El conflicto de 1838-1840 –segunda intervención francesa en el Río de la Plata- se produjo con motivo de ciertos incidentes –Bacle, Lavie, Garrat, Despouy, etc.-, en los que sus representantes cuestionaron la legislación dictada durante la dominación española y después de 1810, acerca de los extranjeros residentes. El jurista Juan de Solórzano Pereyra consideraba extranjeros en Indias a las personas que no fuesen naturales de los reinos de Castilla y León, no pudiendo, por tanto, gozar de privilegio de mercader. Esta prohibición se refiere especialmente a los portugueses (1), que fueron numerosísimos durante la época colonial, a punto de que durante el siglo XVII ascendían a la cuarta parte de la población de Buenos Aires. Muchos de ellos, “cristianos nuevos” (judíos conversos), se habían adueñado del comercio de importación y exportación. Este autor recuerda que se podía prohibir su entrada y aún expelerles cuando se considerase que su presencia causaba daño. No podían tener encomienda, salvo dispensa particular, ya que era premio que sólo se otorgaba a los vasallos que habían ayudado a descubrir, conquistar y poblar estas tierras. Se explica el hecho porque la voz “vecino” se aplicó en un principio en el sentido de encomendero; sin embargo, se podía adquirir la condición jurídica de vecino merced a una “carta de naturaleza”, a una declaración ante el Cabildo, o por medio de una suma de dinero, que es lo que se llama “composición”. La “Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias” trata el punto en el Título XXVII del Libro IX. La Ley XXVIII declara extranjeros a los individuos que no eran naturales de Castilla, León, Aragón, Valencia, Cataluña, Navarra e islas de Mallorca y Menorca. Los portugueses eran considerados extranjeros y no podían tratar o contratar en Indias, ni pasas a ellas, salvo el caso de estar habilitados mediante una carta de naturaleza y la correspondiente licencia para trasladarse. Sólo así podían usar sus caudales, no los ajenos (2), debiendo intervenir la Casa de Contratación en lo relativo a la calidad del solicitante, como que no se permitía el paso de judíos, moriscos o penitenciados por el Santo Oficio, y aun estaba encargada de recibir las informaciones de “limpieza de sangre”. Llegados a América, los extranjeros debían permanecer en el puerto señalado en la licencia; pero no podían pasar tierra adentro.
Les estaba vedado rescatar oro, plato o cochinilla. Debían emigrar cumplido el objeto de su viaje, aunque eran excluidos de tal disposición los que desempeñasen oficio mecánico, hubiesen contraído matrimonio con mujer española o fuesen propietarios de bienes raíces. La acción estaba dirigida precisamente contra los mercaderes. El extranjero podía ser considerado como los naturales para actuar en el tráfico, en caso de haber residido en España o India durante veinte años continuos –diez de ellos, como propietarios de bienes raíces cuyo monto fue establecido por la Ley XXXII en cuatro mil ducados-, y estar casados con mujer natural, o hija de extranjero nacida en España o el Nuevo Mundo. El trámite consistía en una declaración del Consejo de Indias, que obraba teniendo en cuenta una información levantada ante la audiencia respectiva, o en la Casa de Contratación por vecinos de Sevilla. La composición comenzaba mediante una real orden; después la audiencia redactaba una información testimoniada y luego el negocio pasaba a estudio del Consejo de Indias. El espíritu, no obstante la letra de la ley, era amplio. El rey ordenaba disimular con aquéllos que hubiesen servido en los descubrimientos y alteraciones del orden, sobre todo en el caso de estar casados y tener hijos y nietos, y efectuar la composición moderadamente, según el haber de cada uno.
