando afirmó el 31 de mayo de 1838 en la sala de representantes: “La causa que actualmente sostenemos es la de toda la Confederación, es la de todas las repúblicas americanas, (pues se trata de) repeler una nueva colonización (que sería) más irritante e ignominiosa que la española…. Un poder extraño amenaza a la independencia, a la libertad y a la dignidad nacional… Cuatro hombres díscolos tratan de desacreditar la autoridad, subvertir el orden e introducir la anarquía, aprovechándose de los conflictos en que nos ha puesto esa misma agresión extraña, acaso meditada, contando con tales elementos”.
Iguales expresiones pronunció el diputado Roque Sáenz Peña –el padre y abuelo respectivamente de los futuros presidentes argentinos Luis y Roque-: “Después que hemos conquistado la libertad e independencia… se pretende que renunciemos a los derechos que habíamos adquirido por la misma independencia que han reconocido las naciones europeas, y se exige de nosotros, bajo pretexto de condiciones, esa renuncia con las armas al pecho, del modo más ultrajante… Si nos sometiésemos a ella echaríamos un borrón indeleble en nuestra historia”.
Por unanimidad de votos se aprobó, el 8 de junio de 1838, reclamar ante el rey de los franceses: “La reparación de los agravios inferidos al honor de la Confederación y los perjuicios irrogados al país por el injusto bloqueo que hoy sufre. La independencia del país, su soberanía y dignidad nacional son para los argentinos, el don más preciado de que disfrutan… y se comprometen a sostenerlo aún a costa de sus vidas, haberes y fama… Al sostener V. Excia. tan sagrados como inviolables compromisos no hará más que agregar un nuevo título a los que la patria le reconoce al dirigirla con el esclarecido renombre de Restaurador de las Leyes”.
Como Cullen, sin la autorización correspondiente, anda en tratativas con Leblanc, proponiéndole “separar Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba de la tutela de Rosas”, a cambio del levantamiento del bloqueo parcial a favor de esas provincias, Rosas se enfurece, pues le exaspera –y con fundada razón- que otros se inmiscuyan en la dirección de las relaciones exteriores de la nación.
El bloqueo, que perjudica también a los ricachos y estancieros, igualmente perjudica a Rosas, pero esto no influye en el gobernante y en el patriota, a pesar de las protestas de sus representantes en la Sala y el grupo ganado por ellos en el Sur.
¿No es, acaso, traición el procurar bajo cuerda un arreglo con el enemigo, prescindiendo de la autoridad nacional encargada de las relaciones exteriores? Para Rosas esto constituye un grave delito contra el orden. Además, Cullen tiene relaciones con los franceses. El 12 de junio de 1838 el cónsul Roger ha escrito a las autoridades del gobierno francés asegurando que Cullen lograría la separación de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba de la Confederación, si se levantaba el bloqueo en lo que afectaba a esas provincias. En Santa Fe hay un representante para asuntos varios, Blas Despouys, uno de los sujetos por quien reclamaban el cónsul y el almirante; y el ministro de Cullen, Manuel Leiva, que actúa también en Corrientes, es quien, en 1832, escribió contra la política de Rosas en cartas que Quiroga entregó al Restaurador. Era preciso eliminar a Cullen del gobierno de Santa Fe. Contra él se subleva en el sur de la provincia santafesina el general Juan Pablo López, apodado “Mascarilla”, hermano del ex gobernador Estanislao López. Echagüe y Rosas desconocen a Cullen. En cambio, el gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada, le envía su adhesión e inicia, por medio de Leiva, una alianza.
Cullen, por su parte, hace aprobar por la legislatura de Santa Fe, el 23 de agosto de 1838, la conducta de Rosas contra los franceses, y por otra, manda en setiembre a su ministro Manuel Leiva a Corrientes para formalizar la alianza contra Rosas. Cullen, sin embargo, temeroso de Rosas, renuncia y desaparece de la provincia, pero sigue su campaña antirrosista desde Córdoba y Santiago del Estero.
“Mascarilla”, mientras tanto, entra en Santa Fe el 2 de octubre de 1838 y se hace elegir gobernador. Ya el general Pablo Echagüe, gobernador de Entre Ríos, se había declarado contra Cullen y, tras de López, entra también en Santa Fe el 3 de octubre de 1838. Cullen había huido el 29 de setiembre hacia Córdoba.
Leiva, ignorando los cambios de gobierno, escribe cartas comprometedoras para ambos y para Ferré, y López se las remite a Rosas.
