Los británicos prosperaban en Buenos Aires en la época de Juan Manuel de Rosas. Según Lucio Mansilla, “en aquellos días ser inglés era una suerte”. Rosas estaba en contacto con los británicos en todas partes. Negociaba con sus mercaderías, admitía a sus emigrantes, vendía tierras a quienes querían afincarse. En la casa de gobierno conversaba con sus diplomáticos, en la pampa cabalgaba por sus posesiones, desde sus jardines de Palermo observaba en el Río de la Plata sus buques mercantes y de vez en cuando sus cañoneras.
Buenos Aires confiaba en sus fábricas, en sus barcos y sus comercios; pero aún no necesitaba de sus bancos ni de su tecnología: tomaba sus propias decisiones y nunca se puso en duda su independencia. Los ingleses residentes estaban lejos de participar en un plan imperial anglosajón; su propio gobierno los trataba con honda indiferencia cuando no con una protección deleznable que les hacía más mal que bien. de ahí que el gobierno de Rosas no los molestara y que ellos se fueran instalando poco a poco y hundiendo calladamente sus raíces en esta ciudad.
Su importancia no residía en el número. Según Woodbine Parish, para 1824 había cerca de 3.000 británicos en Buenos Aires y su provincia. De los 1.355 súbditos ingleses registrados en el consulado 146 eran mercaderes, 67 clérigos, 20 estancieros, 93 comerciantes y gran número trabajadores y artesanos.
En pocos años más se aumentó en varios centenares aquella cantidad. Una gran proporción eran escoceses comerciantes y trabajadores de toda índole y provenían de sociedades agrícolas y mineras. En 1831 había de 15.000 a 20.000 extranjeros en Buenos Aires y su provincia cuya población total era de 140.000 almas. Un tercio de los forasteros eran ingleses, de donde se deduce que por lo menos 1.000 no estaban registrados.
Lo que a los británicos les faltaba en cantidad lo suplían con abundantes capitales y recursos mercantiles. Los comerciantes ingleses fueron a la Argentina a hacer fortuna. Casi siempre se iniciaron con fondos traídos de su patria y a mayoría empezó como comisionista de acreditadas firmas de Londres, Liverpool y Manchester. Vendían manufacturas baratas pero de buena calidad, a largo plazo y bajo interés; cobraban por éstas menos precio que el de las manufacturas criollas y mantenían una constante lucha con sus rivales extranjeros. Al parecer enviaban muy poco a Inglaterra de los pingües beneficios obtenidos, y en esos años el drenaje de los capitales argentinos no era asunto grave porque los comerciantes británicos a menudo empleaban sus ganancias en conseguir crédito e invertir capitales en el país. Se manejaban en la economía bonaerense mediante la compra y preparación de productos locales para su exportación, en algunos casos adquirían tierras y poblaban estancias. Parte de sus negocios fueron los contratos para importar uniformes y otros elementos militares. Simón Pereira, sobrino de Rosas que amasó una gran fortuna como contratista del gobierno, colocó algunos de sus mayores pedidos con casas inglesas de importación y exportación entre 1841 y 1842; al quebrar en 1844, fueron esas firmas las que se hicieron cargo del control de sus asuntos. Entretanto aquellos ingleses que compraron estancias gozaban de grandes ventajas sobre sus vecinos argentinos, pues estaban exentos de empréstitos forzosos, del servicio militar y de otras exigencias del gobierno.
¿En qué momento se integraron los británicos a la sociedad porteña? ¿Cuándo se identificaron con el país, se casaron con jóvenes de la sociedad local y se transformaron en angloargentinos o en argentinos totales? Difícil es precisarlo. En los primeros tiempos era una excepción encontrar ingleses casados con argentinas. Hablaban muy mal el español, sobre todo las mujeres, y tardaban mucho en adaptarse a la vida criolla. Unos sencillamente se aferraban a sus propios hábitos. Otros eran desdeñosos con los argentinos; William McCann observa: “simulan mirar por encima del hombro a los nativos con aires de superioridad y parecen esperar que éstos los miren hacia arriba con voluntaria humildad”. En cambio muchos ingleses pobres, inmigrantes de Gales, Irlanda y Escocia, conscientes del contraste entre sus orígenes y su presente situación, es probable que consideraran fuera de su alcance alternar con la sociedad criolla, como lo insinúa W. H. Hudson: “Estos otros aunque prósperos (algunos eran propietarios de grandes campos), provenían por lo general de la clase trabajadora o de la baja clase media de su patria y sólo se preocupaban de sus propios asuntos”. Naturalmente se trataba de los recién llegados; otra cosa sucedería con sus hijos y con las futuras generaciones de angloargentinos. Pero aquella primera generación, a pesar del ambiente local, mantuvo sus característicos hábitos e instituciones británicos y se empeñó en preservar su identidad.
Por muy dispersos que se encontraran, los ingleses se reunían para sus asambleas religiosas y sociales. A partir de 1820 desarrollaron sus propias organizaciones e instituciones. En veinte años construyeron varios templos de diversas sectas. El gobierno donó a la comunidad británica un terreno en el mejor sitio de la ciudad para la construcción de un templo anglicano. Woodbine Parish escribe: “Los ingleses residentes debieron agradecer este gesto al general Rosas y a su ilustrado ministro y consejero de esa época, el desaparecido don Manuel García. La iglesia fue terminada gracias a una suscripción entre los ingleses residentes y una donación del gobierno británico. Los escoceses levantaron un templo presbiteriano y para los metodistas había una capilla angloamericana. Los católicos romanos se reunían en una de las iglesias porteñas pero tenían su propio capellán, un clérigo irlandés, el P. Fahy, que también se ocupaba de la prosperidad material de sus feligreses y de proporcionarles trabajo.