La ley reconocía el principio del “jus solis”, aunque los padres hubiesen venido sin licencia. Los compuestos no quedaban en situación de absoluta igualdad con los españoles porque los derechos logrados se limitaban a la región en que hubiesen adquirido el privilegio; esto es, se les prohibía componerse fuera del lugar de su residencia. Se mantuvo la prohibición de concederles encomienda y efectuar descubrimientos, prohibición violada continuamente por los mismos soberanos. Se advierte, de cualquier modo que se consideren las cosas, el propósito de mantener las Indias libre de “contagio” de toda mala casta, y de conceder las composiciones con mucha prudencia. Debe señalarse, por último, que las figuras jurídicas conocidas con los nombres de “carta de naturaleza” y “composición” no tienen precisamente el mismo significado, aunque pudiesen llegar al mismo fin. El extranjero que poseía carta de naturaleza residía de derecho y podía adquirir ciertos privilegios propios el español: condición de vecino, encomiendas, tierras, etc., aunque tenía todas sus obligaciones, especialmente la de concurrir a la defensa de la tierra. Los domiciliados, calificados por su matrimonio, posesión de bienes raíces y oficio mecánico, podían ser alistados en la milicia pasiva con el fin de cumplir funciones de policía en el lugar de su residencia y cuando la activa salía a campaña (3). Los transeúntes estaban exentos de servicio de armas. La composición era una situación de hecho que ponía al extranjero en camino de lograr su radicación mediante el cumplimiento de determinado requisito: el pago de una suma de dinero.
Las disposiciones codificadas posteriores a 1680 son más explícitas, aunque, en general, confirman las anteriores. La real cédula del 20 de julio de 1791, distingue extranjeros “domiciliados de transeúntes”; siguiendo la jurisprudencia sentada, determina que éstos debían matricularse en el consulado correspondiente. Por supuesto que la disposición se refiere a la Península, como que en Indias no existían consulados de extranjeros. Los avecindados debían ser católicos, prestar juramento de fidelidad a la Religión y al Rey, y renunciar al fuero de extranjería, a su vinculación con el país de origen y a toda protección de los representantes, de su nación, so pena de galeras, presidio, expulsión y confiscación de bienes, según la falta cometida y condición social de la persona. Los transeúntes no podían ejercer artes liberales, oficio mecánico, ser mercaderes de vara, etc., salvo licencia. Se entiende que su juramento no es de vasallaje, sí de obediencia y sumisión al Rey y leyes del país; pero los banqueros, comerciantes por menor, oficiales mecánicos, etc., que resistiesen avecindarse y prestar juramento de fidelidad, debían salir del reino porque en caso contrario se les consideraba –según esas disposiciones-, vagos peligrosos. El transeúnte –comerciante por mayor, factor de negocios, encargado de cuentas, liquidación de caudales e intereses; fabricante establecido con permiso real, etc.-, debía matricularse. Así es que, podían adquirir la condición de domiciliados, los extranjeros católicos que ejerciesen artes liberales, oficio mecánico, el comercio por menor, etc., y que hubiesen jurado fidelidad. Agréguese, por la jurisprudencia sentada, al casado con mujer española. Eran transeúntes los que no se encontraban en las condiciones citadas. Los extranjeros domiciliados constituían la regla; los transeúntes, la excepción. Es necesario determinar la situación legal de ambos núcleos porque ella se vincula con la organización del ejército.
Las milicias se clasificaban en “regladas”, o “disciplinadas”, y “urbanas”. Las primeras tenían plana mayor veterana y asamblea; las últimas no podían ser empleadas, según lo dispuesto en la real orden del 22 de agosto de 1791, más que en último término y en el lugar de su alistamiento (4). El “Reglamento para las milicias disciplinadas de infantería y caballería del Virreinato de Buenos Aires”, del 14 de enero de 1801, determinó aproximadamente la situación de los extranjeros en el orden militar. Obligaba a todos los españoles de edad comprendida entre dieciséis y cuarenta y cinco años, salvo algunas excepciones, a empuñar las armas y servir entre diez y veinte años (5). Los exentos no eran muchos: los comerciantes y mercaderes de caudal conocido, y sus cajeros; los abogados, escribanos, médicos, boticarios, cirujanos, procuradores de número, sacerdotes, sacristanes, maestros de escuela y de gramática, etc. Mas todos estaban obligados a alistarse en los cuerpos urbanos. Los extranjeros no estaban clasificados en tal carácter, sí por su condición de transeúntes o domiciliados, y casi todos entraban en los cuadros de la milicia urbana. Los transeúntes no estaban afectados por prescripción militar alguna.
