Batalla de Boquerón – Parte III

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El carácter impetuoso que distingue a los pueblos del Plata, ha sido alguna vez causa de contrastes sufridos en la guerra del Paraguay, después de ventajas obtenida.  La intrepidez no siempre iba bien equilibrada con aquella sabia serenidad que lo prevé todo, antes de la lucha, en la lucha y después de la lucha; que aconseja con prudencia exquisita y marcada astucia el modo de llevar a cabo una operación de guerra.  Pudiéramos presentar en la historia de aquella larga contienda varios ejemplos, en los que el ardor de un valiente jefe malogró una operación llevada a cabo con felicidad; pero basta con recordar que Martínez de Hoz en el Chaco, y Romero en Itavaté, se sacrificaron a su indomable valor: eran leones que en un combate debían estar atados en las reservas, para lanzarlos en los momentos en que éstas ganan las victorias.

 

Las instrucciones acordadas sobre el combate que narramos, se redujeron al desalojo de la trinchera que audazmente construyó el enemigo en nuestro flanco izquierdo; y a un simple reconocimiento, si el caso era oportuno, sobre el potrero Sauce.  Un oficial general, en el entusiasmo del combate, ordenó un formal ataque a la línea de López, que tenía a retaguardia todo el ejército paraguayo.

 

Para llevar a cabo una operación de tal magnitud se necesitaban las fuerzas unidas de los tres aliados, porque sería una acción decisiva, que daría por resultado una batalla; pero comprometer ataques parciales, en los que no entraba mayor fuerza que cuatro o seis batallones, en un avance tan serio y que demandaba la cooperación de grandes demostraciones por otros puntos, constituían un error que no escapará a la penetración de nadie.

 

Sabemos perfectamente que el más simple reconocimiento ofensivo puede dar lugar a una gran batalla; pero cuando éstos se ejecutan, el ejército se prepara a aprovechar los acontecimientos favorables que puedan sobrevenir.

 

El ataque a viva fuerza y por el frente, a la línea de Tuyutí, se consideró siempre como una empresa muy difícil.

 

Ataque ordenado por el general Flores

 

Cuando supo el general en jefe que la división Domínguez había extralimitado las instrucciones acordadas sobre esta operación y que se encontraba seriamente comprometida, ordenó la marcha apresurada de la 4ª división del 2º cuerpo del ejército argentino, a las órdenes de otro viejo valiente: el coronel Argüero.

 

Esta unidad de fuerza estaba repartida en aquel momento en dos batallones 2º de línea, al mando interino del mayor Borges; 1º y 3º de milicias de Buenos Aires, a las órdenes del comandante Mateo Martínez, 9 de línea bajo el mando del comandante Calvete; y dos compañías del 3 de Entre Ríos, a las órdenes de su jefe el comandante Pedro García; las otras dos habían quedado a la derecha del campo argentino.

 

Estas fuerzas eran conducidas personalmente por el general Emilio Mitre, jefe del 2º cuerpo, y tenían por misión desenganchar a las tropas de la división Domínguez del peligro en que se encontraban, pues se suponía que los paraguayos tomarían una ofensiva resuelta, y conteniendo su avance, podrían retirarse libremente nuestras fuerzas rechazadas.

 

La guerra es toda abnegación: alguna vez se sacrifican los más para salvar a los menos.

 

Sólo con este objeto se comprende que se mandaran dos batallones donde habían sido rechazados cinco, cuando mejor resguardado el enemigo, era de temerse un contraste.

 

Cuando el general Mitre llegó con la fuerza ya indicada, se retiraban las últimas tropas de la división Domínguez; se aproximó al general Flores y pidió instrucciones; éste le ordenó un nuevo ataque a la trinchera, a la que observó aquél:

 

“Si es una orden, general, la cumpliré; pero debo observarle que la fuerza es insuficiente y será rechazada.  Acabo de presenciar desde la vigía la reconcentración de grandes masas sobre la línea del Sauce”.

