Asunción del Paraguay en 1913

Asunción del Paraguay a comienzos del siglo XX

Asunción del Paraguay a comienzos del siglo XX

 

Era 1910.  El cometa Halley se acercaba peligrosamente a la Tierra.  La gente decía que sería el fin del mundo.  Cuando ya estaba cerca, a pesar de la vertiginosa velocidad que llevaba, parecía fijo en el firmamento.  Era una enorme y maravillosa estrella, con una cola de un millón de estrellitas, que brillaba como un claro diamante prendido en el negro terciopelo de la noche.  Felizmente, sin chocar con la Tierra, el cometa prosiguió su loca carrera por el espacio infinito.

 

Y llegó 1911, en que se cumplía el Centenario de la Independencia Nacional.  Pero fue imposible celebrarlo, debido a la endémica anarquía que padecía el país.  Menudeaban las revueltas y cuartelazos.  Mientras la revolución reclutaba en la campaña, el gobierno reclutaba en la capital.  A nadie se preguntaba cuál era su opinión política.  La cuestión era derrocar o sostenerse.  Los caminos rurales se llenaban de gente que, con el morral a la espalda, buscaba la “legación caí”, escondiéndose en los montes, para huir más tarde a tierras extranjeras en busca de paz y de trabajo.  Las colinas de Asunción se llenaban de “cantones” para la defensa.  Eran famosos los de Berté-cué (hoy Comando en Jefe), Sansón-cué (hoy Monumento a Antequera), Carreras-Cué (esquina Cerro-Corá y Curupaytí), la Iglesia de la Encarnación y el Mangrullo (hoy Parque Carlos Antonio López).  El tronar de los cañones y el tableteo de las ametralladoras eran el pan nuestro de cada día.  Paraguayos inocentes caían a montones en las bocacalles.  Y al día siguiente amanecían charcos de sangre frente a la Estación, a la Policía, a la Aduana y en otros sitios donde la lucha fratricida había sido más intensa.

 

En 1912 se embarcaba rumbo a Europa Silvio Pettirossi.  Pronto se convertiría en el famoso aviador paraguayo y uno de los más ilustres exponentes de la aviación mundial, electrizando a las multitudes de París, Burdeos, San Francisco de California, Santiago de Chile, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires con la maestría y temeridad de sus impresionantes exhibiciones de alta acrobacia.  Cuando Pettirossi regresó a la patria, toda Asunción se volcó una tarde hacia el Telefunken, cerca de Puerto Sajonia, para aplaudir delirante sus admirables “looping the loop”, “S”, “caída de ala”, “hoja muerta”, etc.  Y cuando, más tarde, falleció el héroe en Punta Lara, cerca de La Plata, Eloy Fariña Núñez le dedicó su “Oda heroica”, que termina así:

 

Voló como no vuelan ni las águilas.

¿Cuál es su nombre?  El paraguayo Silvio.

 

¿Cómo era Asunción en 1913?

 

La única cuadra con pavimento de madera era la de Palma entre 14 de Mayo y Alberdi.  Se la consideraba el corazón de la ciudad y la llamaban “Petit Boulevard”.  Un poco después comenzaba el agresivo empedrado azul y más allá el pardo arenal.  En el “Petit Boulevard” estaba Rius y Jorba, la principal firma comercial de plaza.  Allí estaba también el “Hotel Hispano-Americano”, el “Bazar Inglés”, donde su propietario Mister Haywood importaba té, tabaco, pipas y conservas de la mejor calidad y distribuía cáusticas anécdotas del mejor humor británico.  El “Centro Español”, el selecto club social asunceno, donde se bailaban valses, mazurcas, schottichs y lanceros de la Belle Epoque.  Y la “Librería Nacional” de Quell y Carrón, la primera establecida en el Paraguay, que pasó durante 50 años irradiando cultura.  En su libro “El Paraguay en marcha” decía don José Rodríguez Alcalá: “La Librería Nacional ha sido uno de los factores más eficaces del desenvolvimiento intelectual de la República.  Como introductor de libros y a la vez como editor, son incalculables los beneficios que la cultura del país debe a la librería del señor Juan Quell,  Es éste un nombre que quedará vinculado para siempre a la historia de la intelectualidad paraguaya”.

 

En la cuadra siguiente estaba la fábrica de cigarrillos “La Vencedora”, la confitería “Las Dos Perlas” y el Tribunal de Jurados.  En este último, defensores y fiscales rivalizaban en argumentos jurídicos, argucias tribunaleras, gesticulaciones espectaculares y potencias pulmonares, mientras un público ávido asistía como espectador a tan gratuito teatro.

 

A propósito de teatro, a cien metros escasos de allí estaba el Teatro Nacional (hoy Municipal), por cuyo escenario desfilaban entonces excelentes compañía de ópera, opereta, zarzuela, dramas y comedias, representando obras de los mejores autores.  Entre sus tinglados, bambalinas y candilejas pasaron “La Boheme” de Pucini; los embriagadores valses vieneses de Strauss, Leo Fall y Frank Lehar, con sus Danubios azules, sus princesas de los dólares, sus condes de Luxemburgo, sus viudas alegres y sus castas Susanas; el alma del Madrid romántico y pintoresco de los maestros Vives y Bretón, con su barrio de Carabanchel, sus mantones de Manila, sus vestidos chiné, sus verbenas y sus Francisquitas; los intensos dramas de Ibsen, Lenormand y Benavente y las alegres comedias de Muñoz Seca y Antonia Paso.

