Campaña de Amambay

Camino a Cerro Corá

El 8 de diciembre de 1869 el mariscal Francisco Solano López se hallaba en el campamento de Arroyo Guazú con las pocas fuerzas que aún le quedaban.  Era el día de la Virgen de Caacupé y hubo misa temprana, la última a la que él asistiría en esa festividad religiosa.  Hubo también a medio día, lo que el coronel Centurión llama en sus Memorias, sin mengua de su verdadero significado, un “remedo de banquete” ofrecido por el Comandante en Jefe en honor de los generales, jefes y oficiales.

 

Es fácil imaginar lo que era aquella mesa, tendida a la sombra de árboles centenarios, en la inmensidad de aquella naturaleza virgen, cuyo majestuoso silencio pareciera compartir tanto infortunio.  No obstante, la esplendidez de una mesa de homenaje no está precisamente en los manjares sabrosos y vinos exquisitos que en ella se sirven, sino en la riqueza emocional que la embellece, por la calidad de quienes en torno de la misma se congregan para compartir grandes recuerdos y nobles ideales.

 

Allí, en ese “remedo de banquete” estaban presentes, nimbados de resplandeciente aureola, los bravos guerreros que habían combatido desde Paso de la Patria, en Estero Bellaco, Boquerón, Tuyutí, Yataití Corá, Curuzú, Curupaytí, Itá-Ybaté, Abay, Itororó, Piribebuy, Acosta Nú, etc., trazando una diagonal de sangre hasta las estribaciones de la cordillera de Amambay, donde el Mariscal les ofrecía aquel ágape, por muchos conceptos inolvidables.

 

Sobre gastados uniformes, no pocos reducidos a simples harapos, lucían gloriosas condecoraciones, medallas y cruces.  No creo que brillasen con más fulgor, en ocasión tan memorable, ni las estrellas en las noches del trópico, en el cielo que los cobijaba.

 

Zanja Jhú

 

El 11 de diciembre de 1869 el mariscal López levantó su Cuartel General de Arroyo Guazú y el Ejército continuó su marcha, acampando en Zanja Jhú, “cerca de Panadero, frente al paso de Aguaray Guazú, que conduce a la carretera que atraviesa la cordillera de Mbaracayú y sale a los campos del antiguo Jerez del Paraguay”, según anota el general Resquín en sus Datos Históricos.

 

Primer cruce de la cordillera

 

El 28 de diciembre de 1869 el Ejército dejó el campamento de Zanja Jhú para emprender el cruce de las sierras de Mbaracayú, “cerca de su empalme con las de Amambay”.  Comenzaba la última campaña de la guerra, conocida con el nombre de “Campaña de Amambay”.

 

Paso del Aguaray Guazú

 

29 de diciembre de 1869.  Relata el coronel Centurión: “El Ejército Nacional cruzó el paso del Aguaray Guazú y siguiendo hacia la derecha atravesó la cordillera de Mbaracayú”, etc.

 

Río Ygatimí

 

16 de enero de 1870.  En esta fecha el Ejército llegó a la orilla derecha de este río –el Iguatemí de los portugueses- cuyo curso en esa parte corre paralelamente a las sierras, siguiendo el declive del terreno.

 

Zanja Pypucu

 

Al otro lado del río Ygatimí, el 17 de enero de 1870.

 

Río Amambay

 

22 d enero de 1870, sobre su margen derecha, el 24 el Ejército pasó a la orilla opuesta por un puente improvisado que recibió el nombre de El Galón.

 

Río Corrientes

 

Es cruzado el 25 de enero de 1870.

 

Punta Porá

 

Sin darse tregua ni reposo, a pesar de su extremo agotamiento, el Ejército continuó avanzando y el 27 de enero de 1870, al caer de la tarde, acampó a la vista de los claros de Punta Porá.

 

Capihbary

 

Relata el general Resquín, el 29 de enero de 1870: “antes de anochecer, acampamos en las vertientes del río Ypané Guazú, a la costa de la laguna Capihibary, distante una legua del boquerón que da entrada a la picada de los montes del Chiriguelo, la cual tiene más de cuatro leguas de extensión y que, atravesando la cordillera de Mbaracayú, conduce a Cerro Corá”.

 

Segundo cruce de la cordillera

 

El 5 de febrero de 1870 el Ejército se puso nuevamente en movimiento para efectuar el segundo cruce de la cordillera, por la picada del Chiriguelo.  Acampó al día siguiente, 6 de febrero, en un campichuelo, al final de dicha picada.

 

Cerro Corá

 

Entre el 7 y el 8 de febrero de 1870, el Mariscal, al frente de los sobrevivientes, cubre la distancia que faltaba para llegar a Cerro Corá, o sea el objetivo de aquella fantástica campaña, cuyo itinerario queda descrito a grandes trazos, pero sin detenernos en sus lúgubres episodios, aterradores pos sus magnitudes apocalípticas, como más adelante se verá.