La política militar de los gobiernos revolucionarios no tendió a modificar la seguida hasta entonces. La Junta decretó el 19 de julio de 1810 que sólo podía hacerse leva de vagos (6). Era una costumbre que venía de antiguo. Los vagos, calificados tales en virtud de simple información del alcalde lugareño, eran aplicados al servicio de las armas, trabajos rurales, etc. El 11 de febrero de 1814, luego de las derrotas experimentadas por Belgrano en el Alto Perú, se dispuso el alistamiento de todos los hombres cuya edad estuviese comprendida entre quince y sesenta años; pero es en el Estatuto Provisional, del 5 de mayo de de 1815, donde se registra una disposición –sección VI, Capítulo III, Artículo I- que obliga a los españoles europeos con carta de ciudadanía y, en general, a todos los extranjeros con más de cuatro años de residencia en el país, a acudir al llamado que se efectuaba con bandera blanca desde lo alto de la torre del Cabildo; aunque, por desgracia, la disposición quedó sin efecto porque, en virtud de lo dispuesto en el bando que el Director expidió el 30 de mayo de 1815, se admitió la exención mediante el pago de una multa de doscientos pesos por parte de los infractores. Pueyrredón abrogó el 19 de noviembre de 1816 tan extraordinaria disposición y ordenó movilizar a todos los extranjeros. La ejemplar medida quedó sin efecto el 9 de octubre de ese año debido a la protesta de los afectados. El mandato se renovó en el Reglamento Provisorio de 1817 –Sección I, Capítulo III, artículos 4, 5, 9, 10, 11 y 12- y obligó a los que poseían propiedad raíz tasada en más de mil pesos, tienda abierta o taller de artesanía; aunque, dentro de los términos establecidos por la jurisprudencia española, se advierte un cambio que quedó firme. Y cuando gobernaba Rodríguez, se promulgó la ley que, no obstante alguna modificación efectuada por Rivadavia, sirvió de base al régimen; aunque no está demás señalar que existía un precedente en el bando promulgado por Sarratea el 14 de marzo de 1820 con el fin de obligar a todos los hombres, inclusive a los extranjeros, dirigidos por los tenientes alcaldes, a celar la ciudad. (7) Tal fue la ley del 10 de abril de 1821, dictada con motivo de una consulta del Poder Ejecutivo y a instancias del coronel Félix de Alzaga, jefe del “Regimiento del Orden”, y del insultante desdén con que los extranjeros desobedecían las disposiciones adoptadas. Se llamó a prestar servicio militar a todos los extranjeros que tuviesen más de dos años de residencia en el país y que fuesen propietarios de casa de comercio, tienda, pulpería o almacén de abasto al menudeo. (8) La disposición, amplísima, motivó una impolítica intervención del comandante de la estación naval británica, intervención que el Gobierno rechazó con dignidad. La ley del 17 de diciembre de 1823 clasificó con más exactitud a los extranjeros en su relación con el servicio de armas. Por virtud de lo dispuesto en el Título I –De la Milicia Activa- se llamó a los hombres comprendidos entre dieciséis y cuarenta y cinco años de edad para suplir la insuficiencia numérica el ejército, reclutando por enganche de voluntarios y “destinados” a servir en las fuerzas armadas en virtud de sentencia judicial. Según lo dispuesto en el artículo séptimo, la milicia pasiva podía ser convocada en caso de rebelión o invasión del territorio de la provincia. Esa milicia estaba formada por los argentinos de edad comprendida entre cuarenta y cinco y sesenta años, y extranjeros domiciliados. Haciendo una comparación algo arriesgada, diríamos que corresponde a la milicia urbana de la época española, aunque falta en la legislación independiente el conjunto de disposiciones que ubican precisamente a los extranjeros en los cuadros de la sociedad civil y militar, tanto que se debía recurrir con suma frecuencia a los precedentes del régimen anterior. Así es que, según la regla de Buenos Aires, los extranjeros domiciliados –calificados por determinadas causales: residencia, propiedad raíz y oficio, no por matrimonio con mujer nacida en el país, según lo determinaba el derecho antiguo-, estaban obligados a servir en la milicia pasiva, cuyas funciones se cumplían en el lugar de su domicilio. Esta es la legislación que regía en la época e la intervención francesa y es inútil hablar de conceptos añejos porque ella había sido renovada con esta sola diferencia: que el peninsular tenía poder, voluntad y propósito de imponer su derecho municipal; al paso que los estados surgidos después de 1810, habían presenciado la disminución de su haber territorial sin impedir que cesasen semejantes atentados.