 

Contestóle el general Flores: “Hay fuerzas comprometidas y es necesario salvarlas”. (1)

 

“En ese caso, replicó el general Mitre, si soy rechazado insisto en el ataque”.

 

- “No, general, se retira”, respondió el general Flores.

 

El general Emilio Mitre ordenó entonces al coronel Argüero que atacase con la 7ª brigada (2º de línea y 1º del 3) mandada por el comandante Orma, jefe de la 8ª brigada, que se mantuviese de reserva con el batallón 9 de línea y las dos compañías del 2 de Entre Ríos, en el boquete donde tuvo lugar el combate del 16. (2)

 

Ante de ponerse en camino de aquellos dos gallardos batallones, el general E. Mitre les dirigió su palabra ardiente recordándoles a cada uno las pasadas glorias.

 

Un instante después el coronel Argüero, presintiendo su infausta suerte, hacía decirle esta amarga despedida: “Esté seguro, general, que voy a cumplir con mi deber: le recomiendo a mi familia, reciba el adiós eterno de su amigo”.

 

El presentimiento fatal del destino, no quebró la energía del valiente coronel; se le vio sereno, radiante de valor, imperturbable, en ese momento solemne, en ese silencio precursor del estallido de los más violentos sentimientos humanos, en que el soldado más soldado es sacudido por una fuerza extraña.

 

El trayecto seguido por esta columna fue el mismo que el de la tercera división; avanzó sin conocer el terreno por la margen exterior del bosque, cuando mejor dirigida lo pudo hacer por el camino interior que remataba en la embocadura de la vía que conducía al Potrero Sauce, salvándose así de los fuegos de la artillería de Paso Gómez; y como aquélla, sufrió las primeras pérdidas antes de abrigarse en el recodo de la entrada.  Allí hizo alto, y reorganizó sus filas.

 

El 2 de línea, en columna cerrada, marchó a vanguardia, siguiendo por el costado derecho del ancho camino; más a retaguardia, y sobre el costado izquierdo, avanzaba en la misma formación el 1º del 3; batallón porteño bravo y entusiasta, mandado por un viejo de corazón esforzado, que vive como un recuerdo santo en el corazón de sus camaradas.

 

El comandante Fortunato Flores fue el guía enviado por el general Flores para conducir esta columna por aquella vía encharcada ya con abundante sangre aliada: ¡Valiente oficial! no desmintió un solo instante el linaje que llevaba en sus venas.

 

Mientras tanto, los paraguayos habían reconcentrado grandes masas en el Potrero Sauce, y esperaban con la mecha encendida y las punterías hechas, que se agolpasen nuestras tropas a la vía para barrerlas con el fuego infernal que dominaba completamente aquel camino irregular, que en forma de embudo, seguía la proyección de la metralla.

 

La 7ª brigada se lanza al asalto

 

El coronel Argüero, con el entusiasmo de un joven, se puso a la cabeza de la escalonada columna, y avanzó resueltamente.  No bien desembocó en el boquete y enfrentó la batería aquella masa de carne humana, fue recibida por un fuego horrible de mosquetería y metralla, que horadando hombres, atravesaba toda su extensión para ir a incrustarse, tal vez, en las últimas hileras; claros que se abrían entre el dolor y la agonía y se cerraban en silencio a la voz seca de sus oficiales.  Desde el primer momento la sangre corrió a torrentes, y Argüero, Martínez, Orma y Borges y otros tantos, se hicieron dignos de las tropas que mandaban.

 

Al comienzo de la lucha es herido el comandante Orma, jefe de la 7ª brigada, y al retirarse, le ordena al comandante Martínez que tome el mando de esa unidad de fuerza y se ponga a la altura del 2 de línea, que sigue más a vanguardia, despedazado ya por los proyectiles; y el coronel Argüero le hace decir también que la batería enemiga está en nuestro poder.  Vana ilusión de aliento para disimular aquel sacrificio inútil, que conquistó una gloria sin provecho.