Por esos días, un incidente con los franceses, precipitó los acontecimientos en el Uruguay. Desde el muelle del puerto de Montevideo es baleado, el 10 de octubre de 1838, un bote en que viajaba un oficial francés que, contraviniendo la reglamentación, se había embarcado al anochecer. Dos marineros resultaron heridos. Leblanc y Baradére enfurecidos, exigen que sean pasados por las armas el comandante del Fuerte y el jefe de la patrulla que hizo fuego. Ese mismo día, 11 de octubre de 1838, -día de la toma de Martín García- el cónsul inglés en Montevideo, Tomás Samuel Hood, le escribe al ministro inglés en Buenos Aires, Juan Enrique Mandeville, diciéndole: “Roger ha conferenciado largamente conmigo y me ha hablado de su alianza con Rivera y Cullen”.
El Uruguay de Oribe, bien lo sabemos, no ha tenido ni tiene cuestión alguna con Francia. Nada han hecho los orientales a esos hombres injustos y rapaces para que los traten como a enemigos. Sin embargo los tienen sitiados por agua y por tierra, les presentan el ultimátum el 16 de octubre de 1838, y, el 23, el general Manuel Oribe, héroe de la Independencia uruguaya, gobernante ejemplar, incorruptible ante las violaciones de los extranjeros, tuvo que renunciar a la presidencia y embarcarse, al día siguiente, con muchos militares y funcionarios, rumbo a Buenos Aires. Días después entra Rivera en Montevideo y asume todos los poderes. De esta manera Rosas ya tiene instalados enfrente a sus enemigos: Rivera, los unitarios y los franceses:
En su renuncia decía Oribe: “El Presidente Constitucional de la República… sólo cede a la violencia de una facción armada, cuyos esfuerzos hubieran sido impotentes si no hubiera encontrado su principal apoyo y la más decidida cooperación en la marina militar francesa, que no ha desdeñado aliarse a la anarquía para destruir el orden legal de esta República, que ninguna ofensa ha inferido a la Francia”.
Protesta, desde Buenos Aires el 8 de noviembre, “contra la violencia de su renuncia que la tiene por nula y arrancada por la fuerza y contra la infamia, la alevosía y la perfidia de la conducta del almirante y los agentes consulares de Francia, los cuales han abusado indigna y vergonzosamente de su fuerza y de su posición para hostilizar y derrocar al gobierno legal de un pueblo amigo e independiente”.
Por su parte el cónsul británico, mister Hood, notificaba a su gobierno desde Montevideo: “El gobierno legal de Montevideo fue destruido y el general Rivera fue puesto en su poder por las autoridades francesas, en el entendido de que no sólo favorecería los intereses de Francia aquí, sino que, en cooperación con las fuerzas navales francesas, comenzarían las hostilidades contra el actual gobierno federal de Buenos Aires, para producir la caída de Rosas y poner en su lugar la forma unitaria de gobierno”.
El “Times” de Londres, del 16 de enero de 1839, -el primer diario del mundo- habla de la indignación del comercio británico vinculado con la Argentina, del asalto de Martín García, sin previa declaración de guerra, de la intervención de Cullen, repudiado por el pueblo, y de “la chocante injusticia e insolencia de las exigencias francesas”, que lo han exasperado. “Nada (como haber aceptado y luego rechazado la intervención inglesa en el conflicto) puede patentizar con más claridad la mala fe de los franceses”.
El “Morning Chronicle” de junio de ese año añadía: “El gobierno francés no tiene derecho para hacer la guerra a aquel país sin ninguna especie de razón. La conducta del gobierno francés ha sido enteramente contraria a los principios que debiera practicar un gobierno independiente para con otro estado”.
El 19 de marzo, lord Sandon confirmaba estas opiniones en la cámara de los comunes diciendo: “(Francia ha unido su bandera a la de un grupo de sublevados para derrocar) al gobierno legal de Montevideo, con el cual se hallaba en paz. (La toma de Martín García por Francia, prueba) que los movimientos que se están practicando en Sudamérica no tienen el objeto que dice el gobierno francés, (sino el de) apoderarse de alguna porción de los estados sudamericanos”.
El diputado Lushington añadió: “(Las pretensiones francesas son) totalmente injustificables y jamás se hubieran hecho valer contra un país que tuviese los medios de defenderse. (Si estos argumentos), frívolos e infundados, fueran razones, Francia tendría derecho a cerrar los puertos de todas las costas del mundo”.
El primer ministro inglés, lord Palmerston, afirmó –según la notificación que el ministro Mandeville comunicó a Rosas- que “cualquier estado tiene derecho para llamar al servicio de las milicias a los extranjeros domiciliados, cuando no haya pacto en contrario; y que la Francia no lo tiene para exigir del gobierno argentino, por la fuerza, un tratado de amistad y comercio como el de Gran Bretaña con nuestro país”.
El 29 de agosto de 1839 el cónsul inglés en Montevideo escribía a lord Palmerston, en ocasión de la obligación impuesta en la Banda Oriental a los franceses y españoles para alistarse en las milicias, señalándole la incongruencia: “V. Excia. no dejará de observar la extraordinaria anomalía de que, mientras los vascos en este país están obligados a tomar las armas con la sanción de las autoridades francesas, los puertos de la República Argentina están ahora bloqueados a causa de la pretensión de ese gobierno de aplicar una práctica similar”.
Un criterio para Montevideo y otro para Buenos Aires.
Las opiniones del mundo entero, los diarios españoles, los de toda América y el parlamento de Brasil, están con Rosas. El “Journal of Commerce” de Nueva York decía que el ultimátum de Roger es “exorbitante y absolutamente inadmisible”; en cambio, la respuesta de Rosas es “un documento diplomático sobresaliente”.
Rivera, el 24 de febrero de 1839, presionado por los agentes unitarios y franceses, ha declarado la guerra a Rosas, quien no ha reconocido su gobierno usurpador y aliado a los unitarios argentinos y a los bloqueadores franceses. Rosas, en noviembre de 1838, solidarizándose con el presidente legal Oribe, y con los orientales leales se dispone a “reivindicar el honor y la dignidad de que alevosamente han sido despojados los hijos fieles (del estado uruguayo) sin menoscabo de la personería de aquella república”.
Lo hacía con pleno derecho de gobernante, pues un mes antes se había derramado sangre argentina en Martín García por la acción de franceses y orientales rebeldes. Rivera, en su campamento de Durazno, “pasa los días en jugar –escribe Leblanc- entregado al libertinaje… Y lleva la vida de un gaucho indolente. Su conducta es tan vergonzosa como inexplicable. Compromete al país de la manera más odiosa, la más culpable. Descuida sus compromisos con el gabinete del Brasil y con nosotros mismos; sobre todo después de la publicación solemne de su tratado de alianza ofensiva y defensiva con la provincia de Corrientes, que él cobardemente ha abandonado”. (2)
Salustiano Zavalía, ministro en Tucumán e integrante del grupo de los jóvenes “mayos” del Norte, Pío Tedín, Brígido Silva y Marco de Avellaneda, para ganarse a los gobernadores de Jujuy, Tucumán, Salta, Catamarca y Santiago del Estero, argumentaba, cual nuevo Alberdi, que la causa de Rosas, defendiendo la dignidad de la República, era justa; pero, no había que permitir que la ganara, de lo contrario su prestigio aumentaría; o sea, en su sectarismo cerrado, mediatizaba lo nacional a lo político.
Alberdi les escribió el 28 de febrero de 1839 y en su carta anarquizadota les decía: “Nosotros vamos a salvar a la República, (que) no tiene fuera ni dentro de ella más que un solo y único grande enemigo, sobre el cual es menester hacer obrar todos los elementos de la reacción… Estos poderes reaccionarios aliados son: el pueblo francés, el pueblo boliviano, el pueblo oriental y el pueblo argentino también… Ustedes no necesitan más, por ahora, (que retirarle la facultad de manejar las relaciones extranjeras, provocando así la disgregación nacional). Todo (lo demás) será hecho por acá. Aquí hay todo: plata, hombres, cañones, buques… Ustedes no tienen que prestar más que la cooperación moral… Ya Corrientes se ha unido a la Revolución; falta que Ustedes la sigan… Propongan lo que gusten, pidan lo que quieran, en la inteligencia que saldrán en todo contentos… Aquí serán pagados como quieran… Adiós, mis grandes amigos. Quedamos los argentinos, los franceses, los orientales, todos, esperando con atención sus deliberaciones finales”.
Referencias
(1) Carlos Pereyra – Rosas y Thiers – Ed. Forjador, Buenos Aires (1952).
(2) Archivo de Leblanc.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Röttjer, Aníbal Atilio – Rosas, prócer argentino – Ed. Theoría, Buenos Aires (1972).
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