Poseían además numerosas instituciones de otra índole en Buenos Aires, incluyendo un cementerio protestante; la British Friendly Society, un dispensario de servicios médicos y hospitalarios, la British Commercial Rooms; dos bibliotecas; y a principios de 1850 un club británico con salas de lectura, comedores y buenas estufas de carbón. También había colegios ingleses prósperos hasta 1844, año en que los decretos del gobierno comenzaron a molestarlos (a causa del bloqueo impuesto por la flota anglofrancesa), vigilándolos en lo religioso y lo político. Los colegios siguieron funcionando pero bajo constantes amenazas de la policía. Por otra parte los extranjeros, , debido a múltiples razones educativas y políticas, se resistían a mandar a sus hijos a escuelas argentinas y había empezado la práctica de enviarlos a Europa o a los Estados Unidos, lo que era un impedimento para su futura integración. Aparte del problema escolar, las instituciones británicas gozaban de los “generosos principios de hospitalidad profesados por el gobierno argentino” según la prensa local, que a menudo aludía a que los ingleses eran libres de ir y venir a su antojo. “Sus marineros –al decir del Archivo Americano- podían andar borrachos y estar tirados en las calles sin tener que vérselas con algún impetuoso miembro de la sociedad de templanza”.
En 1818 funcionaban cincuenta y cinco casas de comercio inglesas, pero su número había mermado una década más tarde. La guía Blondel de 1829 consigna treinta y ocho firmas, lo que constituye un 33% de la totalidad de firmas comerciales; los demás establecimientos y oficios británicos consistían en nueve almacenes, cuatro hoteles, nueve ebanistas, tres tapiceros, y cincuenta más entre profesionales, obreros y artesanos. Bastantes comercios ingleses fueron eliminados por causa del bloqueo y su consiguiente liquidación, tanto como por la competencia entre ellos y los demás empresarios locales y forasteros. En 1854 se mantenían en pie treinta y siete firmas, que venían a ser sólo un 23% del total.
La presencia y los éxitos obtenidos por los ingleses no hubiesen despertado susceptibilidades nacionalistas, de no ser porque simultáneamente su gobierno adoptó una política hostil hacia Buenos Aires. Respondieron al punto los propagandistas rosistas insultando a los “gringos”, despertando sentimientos adversos a la “gringada”, denunciando a los extranjeros como enemigos de los intereses criollos. Algunos observadores creyeron que el régimen cultivaba en los porteños honda xenofobia, suscitando sobe todo entre los argentinos de la clase baja y los paisanos, un resentimiento irracional hacia los inmigrantes, que sólo la élite y el gobierno hubieran podido refrenar. Lorenzo Torres, un rosista leal, denunció a los ingleses como aliados de los unitarios, agresores contra los ciudadanos argentinos, su territorio y su escuadra; los acusó de romper el bloqueo y ayudar a los enemigos sitiados, “esos ingleses que con otros mil ultrajes han causado un odio profundo al nombre de inglés” Otro entusiasta nacionalista, Tomás Anchorena, los situó un peldaño más abajo que los franceses en la liga de los delincuentes internacionales. No ocultó a Rosas su opinión: “Me enoja mucho ver la excesiva generosidad con que trata usted a los gringos”.
La observación, aunque no justificada, era probablemente correcta. Rosas no era antiinglés. Sus respuestas a la política británica y su manera de tratar a los súbditos ingleses demostraban gran ecuanimidad. Su observancia del protocolo era siempre puntillosa. Al morir Jorge IV en 1831 y Guillermo IV en 1837 decretó duelo público y presentó sus saludos oficiales a la reina Victoria. Era particularmente afable con John Henry Mandeville, el más duradero de los ministros británicos acreditados ante su gobierno. Aún después de la intervención anglofrancesa conservó una preferencia por Inglaterra. Según observaciones de Henry Southern a Palmerston, “Rosas siente una marcada predilección por el carácter inglés… siempre ha sido estimado y apreciado por los ingleses, entre quienes ha hecho muchas amistades e incluso conexiones duraderas”.
Los residentes británicos consideraban a Rosas como un protector que podía transformarse en perseguidor; de ahí que sus actitudes fueran tácitamente conformistas. En 1849, setenta y seis comerciantes ingleses firmaron un petitorio suplicando a Rosas que no se retirase del poder.
“La decidida protección de Vuestra Excelencia a los ingleses, la libertad de que ellos han gozado en la posesión de sus bienes y en el ejercicio de sus industrias y comercio pese a todos los acontecimientos, les infunde un ferviente anhelo de que Vuestra Excelencia siga al frente del gobierno…. de lo contrario, su retiro sería no sólo una gran calamidad pública, afectaría también a los principales intereses de los residentes británicos”.
Tres años más tarde, esos mismos residentes ingleses protestaron ante la casa del ministro inglés, el capitán Robert Gore, por haber ayudado a Rosas a huir después de Caseros, lo que a su entender los había comprometido a los ojos del nuevo régimen. Pero Buenos Aires siempre ofreció un buen hogar a los británicos, quienquiera estuviese en el poder.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Lynch, John – La comunidad británica durante la época de Rosas.
Todo es Historia – Nº 156, Mayo 1980.
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