 

La medalla de Amambay

 

El mariscal López, presidente de la República del Paraguay y General en Jefe de sus Ejércitos, queriendo dar un testimonio público de honor y de justicia a los beneméritos defensores de la Patria, que con abnegación ejemplar y patriótica virtud hicieron la campaña de Amambay, cruzando dos veces la sierra de Mbaracayú, creó con ese objeto, una condecoración especial: la Medalla de Amambay.

 

Fue un postrer testimonio de gratitud y de reconocimiento hacia quienes le habían seguido hasta Cerro Corá, porque sabían que él, su Jefe, caería con ellos en el último campo de batalla.

 

Y por qué no decirlo, este último Decreto del mariscal López era también una suprema despedida, un adiós a sus últimos soldados.  Les dejaba como recuerdo todo lo que podía darles al final de la epopeya que juntos habían vivido: una medalla legendaria, de recordación inmarcesible.

 

El Mariscal sabía con certeza que lo inevitable no tardaría en llegar y se adelantó a la hora presentida.  El Decreto, con su firma y la del ministro de Guerra y Marina, coronel Caminos, encargado de su ejecución, fue dado el 25 de febrero de 1870, en el Cuartel General del Aquidabán Nigui.

 

Adviértase que faltaban solamente cuatro días para la gran hecatombe.  Las formalidades de este decreto, el último de su gobierno, así como el cuidado puesto en sus minuciosos detalles, en nada dejan traslucir las angustiosas y dramáticas circunstancias en que fue redactado.

 

Por el contrario, luce la misma seguridad y precisión de los tiempos felices y afortunados que le tocara vivir al héroe, en el pasado esplendor de la Patria por la que se disponía a morir, prefiriendo una ancha tumba en su suelo antes que verla siquiera humillada.

 

Podría decirse que el Mariscal firmó aquel Decreto con su propia espada de combate, con el puño firme y la conciencia tranquila.  Tendría en su mente aquellas palabras de su manifiesto a la nación, en Pyquisyry, el 16 de octubre de 1865: “¡O salvaremos a la Patria o una ancha loza reunirá nuestras cenizas!”.

 

A nadie olvida, pisando ya las gradas del Calvario.  Dice el artículo 1º del decreto: “Acuérdase una medalla conmemorativa a todos los ciudadanos que llevaron a cabo la campaña de Amambay”.  En esta disposición comprende a todos: generales. Jefes, oficiales y tropa.

 

Art. 2º – La Medalla de Amambay será oval de veintiocho por treinta y siete milímetros con la estrella nacional realzada en medio con la palma y oliva abajo y la inscripción circular de “Venció penurias y fatigas” en la parte superior del anverso; y por reverso, la inscripción circular de “El Mariscal López” en la parte de arriba, y en el centro “Campaña de Amambay, 1870”, con más una cadena de sierra en la parte inferior.

 

Art. 3º: La Medalla de Amambay será de 1ª y 2ª clase, de oro, para los generales y jefes, y de 1ª y 2ª clase, de plata, para oficiales y tropa.

 

Art. 4º: La Medalla de los generales llevará la inscripción y jeroglíficos realzados en brillantes; la de los jefes en rubíes, con la estrella nacional en brillantes; la de oficiales con inscripción y jeroglíficos en oro.

 

Art. 5º: La Medalla de Amambay se llevará al lado izquierdo del pecho, pendiente de una cinta de veinticinco milímetros de ancho, de color anaranjado, orillado con rojo.

 

Art. 6º: Autorízase a los generales, jefes y oficiales a llevar la Medalla de Amambay, sin pedrerías los primeros, y de pura plata los segundos, con grabados, mientras las circunstancias no permitan dárselas en la forma debida.

 

Cuando el Ejército dejó el campamento de Arroyo Guazú, el 11 de diciembre de 1869, acompañaban al Mariscal unas cinco mil personas, entre soldados y no combatientes, hombres, mujeres, ancianos y niños, todos en deplorables condiciones físicas, sin medios de movilidad, desprovistos de vestuarios, abastecimientos alimenticios y sanitarios, con sus parques de guerra agotados y como único sostén la colosal energía de su mitológico caudillo.

 

En Zanja Jhú fueron dejados en el hospital 700 enfermos, incapacitados para sostenerse siquiera en pie, con buen número de mujeres encargadas de cuidarlos.  Los demás se pusieron en marcha el 28 de diciembre de 1969, camino de la gran aventura que les esperaba al otro lado de la cordillera.

 

Desde el 27 de diciembre de 1869, es decir un día antes de la retirada de Zanja Jhú, comenzó a llover torrencialmente.  Continuó lloviendo con implacable furia durante toda la marcha del Ejército hasta la llegada del mismo a los claros de Punta Porá, un mes después.