 

Los dos batallones comprometidos en esta crítica situación, solos en la boca del lobo, desorganizados, amontonados, avanzaron contestando con un fuego desigual al mortífero de la trinchera, de los flancos, de todas partes; detrás de cada árbol un fogonazo, enormes proyectiles que cruzaban rugiendo como una jauría de tigres; se tropezaba en los muertos; los lamentos se confundían con las detonaciones, y aquel modo de morir era tan bárbaro, que sólo el aturdimiento de la batalla puede hacer soportar como un autómata espectáculo tan conmovedor.

 

Mateo Martínez confiesa en su parte “que la operación se hacía difícil, y que después de media hora de fuego, aprovechando un momento de sublime entusiasmo, pide al abanderado Miguel Massini el estandarte para iniciar la carga, y aquel joven oficial con el ardor de sus años, le contesta vehemente: Iré donde vaya la bandera, y mi mayor gloria será mancharla con mi sangre.  ¿Dónde quiere que la clave? Concluye, sacudiéndola convulso”. (3)

 

-¡Allí!  le dice Mateo Martínez, dominado un tanto por el denuedo del alférez, y señala con la espada la pavorosa trinchera.

 

Diálogo sublime sostenido en el torbellino de la tumba en medio de los compañeros que caen, de los horrores sin nombre.  Si aquel combate no hubiera tenido más que estas frases, sería lo bastante para la gloria de ese día.

 

Un batallón con tal abanderado debió lanzarse como un torrente a la batalla, y así fue: todos siguieron a la sagrada enseña, que avanzó rápida al enemigo.

 

El 2 de línea, que seguía a vanguardia sobre el costado derecho, marchaba con el empuje de la tropa de línea y el estoicismo de la disciplina.  Aquellos altivos soldados devorados por el fuego de sus gloriosas tradiciones, impasibles desafiaban la muerte como el rudo cumplimiento de su deber.

 

Esa masa oscura, nerviosa, automática, envuelta en una nube de blanquecino humo, de cuyo centro se erguía con una vanidad ostensible la bandera de los argentinos ilesa en la honra de las batallas, refulgente por sus victorias, y noble por su cuna, representaba allí a dos glorias de Buenos Aires como para completar el cuadro de los heroicos sacrificios de la República.

 

Los dos cuerpos casi a la misma altura avanzaban ganando terreno, dejando a cada paso un reguero de abundante sangre.  El intrépido Borges acababa de ser herido y tomaba el mando de su cuerpo el capitán Sáenz.  Y esos dos grupos tan bravos y tan constantes, soportando toda la atrocidad de un combate desigual, continuaron la ascensión gloriosa de la inmortalidad.

 

El abanderado Dantas y Moritán

 

En el 2 de línea, como en casi todos los cuerpos existían pequeñas enemistades entre algunos de sus oficiales.  El alférez Dantas y el teniente Moritán no se levaban en buena armonía.

 

Dantas era un joven altanero, insubordinado, por lo que estuvo algunas veces preso; pero leal amigo, corazón esforzado y generoso, y de un carácter noble y caballeresco; le dolía la disciplina, y conociendo que tenía temple de soldado, deseaba cuanto antes un ascenso espectable.

 

Moritán era más soldado, porque se había educado en un cuerpo de línea, y por consecuencia conocía mejor sus deberes y soportaba con mayor paciencia la obediencia pasiva.  Poseía también excelentes condiciones militares; era valiente y sereno y algo estudioso.

 

Las provocaciones indirectas de Dantas habían herido la susceptibilidad de Moritán, que esperaba ansioso el momento para demostrarle el error en que estaba.

 

En este día memorable, Dantas llevaba la bandera de su cuerpo, y un momento después que se inició el ataque, se le aproximó Moritán y con aire altanero y sarcástico le increpa así: “Subteniente, ahora vamos a ver si sabe usted sostener sus fanfarronadas; es en este terreno donde los bravos echan bravatas”.

 

Dantas lo miró con esa ira repentina que todos sus amigos le conocemos, con ímpetus de clavarle la moharra de la bandera; pero se contuvo, y contestó con altura: “Tiene usted razón, es este el campo de las bravatas heroicas como ésta”.  He hizo ondear en el espacio aquella bandera que conducía tan dignamente.

 

En este momento, un golpe de metralla los dejó solos en un claro y entre una nube de tierra se destacaron vagas y oscuras sus dos siluetas.  Se miraron, no con odio, sino con admiración; Dantas había encontrado la horma de su pie, y el otro el molde de su héroe.

 

 

Las dos columnas agrupadas en fragmentos, en formación irregular, no escuchando ya la voz de la disciplina, aturdidas por el estampido del cañón y la embriaguez de la sangre, e impulsada por su propia fuerza cívica, alcanzaron en desorden hasta el pie de la trinchera.

 

Una tropa paraguaya que estaba oculta para sostén de los defensores, se levantó de repente y rompió en una descarga voraz.  A la sorpresa de esta detonación unísona, siguió un segundo de silencio, y en seguida, un fuego mortífero.  Debajo de la nube de humo que envolvió a los asaltantes se pudo ver entonces un espectáculo aterrador.

 

El suelo acababa de ser cubierto con nuevos muertos y moribundos; estos últimos se habían mezclado a más de trescientos de los caídos en los combates anteriores.

 

¡Espantosa perspectiva presentaba aquel suelo de manchas rojas!  Paraguayos, argentinos, brasileros, orientales, estaban allí confundidos con su infortunio; extendidos algunos; encogidos otros; sentados, de bruces, en diferentes posiciones, cubrían materialmente el suelo antes de llegar a la trinchera.  Los vivos se movían desesperados agitándose con el desasosiego del dolor, o en silencio miraban azorados a los nuevos combatientes, esperando ansiosos el triunfo de sus banderas, para tener segura la vida; los que morían dejaban oír el estertor de la agonía con los labios espumosos; los cadáveres color de cera, reflejaban en sus rostros y en su actitud inerte la última impresión violenta de la vida; tumefactos ya algunos, presentaban el aspecto de una muerte de días anteriores.  El conjunto de aquel campo horrible hería la vista con el matiz funerario de variados uniformes ensangrentados, que daban a la liza un aspecto de entrevero homérico, que no cesaba sino para recomenzar con nuevo ardor.

 

Nuestras tropas rompieron un fuego certero, que barrió la artillería enemiga; pero nuevamente reforzados los paraguayos contestaron con más ventaja, y se vio al mismo tiempo a sus numerosas reservas allá en el fondo del abra del Potrero Sauce, que con el arma descansada esperaban tranquilamente nuestra entrada.

 

Estas reservas colocadas al alcance de los proyectiles, sufrían continuas bajas.

 

A pesar de haber nuestra ofensiva dominado un momento con su influencia moral, no se adelanta un paso porque el enemigo aumenta cada vez más el poder de la resistencia.

 

Bravura del capitán Segovia

 

Argüero, el bravo jefe de la división, acaba de rodar sin vida: lo respetaron las lides civiles para que tuviera la gloria de morir en una guerra extranjera.  Heridos el teniente Moritán y el ayudante Villalón caen al lado del cadáver de su compañero Reyes, que había ya entregado una vida temprana a la patria. (4)  Velázquez, que mandaba la primera compañía del batallón de Martínez, muere con tres balazos, y Paz, Iraola y otros más siguen el mismo camino.  Mateo Martínez, siempre fogoso, esfuerza sin cesar a sus soldados con palabras enérgicas que imponen a los que las escuchan, pero no son para repetirlas aquí; un metrallazo le quita el caballo de entre las piernas y lo mismo sucede a su ayudante Medeiros; ágil salta el viejo a tierra y sigue alentando a su tropa.  Massini al cumplir su compromiso de soldado, salpica con su sangre el estandarte.  Alcorta, Herrera, Pico, Ravelo, (5) siguen en sus puestos de combate con valor, y sobre todo se eleva la hermosa figura del más espectable de los capitanes del 1º del 3º, Gregorio Segovia, tan temerario como modesto, más valiente que el que más, según la frase de sus soldados; (6) todos ellos están allí al frente de los grupos confundidos de sus compañías que empiezan a retroceder.

 

En el 2 de línea sucedía otro tanto.  García, Racedo, Molina, Chausiño, capitanes educados en aquel cuerpo, animaban sin descanso a su tropa, fatigada de tan desigual combate.

 

Una granada de 68 levanta una mole de tierra que, dando contra el cuerpo del capitán Molina, lo lanza por el suelo a cierta distancia: todos lo creen muerto, pero resucita el capitán del 2, lanzando un sarcasmo oportuno en el que demuestra su calma estoica, y se pone de nuevo al frente de su compañía, animándola con más bríos.

 

El soldado Enrique Flores

 

Aquellos dos batallones hermanados por el peligro y el sacrificio, noble abnegación que tenía en perspectiva el martirio, presintiendo lo imposible de la empresa, empieza a sufrir los sombríos efectos de una victoria inabordable.  Un momento más y se dirá de ellos: ¡Ya fueron!  Dantas conoce aquella situación y se arroja con la bandera a la trinchera, pero una bala enemiga previene tanta audacia, y le tritura fuertemente una mandíbula: se desploma sin soltar el trapo sagrado que oprime aún con las últimas fuerzas que le quedan.

 

La enseña de Mayo ha caído al lado de los paraguayos, que ansiosos la codician sin atreverse a saltar el parapeto; pero al instante se precipitan sobre ella el capitán García y el subteniente Bosch.  García la toma primero, y Bosch ejecuta el primer movimiento para arrancarla al moribundo, y exclama conmovido:

 

- Capitán, yo soy más subalterno, cédame usted ese honor.

 

Y el capitán García, abrazándole, le dice con gravedad:

 

- Subteniente, la llevaremos los dos, y si Dios no nos ayuda, será nuestra gloriosa mortaja.

 

Mientras tanto, Dantas por una contracción nerviosa, inexplicable, aún oprimía fuertemente el estandarte y fue necesario un sacudimiento cruel para arrancárselo.

 

Aquellos dos jóvenes que se estrechaban enternecidos a la sombra del despedazado emblema de la patria, sufriendo, a pocos pasos de distancia, un fuego mortífero, en medio de uno de esos rechazos desalentadores que ponen a prueba las almas más bien templadas, estuvieron a la altura de Lemos, Massini y Dantas.

 

Los batallones retrocedieron sin guardar formación en un desorden silencioso, y el supuesto cadáver de Dantas quedó extendido al pie de la trinchera.

 

Entonces se vio volver de uno de los grupos que se retiraban, un soldado de aspecto varonil y sudoroso, se detuvo un momento; lanzó una mirada indescriptible al campo enemigo; una resolución suprema convulsionó su espíritu en ese instante, y venciendo la vacilación de la vil materia con un arranque de sublime abnegación, se aproximó rápido al moribundo abanderado; lo tomó por debajo de los brazos; levántalo con fuerza hercúlea y echándoselo a la espalda, echó a correr. (7)

 

Se oyó en ese momento una voz estentórea que gritó en guaraní: “No maten a ese patas blancas”. (8)

 

¡Enrique Flores, asistente de Dantas, había conmovido un corazón paraguayo!

 

Retirada

 

Los batallones iniciaron su retirada a la una del día llevando la retaguardia el 1º del 3, orden inverso al del ataque.  Este cuerpo se sostuvo aún algún tiempo efectuando el retroceso gradualmente, por compañías, de manera que se pudieron recoger todos los heridos que no estaban al pie de la trinchera.  El avance había impuesto al enemigo, y su ofensiva se limitó a unos 40 pasos de su posición, después que se alejaron completamente los asaltantes.

 

El comandante Flores, que tan brillantemente se había conducido en el combate (9), salvó a las tropas argentinas de mayores estragos, guiándolas en la retirada por el camino interior que iba a salir al primer boquete, donde tuvo lugar el combate del día 16.

 

Previendo el rechazo del la 7ª brigada, el general Emilio Mitre había ordenado la aproximación de las divisiones Conesa y Domínguez a las inmediatas órdenes del jefe de Estado Mayor del 2º cuerpo, coronel D. Pablo Díaz.

 

Las pérdidas fueron aquí también muy sensibles, teniendo siempre en vista el pequeño efectivo de las dos unidades de fuerza.

 

Tuvieron en muertos: un jefe, 5 oficiales y 75 soldados; y en heridos, 2 jefes, 2 oficiales y 155 soldados.  

 

Si en algún combate se pudo hacer notar la influencia moral de la ofensiva, fue en esta acción, en que un puñado de soldados llegó hasta la inmediata proximidad de un ejército valiente, retirándose enseguida sin ser perseguido; demostrando por otra parte cuan sangrientos son los errores del entusiasmo y la falta de unidad en la dirección general de una batalla que sin la preparación debida, se da en un terreno boscoso.

 

Aquellos tres días de combate costaron a los aliados 4.621 hombres, (10) perdiendo por su parte los paraguayos 2.500.  Esta diferencia se explica por las desventajas con que combatieron nuestras tropas, que casi siempre fueron asaltantes; mientras que los paraguayos, resguardados en sus posiciones y esparcidos por entre el bosque del Sauce, que sólo ellos conocían, tuvieron de su lado todas las ventajas del terreno, defendiéndolo como el avaro a quien van a arrebatar su tesoro.

 

Los generales paraguayos Díaz, Brúguez, coronel Aquino, comandantes Jiménez, Roa, Luis y Francisco González, y mayores Viveros y Coronel, sobresalieron por su gallarda comportación y merecieron distinciones muy marcadas.

 

Estos días de gloria son más que suficientes para borrar los errores de la intrepidez.  ¡Qué importa lo demás! Si tenemos en nuestra historia, grabada con caracteres indelebles, esa fecha: 18 de julio de 1866 (11).

 

Referencias

 

 (1) Estas fuerzas, sin duda, serían los batallones de la división Souza, que esparcidos se batían en el interior del bosque.

(2) La cuarta división formaba la 7ª y la 8ª brigada; esta última tenía el 9 y el 12 de línea y 3 de Entre Ríos; de esta brigada sólo asistieron a este combate el 9 de línea y dos compañías del 3 de Entre Ríos.

(3) Véase el parte del comandante Martínez.

(4) Oficiales del 2º de Línea, Villalón fue tomado prisionero, y en la narración de este combate publicada en el Semanario de la Asunción, el 24 de julio de 1866, figura este oficial en ese carácter en la capital paraguaya

(5) Comandantes de compañía del 1º y del 3º.

(6) El día posterior a esta acción me aproximé a un grupo de heridos del batallón de Mateo Martínez, y les pregunté cuál era el oficial que se había distinguido más; todos me contestaron a una voz: el capitán Gregorio Segovia; y un sargento añadió con entereza: Es más valiente que el que más, y más bueno que un santo.  Cuando la tropa hace tales elogios, no se puede pedir mayor timbre de honor.

(7) Esta versión me ha sido referida por el coronel Dantas.

(8) Así llamaban los paraguayos a los soldados de línea a causa de sus polainas blancas.

(9) Los elogios sobre la conducta de este oficial en este episodio, han sido unánimes.

(10) En esta batalla (16, 17 y 18) tuvieron los aliados mayores pérdidas que en ninguna otra de la guerra del Paraguay.  La batalla de Tuyutí, el rechazo de Curupaytí, y el asalto del 21 de diciembre en Itaivaté, presentan menores bajas que las sufridas en este glorioso episodio.

(11) En este mismo día tuvo lugar un combate a nuestra derecha entre el 12 de línea, la guerrilla del comandante Ayala y una fuerza de caballería paraguaya que avanzó sobre este punto.  La comportación del comandante Ayala y el mayor Mansilla, jefes superiores en esta acción, fue gallarda.

 

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Garmendia, José Ignacio – Recuerdos de la guerra del Paraguay – Buenos Aires (1890).

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