Inglaterra se aseguró “de facto” primero, “de jure” después, una serie de ventajas para sus súbditos sobre los demás extranjeros y nacionales. Dueños del tráfico por las grandes expediciones de mercaderías que importaron –no por sus ausentes libras esterlinas-, constituyeron un “trust” de compradores de frutos del país y emplearon procedimientos de “dumping” cuando fue necesario extinguir hasta el recuerdo de la basta y cara industria criolla. Ellos no podían quedar sometidos a leyes que les obligaban a efectuar ciertas prestaciones de servicios. Se habían negado durante el decenio anterior a pagar empréstitos forzosos, a pesar de que estaban destinados a solventar los gastos de la expedición de San Martín a Chile. El 2 de febrero de 1825 se firmó el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación en cuyo artículo IX se dispuso que los súbditos de ambas partes quedarían exentos del servicio de armas, de cualquier clase que fuese; de empréstitos forzosos, exacciones o requisiciones militares. (9) Nada justificaba, en verdad, tan extraordinaria concesión porque lo otorgado por razones de reciprocidad a los argentinos residentes en Inglaterra, era irrisorio. El Congreso discutió el punto en la sesión del 15 de febrero d 1825 y un representante dijo que era menester que los domiciliados –no los transeúntes- fuesen obligados a prestar servicio por lo menos para la defensa de la propia fortuna y vida, y que no debían quedar en una situación tan privilegiada con respecto a quienes, exponiéndose a riesgos y sacrificios, les habían proporcionado tranquila residencia. Es oportuno anotar el nombre de los diputados que se opusieron a semejante preeminencia: Vicente Mena, Juan Ignacio Gorriti, Juan José Paso y Miguel Villanueva. Funes, muy fino casuísta el deán, pidió que se respetase la “Ley Fundamental” porque los pueblos debían quedar en plena libertad para hacer efectiva, o resistir la estipulación en caso de no considerarla conveniente. No tuvo éxito. (10) Los desconformes experimentaron una nueva derrota cuando José Miguel Zegada propuso el día 16 que el comercio nacional fuese protegido, recordando que los habitantes estaban reducidos a la condición de colonos de los ingleses, en peor situación que durante la época española. Así es que se opuso a la sanción del artículo IX. El Congreso, que estaba en esqueleto, dio su mansa aprobación a un pacto que acordaba privilegio al inglés sobre el argentino. Hubo una notable resistencia de los hombres del interior, conscientes de la soberanía, expresión traducida en un apretado núcleo de conceptos religiosos, políticos y económicos, conceptos avasallados por la regimentada mayoría unitaria.
Los franceses se encontraban en una situación distinta porque no había tratado alguno que les asegurase privilegio. El motín del 1º de diciembre de 1828 les encontró fuertemente unidos al bando rebelde, tanto que uno de ellos, Héctor Varaigne, fue agente de Rivadavia en la junta que dirigió el movimiento (11), lo que él mismo confirmó en 1841 a Sarratea, que desempeñaba funciones diplomáticas en Francia (12). Producida la reacción nacional y como que el Gobierno carecía de fuerzas para batirla, Rodríguez dispuso el 28 de abril de 1829 el alistamiento de extranjeros en la milicia urbana, so pena de doscientos pesos de multa por la primera infracción; de expulsión por la segunda (13), debiendo ser reunidos en el “Batallón del Orden”, comandado por Ramón Larrea. El cónsul W. Mendeville protesto y Rodríguez resolvió que no se concediese pasaporte a las personas que, comprendidas en los términos del decreto, pretendiesen abandonar estas playas; aunque no se negaría en el caso de invocar razones dignas de ser atendidas. (14) El 21 de mayo de 1829 se produjo el ataque del comandante Venancourt a la flotilla argentina, surta frente a la ciudad. El agresor llegó al extremo de pedir indemnización por supuestos daños y agravios, no obstante haber incendiado algunos barcos de nuestra escuadrilla. El general Francisco Fernández de la Cruz fue enviado ante él y se acordó devolver las embarcaciones y prisioneros, y no obligar a los franceses a realizar servicio militar alguno, pudiendo abandonar el cuartel en que estaban concentrados. El Gobierno resolvió no discutir derechos, a pesar de que en ellos radicaba su única potencia. Es cierto que el 23 de junio de1829 declaró ciudadanos a los extranjeros que hubiesen tomado las armas; pero también lo es que Rosas derogó tal decreto (15); aunque es punto menos que dudoso que una ley pueda ser suplantada por un acuerdo firmado por jefes de fuerzas armadas.
La segunda cuestión se produjo en 1830 y con motivo del ordenado alistamiento de extranjeros domiciliados. Mendeville y el almirante Grivel conversaron durante el mes de febrero con Juan Manuel de Rosas, que les atendió con aquella gentileza de que hacía gala en algunos casos. Les advirtió, en el curso de la entrevista, que la casa de Ramón Larrea había sido un foco opositor y les aseguró que los franceses gozarían de seguridad (16). Mas el 14 de octubre de ese año los domiciliados fueron convocados por el general Juan Ramón Balcarce, ministro de Guerra. Mendeville se arrogó funciones diplomáticas que no tenía, pues era un simple cónsul, y se dirigió al ministro de Relaciones Exteriores, que daba carácter a este gobierno, y le pidió que dejase sin efecto la citación. Tomás Manuel de Anchorena le respondió que la convocatoria sólo se refería a los domiciliados, a quienes se citaba en virtud de lo dispuesto en la ley de 1821, que se encontraba en pleno vigor, y que él la haría cumplir porque el antecedente de Venancourt carecía de fuerza para abrogarla (17); fuera de que, llegando el extranjero al país, debía cumplir ciertas exigencias para residir en él; exigencias que, cumplidas, entrañaban la renuncia de los derechos que gozaba en su patria. Recibidos determinados beneficios, era necesario que cumpliesen ciertas obligaciones porque éste era un contrato innominado “do ut des, do ut facias”, como que se exigía el alistamiento a cambio de algunos beneficios. Los extranjeros que no se encontrasen comprendidos en los casos señalados por la ley debían ausentarse por ser vagos o malentretenidos. Fuera de esto, el Código Civil francés determinaba en el artículo 17 del Capítulo II, que la calidad de nacional se perdía por establecimiento hecho en otra nación, con el propósito de no regresar a la patria, según lo decían matrimonio, oficio, comercio, industria y propiedad existente en este país. La inscripción en el registro del consulado francés no podía abrogar la ley provincial (18). Y esto no podía considerarse como mera innovación porque la citada ley no era otra cosa que una continuación natural del régimen de la colonia; agregó, por último, que no había razón alguna para someter a juicio de los agentes franceses el valor y cumplimiento de aquellas leyes que pudiesen afectar a sus súbditos. (19) Anchorena ajustaba sus afirmaciones a derecho; pero lo cierto es que la cuestión se complicó debido al gran número de vascos que no deseaban ser considerados transeúntes, tanto que, habiéndose inscripto en el consulado menos de dos mil desde octubre de 1828 hasta agosto de 1835, el número de domiciliados era dos o tres veces mayor. Esta colectividad, formada por cerca de cinco mil personas, poseía dos imprentas de las cinco establecidas; la única litografía, casi todas las farmacias, la única cervecería, cerrajerías, sombrererías, zapaterías, curtiembres, panaderías, por supuesto que todas las casas de modas, etc. Y habían fundado la Sociedad Filantrópica Francesa del Río de la Plata, que tenía cuatrocientos socios. (20) Algunos residentes, desgraciadamente, habían tomado parte en la última batalla a favor del bando de los unitarios y ese hecho amenazaba su situación social y económica lograda mediante su aplicación al trabajo, espíritu de ahorro y una sana vida moral que les distinguía.
El gobierno surgido del movimiento de Julio reconoció sin condiciones la independencia de los antiguos dominios hispanoamericanos, acaso con el fin de lograr el apoyo de Inglaterra, asaz interesada en la autonomía de los nuevos países. El hecho, realizado en 1830, no fue acompañado por acto de reciprocidad que, de algún modo, pudiese compensar a Luis Felipe de los disgustos que en Europa le producía la Santa Alianza. En 1834, cuando gobernaba Viamonte, estuvo a punto de ser firmado un pacto, merced a la acción de Mendeville y Guido, en virtud del cual se concedía a los franceses excepción militar y declaratoria de nación más favorecida; pero el posterior gobierno de Rosas dejó sin efecto las negociaciones. El lugar e Mendeville fue ocupado por el marqués de Vins de Peysac porque De la Foret no fue reconocido. El marqués tuvo carácter de diplomático una vez que la Junta de Representantes dispuso que se le admitiese, sin que el hecho sentase precedente (21). El Gobernador cumplió la orden. El marqués hizo buenas migas con el Restaurador y tanto que se le recibió en familia, según era costumbre en aquella época. Debe agregarse que, con motivo de cartas que agraviaban al mandatario, publicadas en el Journal du Commerce, el diplomático escribió a su gobierno para refutar afirmaciones relativas a inseguridad de sus paisanos en estas regiones (22), fuera de comprender cuántas ventajas podía lograr porque los federales deseaban anular el tratado de 1825, tanto que cuando se dio plenipotencia a Arana para negociar el referente a la abolición del tráfico de negros, que solicitaba el inglés Hamilton, don Felipe advirtió al marqués que firmaría bajo reserva de pedir simultáneamente la revisión de algunos artículos de aquél, lo que sorprendió desagradablemente al británico. Arana manifestó al marqués que esperaba contar con la ayuda de Francia para dar término al asunto de Malvinas. Vins de Peysac falelció en mayo de 1836 y el vicecónsul, Amado Roger, ordenó hacer la autopsia del cadáver porque sospechaba que la esposa del representante anterior, doña María Sánchez de Velazco de Mendeville –doña Mariquita- le hubiese hecho dar un tóxico, sospechas que compartía Manuela Rosas (23), y que no fueron confirmadas por el informe del perito forense: El hecho es que el Gobierno ordenó tributar grandes honores a los restos del diplomático y que al acto asistieron los ministros del Poder Ejecutivo. El gesto fue agradecido por Roger, que quedó interinamente a cargo del consulado, mediante una nota y el envío a Rosas de la espada del finado marqués.
La actuación de Roger no había sido hasta esa época objeto de censuras, tanto que en la cuestión suscitada por Blas Despouy, que reclamaba desde 1821 por la destrucción de un saladero establecido en Barracas, considerado nocivo para la salud de la población, el Gobierno se había declarado deudor por las cantidades comprobadas debidamente. Despouy reclamó $ 40.172,25(24); pero recibió una reprensión debido a la presentación de un escrito (25), redactado, según Roger, con “una hábil mala fe” (sic), tanto que Vins de Peysac se había negado a intervenir a favor del reclamante. Despouy, unido por lazos de familia a López y Cullen, pidió ayuda al caudillo de Santa Fe, cuya intervención rechazó Rosas. Roger fue designado cónsul en Scutari, Albania, y en octubre de 1836 se preparaba para liar sus bártulos y marchar a su destino, una vez que hubiese llegado el nuevo encargado de negocios (26), que lo fue Enrique Buchet-Martigny, que había desempeñado esas y otras funciones muy cerca del general Andrés Santa Cruz. Buchet-Martigny pasó por Chile, llegó a Mendoza y arribó a Buenos Aires, después de haber sido agasajado por las autoridades de las provincias que había tocado en su trayecto. El 12 de junio de 1837 comunicó su nombramiento a Arana, aunque le advirtió que, antes de asumir el empleo, debía ir a Francia (27). Además procuró averiguar si sería reconocido, aunque, conociéndose su actuación en el país del Altiplano, no se le concedió audiencia ni se le dio respuesta debido a que había presentado a Santa Cruz, enemigo de la Confederación, las insignias de gran oficial de la Legión de Honor.
Referencias
(1) Juan de Solórzano Pereyra – Política indiana, etc. – Libro VI, capítulo XIV, Nº 14.
(2) Recopilación de Leyes de los Reynos de Indias, etc., Libro VI, Título XXVII, Ley I.
(3) Juan de Solórzano Pereyra, op. cit., Libro III, Capítulo XXV, Nº 23.
(4) Juan Beverina – El virreinato de las provincias del Río de la Plata, etc., página 285.
(5) Capítulo I, artículo 15 del Reglamento – Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Documentos del Archivo. IV, Cedulario de la Real Audiencia.
(6) Ercilio Domínguez – Colección de leyes y decretos militares, página 9.
(7) Aurelio Prado y Rojas, op. cit., II, página 386.
(8) Decreto de la Junta de Representantes – La Gazeta de Buenos Aires del 11 de abril de 1821.
(9) Registro Oficial de la República Argentina, II, Nº 1823, página 83.
(10) Emilio Ravignani – Asambleas constituyentes argentinas, III, página 1273-1276.
(11) Mendeville al ministro de Negocios Extranjeros; Montevideo, 6 de julio de 1829 – José Pacífico Otero – Historia del Libertador don José de San Martín, IV, páginas 774-781.
(12) Sarratea a Felipe Arana; París 26 de noviembre de 1841. A. G. N. X-I-4-23.
(13) Ercilio Domínguez, op. cit., páginas 482-483.
(14) Decreto de M. Rodríguez y S. M. del Carril; Buenos Aires, 21 de mayo de 1829. Cfr. Registro oficial de la República Argentina, II, Nº 2312, páginas 237-238.
(15) Ercilio Domínguez, op. cit., página 500.
(16) Mendeville al ministro de Negocios Extranjeros de Francia – Buenos Aires, 25 de febrero de 1830, B. N. Mm. Nº 8823, páginas 6 a 14.
(17) T. M. de Anchorena al Cónsul de Francia – Diario de la Tarde, Nº 2024.
(18) T. M. de Anchorena al Cónsul de Francia; Buenos Aires, 23 de noviembre de 1839 – Diario de la Tarde, Nº 2025.
(19) El gobierno delegado al Cónsul de Francia; Buenos Aires, 11 de diciembre de 1830 – Diario de la Tarde, Nº 2026.
(20) Roger al ministro de Negocios Extranjeros de Francia; Buenos Aires, 25 de agosto de 1830. B. N. Mm. 8823, páginas 265-281.
(21) La Junta de Representantes al Poder Ejecutivo; Buenos Aires, 12 de marzo de 1836. A. G. N. X-I-6-2.
(22) De Vins de Peysac al ministro de Relaciones Exteriores; Buenos Aires, 29 de octubre de 1835 – Diario de la Tarde, Nº 2041.
(23) Roger a Thiers; Buenos Aires, 26 de junio de 1836 – A. E. Vol. 7, Fs. 276-278 vta.
(24) Arana a Correa Morales; Buenos Aires, 21 de marzo de 1836 – A. G. N. X-I-6-6.
(25) Pedro de Angelis – Recopilación – Tercera parte, Nº 1380-1381.
(26) Roger a Molé; Buenos Aires, 20 de diciembre de 1836 – A. E. Vol. 7, Fs. 337-344.
(27) Buchet-Martigny a Arana; Buenos Aires, 12 de junio de 1837 – A. E. Vol. S., Fs. 184-184 vta.
Fuente
Efemérides – Patricio de Vuelta de Obligado.
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Puentes, Gabriel A. – La intervención francesa en el Río de la Plata – Buenos Aires (1958).
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