 

Era como si el cielo se abriese en grietas y vaciara sobre aquellos desventurados las aguas de un segundo diluvio universal.  Agua por todas partes, arriba y abajo, y sin posibilidades de defensa contra un enemigo que estaba más allá del poder de los hombres.  Ríos y arroyos desbordados, campos inundados y ciénagas alevosas dificultaban el avance.  Y como si esto no fuera bastante, se oponían a la marcha trechos de selvas impenetrables, intocados desde los tiempos bíblicos.  Para empeorar los males, era la época de más calor: enero y febrero: Diríase que se conjuraban contra la fantástica columna todas las condiciones propicias para que las enfermedades hiciesen estragos en ella, cebándose en cuerpos indefensos por agotamiento físico y la desnutrición.

 

Los que enfermaban no tenían ninguna esperanza de salvación.  Pero si muchos quedaron en el camino, abatidos por las enfermedades, los que perecieron de hambre, jalonando con sus huesos aquel macabro vía crucis, no fueron menos.  El hambre cerró los ojos para siempre, como en plácido sueño, de los muchos que no pudieron llegar a Cerro Corá.

 

Hubo contra el plan del mariscal López una traición del destino.  No puede pensarse en otra cosa.  Estaba previsto que durante la marcha el Ejército debía recibir 150 cabezas de ganado vacuno, remesados por el comandante Urbieta desde el paso del Chiriguelo.  El mayor Céspedes, conductor de este socorro, sobre el cual descansaba toda la compañía, extravió el rumbo y fue a salir mucho más al Sur, en Nandurocay, donde perdió todo el ganado.  Consciente de su grave falta, el mayor Céspedes desertó con toda su gente.  Lo dice el general Resquín en sus Datos Históricos.

 

A consecuencia de este aciago contraste, que venía a herir como un rayo a la expedición, es cosa sabida que sus componentes se vieron constreñidos a alimentarse de frutos silvestres y animales salvajes que se procuraban en los montes, como podían.

 

La campaña de Amambay fue una lucha contra la Naturaleza: contra un diluvio inmisericorde, contra ríos y pantanos poco menos que impasables, contra selvas amuralladas, sin caminos, por una región llena de precipicios y quebradas, contra enfermedades y el hambre.

 

Es posible que ninguna batalla librada contra las fuerzas de la Triple Alianza fuese más desigual, mortífera y desesperada que la campaña de Amambay.

 

Una vez más, el Mariscal y su último Ejército no se rindieron a la adversidad.  Aunque tuvieron que luchar contra fuerzas elementales de la Naturaleza, superiores a todas las desdichas de este mundo, continuaron su avance entre relámpagos y truenos, empujando a pulso, en medio de la tormenta los pocos bagajes que iban quedándoles.

 

Puede estimarse en cuatro mil trescientas personas, entre soldados y acompañantes, ancianos, mujeres y niños, la columna expedicionaria que cruzó por primera vez la cordillera.  Los que vencieron “penurias y fatigas”, y llegaron a Cerro Corá, con el mariscal López a la cabeza, el 8 de febrero de 1870, en condiciones de empuñar un fusil, eran solamente 460 hombres, o mejor dicho espectros.  Los demás quedaron en el trayecto, ignorados por la Historia.

 

Extenuados por el cansancio, postrados por inanición y cubiertos de harapos, tras una marcha de unos 170 kilómetros, recorridos en 40 días en las condiciones relatadas, estaban prácticamente inermes por carencia de armas adecuadas y municiones.  Lo increíble es que aquel puñado de sobrevivientes de la campaña de Amambay pudiesen llegar a Cerro Corá reservando todavía en sus corazones, como una llama inextinguible, el valor y la energía suficientes para presentar batalla al enemigo, sin medir ni su número ni su poderío abrumadores.

 

La campaña de Amambay terminó así, como un lampo de luz en las tinieblas de una gran tragedia, que hizo plegar, en su hora, en señal de duelo, todas las banderas de América.

 

Está demás decir que la Medalla de Amambay no pudo ser acuñada, por las causas ya conocidas.  Muy pocos ciudadanos sobrevivieron a la última batalla, que pudieran haberla llevado sobre el lado izquierdo de su pecho, encima de corazón.

 

Según el artículo 7º del Decreto citado anteriormente, los Jefes de División debían presentar al Estado Mayor la lista nominal de los jefes, oficiales y tropas “acreedores de la Medalla de Amambay”.

 

Cuatro días después, el 1º de marzo de 1870, todo había desaparecido en el turbión de la última batalla.

 

Puede afirmarse, sin embargo, que el mariscal Francisco Solano López dejó prendida esta condecoración en el alma del pueblo paraguayo, pata honor y orgullo del historial de las Fuezas Armadas de la Nación.

 

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Laconich, Marco Antonio – La campaña de Amambay – Historia paraguaya – Vol. 13 – Asunción (1970).

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