 

Volviendo a Palma, estaba el Oratorio, inconcluso, elevando su deprimente silueta, coronada por un vigoroso guapo-y que hundía sus raíces entre los rojos ladrillos de la cúpula.

 

Y en la otra cuadra seguían, como en los tiempos del inglés Robertson, “las casas y tiendas de una de sus veredas resguardadas del sol y de la lluvia por un prolongado corredor techado parecido a los portales de Chester”.  En esa recova ostentaban sus pintorescos emblemas saledizos “La Bota Colorada”, “La Hormiga” y “El Ñandú”.

 

A dos cuadras de Plaza Uruguaya, en Azara entre Antequera y Tacuarí, se extendía un inmenso arenal, donde los niños del barrio jugaban al “tatacuá”, abovedando la tierra sobre el pie desnudo y retirándolo suavemente para que parezca un horno.

 

Un tranvía a mulitas conducía a la fábrica de fósforos “El Sol”, en Tacumbú, y otro llevaba al “Belvedere”, donde su propietario don Juan Ceriani había establecido un café-concierto, un teatro, un “skating-ring” o pista de patinaje y un invernáculo.

 

Puerto Sajonia, Salamanca, Vista Alegre y Tuyucuá eran entonces suburbios lejanos.

 

Y para completar el cuadro de aquella época, diremos con un autor “Epoca de los vigilantes de kepís francés con borlita roja.  Epoca de los faroles a kerosén de Terlizzi, que al atardecer los encendía un descalzo que portaba escalerilla.  Epoca de los teléfonos a manivela de don Rufino Recalde….”.

 

En ese escenario y en ese momento –Asunción, 1913- aparecieron en los escaparates de Palma dos magníficas exposiciones de caricaturas realizadas por Miguel Acevedo.  El hecho constituyó un verdadero acontecimiento, que venía a romper la inveterada modorra asuncena.  Por aquellos días no se hablaba de otra cosa sino de “las caricaturas de Acevedo”.  La prensa las elogiaba unánimemente.  Y una inmensa afluencia de gente que se renovaba sin cesar, se detenía a admirar los trabajos del joven artista.

 

En abril aparecía la revista “Crónica”, que, profusamente ilustrada, traía interesantes colaboraciones y además secciones de crónica mundial, teatro, galería social, bibliografía, modas, deportes y amenidades.  Fueron sus fundadores y redactores Leopoldo Centurión, Pablo Max Insfrán, Roque Capace Faraone, Guillermo Molinas Rolón y Guillermo Campos.  Poco después se incorporaba Miguel Acevedo como director artístico.  En “Crónica” siguió cosechando renovados éxitos.  La formación del grupo literario fue celebrada con una cena, en enviejo restaurante del que no sobrevive ni la memoria.

 

A algunos de ellos los abrazó mortalmente la seductora sirena de la morfina.  A otro lo arrastró el alcohol.  Otros escaparon a los torturantes espejismos de los paraísos artificiales, que tragaron la vida en flor de sus amigos.

 

Miguel Acevedo partió hacia París.  Unos años en Europa, haciendo vida de museo, de academia y de taller, abrirían ante el joven artista en porvenir de merecía nombradía.  Aparte de ello, cumpliríase así su sueño dorado: conocer la vieja Lutecia, la ciudad fascinadora, que ríe y llora en sus paisajes de luz, en su agitada historia, en sus obras impregnadas de arte y de cultura.

 

Acevedo permaneció un año en París.  Pero un acontecimiento terrible le obligó a regresar.  El estudiante bosnio Galo Princip asesinó en las calles de Sarajevo al archiduque Francisco Fernando, príncipe heredero del Imperio Austro-Húngaro, y a su esposa.  Aquello fue la chispa que produjo el incendio.  Austria-Hungría aprovechó el incidente para declarar la guerra a Servia.  Rusia movilizó su ejército.  Alemania declaró la guerra a Rusia y a Francia.  Ante la violación de la neutralidad belga, Inglaterra declaró la guerra a Alemania.  Acudieron contingentes de los otros cuatro continentes: canadienses, argelinos, hindúes, australianos.  Había estallado la Guerra Mundial.

 

El vendaval barrió con la Belle Epoque, con su sentido aristocrático y sensual de la vida, con sus deliciosos valses de Strauss, con su “Torna a Sorrento”, “Sobre las olas”, “La habanera” y “La paloma”.  Y, avanzando al galope, los cuatro jinetes del Apocalipsis fueron sembrando la guerra, el hambre, la peste y la muerte.

 

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Sánchez Quell, H. – Cómo era Asunción allá por 1913 – Historia Paraguaya – Volumen 13 – Asunción (1970).

www.revisionistas.com.ar

 

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar