Transcurrieron despacio para el niño Juan Manuel los años largos e iguales de la infancia. Voluntarioso y dominante, como su madre, su carácter no se doblegaba ante el rigor de los castigos que doña Agustina le infligía por sus travesuras. En uno de los encierros, más prolongado que los ordinarios a que con frecuencia se le sometía, Juan Manuel se vengó desembaldosando la habitación en que se le había recluido.
A la edad de ocho años, el chico fue puesto en la escuela de don Francisco Javier de Argerich, situada “en la cuadra que va de San Francisco a la Plaza”. Sus padres prefirieron que aprendiera las primeras letras en escuela particular, en vez de mandarlo a las muy concurridas del colegio de San Carlos o de los conventos de Santo Domingo y de San Francisco. Los cursos primarios en boga entre las familias de pro eran los de Argerich y los dictados, a dos pesos mensuales la primera clase y a cuatro las otras dos, en la academia del doctor en teología Saturnino Peña, a espaldas de la Catedral, en casa de Agustín Antonio de Erézcano. La enseñanza era dada en tres clases: en la primera se aprendía a leer, nociones de doctrina cristiana y principios de educación; en la segunda, a escribir, contar y el compendio del catecismo del padre Fleuri; en la tercera, se estudiaban principios de latinidad, gramática, ortografía, elementos de geografía, historia antigua, romana y de España por el resumen del padre Isla, y el catecismo real.
Juan Manuel, adolescente ya, pasaba temporadas en el “Rincón de López”, donde, libre de la palmeta escolar y de la disciplina urbana, daba rienda suelta a su temperamento indómito y a sus fugas montaraces. Eran esos momentos soñados por él, cuya realización traíale, en ráfagas agrestes, una sensación de la vida distinta en la mansa y desteñida que se estancaba entre los muros de la ciudad. Era esperado con ansia por el niño el día de diciembre en que la familia partía a pasar el verano a la boca del Salado, que era el límite de los campos conquistados a los indígenas, por el extremo sur.
Al clarear la madrugada salía de la ciudad la galera con sopandas, manejada por el mulato Pancho y cargada hasta el tope con don León, doña Agustina y su prole. Detrás, en carretones de grandes ruedas reforzadas con lonjas de cuero, iban las negras esclavas y las petacas con el equipaje; por último, los postillones a caballo, indios y mestizos, armados como guardia defensiva, arreaban las tropillas de repuesto para el largo viaje.
Gritos guturales, latigazo e interjecciones para azuzar las yuntas, chirridos de ruedas, tintineos de cencerros de yeguas madrinas, mujidos de vacas ariscas, áspero chillar de teros, graznar de chajás y relinchar de baguales. La llanura yerma se dilataba infinita bajo el sol, sin reparo ni sombra alguna, a trechos húmeda y verde, a trechos polvorosa y parda, mientras el convoy avanzaba despacio por entre un mar de pastos, de cardizales, de pajonales, o se encajaba en el fango de los pantanos y de las lagunas. Olor de pampa: de trébol y de estiércol, traía el soplo fresco del viento, que, libre como las manadas de potros, corría rizando las hierbas.
Al cabo de tres o cuatro largos días, según estuviera el tiempo y el terreno, después de pasar por la guardia militar de Chascomús, ocupada por piquetes de blandengues, se llegaba a las poblaciones del “Rincón”, situadas en la desembocadura del Salado. Allí el joven Juan Manuel comenzó a impregnarse de pampa.
Correrías desenfrenadas boleando ganados cimarrones y ñanduces, domas bravías, bárbaras hierras en que se luchaba cuerpo a cuerpo con las bestias chúcaras, rodeos enormes y agitados de rebaños cerriles contenidos a caballazos y pechadas por el peonaje que, cual cerco móvil, galopaba en derredor del imponente tropel, conteniéndolo y dominándolo en sus embestidas. Hazañas de agilidad y destreza, arrebatos de fuerza y de rapidez en que se juega a cada minuto la vida. Todas esas faenas brutales, que atraían al niño con seducción irresistible, le tonificaban y le adiestraban. Aprendió a degollar y a desollar, en un santiamén, a los animales; pudo galopar gambeteando los cangrejales sin hundirse en ellos; supo defenderse instintivamente de los peligros del campo; penetró con agudeza en el alma del gaucho y se identificó con ella.
En “El Rincón” todo se vinculaba con los indios; en aquella vuelta del Salado, don Clemente, contuvo a los infieles, hizo lancear a los prisioneros y exhibió sus cabezas sobre las picas, para escarmiento. En aquel otro paraje se peleó todo un día y se rescataron varias cristianas; aquí, junto a las casas, llegó el malón de diciembre de 1783 y cayó asesinado el patroncito Andrés y más allá, ese mismo día, don Clemente fue degollado y su cadáver arrastrado por los salvajes.
Historias crueles de venganzas y de cautiverios, salvaciones milagrosas recordadas por los paisanos, comentarios de don León sobre la vida y las costumbres de las tribus que conoció bien en su aventura guerrera del Río Negro, familiarizaron a Juan Manuel con los bárbaros pampas. Con frecuencia llegaban indios “amigos” hasta las poblaciones, traían cueros, plumas, quillangos, pieles de tigre, de guanaco y de zorro para trocar por tabaco, yerba, aguardiente y abalorios que don León tenía siempre acopiados para el caso. Acampaban cerca, por temporadas, bajo toldos de cuero, se emborrachaban y hartábanse de carne de yegua, que la comían sanguinolenta y cruda. Juan Manuel mezclábase con los indígenas en la toldería, como buen camarada, y pudo bien pronto comprender su psicología y hablar su lengua.
Al llegar el otoño, o cuando doña Agustina era apurada por su prolífica maternidad, la familia regresaba a Buenos Aires, y el niño reanudaba la vida escolar y urbana.
El día de la fiesta de San Juan del año 1806, que coincidía con el cumpleaños de la virreina, los vecinos empingorotados de la muy leal villa, habíanse congregado al anochecer, después de las oraciones, en la Casa de Comedias, ubicada en frente de la Merced, para ver la función de gala que allí se representaba, con existencia del Excelentísimo Señor Marqués de Sobremonte, de su familia y de su séquito. Se estrenaba en las tablas “El sí de las niñas”, de Moratín, la pieza aplaudida en Madrid. La sala estaba alegre a pesar de la zozobra que había inquietado esos días al vecindario: noticias venida de Montevideo de que se avistaba una división de muchas velas, que parecía amenazadora.
El virrey –cuya preocupación era el cuidado de un rebaño de alpacas y vicuñas que embarcaría a Francia, por encargo del Príncipe de la Paz, para “madama” Josefina, esposa de Napoleón-, se había burlado en su tertulia de tal escuadra: “¡Son contrabandistas y pescadores!”, decía a sus tertulianos, y se recordaba el episodio ocurrido meses antes, que “causó tanta impresión a la ciudad como si hubiese aparecido un cometa” (1): aquel bergantín que se presentó de improviso frente a la costa y apresó a una rica fragata portuguesa, mientras el señor marqués rodeado de sus edecanes observaba el horizonte con un catalejo, encaramado sobre la cureña del cañón del muelle, y tranquilizaba al público afirmando que ese barco no era enemigo de guerra, sino corsario contrabandista.
A media función, el virrey, después de conversar con un oficial que entró de improviso en el palco, se retira precipitadamente del teatro. Se difunde, entonces, la terrible nueva: una escuadra inglesa había sido avistada esa tarde, desde la reducción de los Quilmes, y preparaba su desembarco para conquistar la ciudad.
Convocatoria de las milicias, toques de generala, ir y venir de patrullas, concentración de caballerías de la plaza Mayor, cañones empantanados y arrastrados por bueyes, confusión de militares y de paisanos diseminados sin concierto desde el Retiro hasta el Puente de Gálvez, fogatas encendidas en todas las alturas de la costa y un numeroso conjunto de jinetes que aparecían de todos los rumbos, demostraban la unánime alarma. Entre tanto, el virrey Sobremonte con su familia y escolta huía hacia el Norte.
Bajo una lluvia persistente y copiosa, el ejército inglés avanzó el día 26 de junio hasta el Riachuelo, y a la tarde, serenado el tiempo, los invasores pudieron contemplar “las altas torres de Buenos Aires, a distancia de una legua, grandioso objetivo de nuestras esperanzas”, al decir de uno de los oficiales. (2) Escaramuzas y tiroteos en la mañana del día siguiente, intimación de que se rinda la plaza, y entrada de los fáciles conquistadores a la ciudad, en espaciada formación de columna, “mientras torrentes de lluvia caían y vientos penetrantes soplaban”.
La población, tan súbitamente conquistada, acogió con aparente cordialidad a los nuevos amos: abriéronse amablemente las salas para recibir a los jefes y oficiales ingleses “que se paseaban de bracete por las calles con las Marcos, las Escaladas y Sarrateas”; las autoridades juraron fidelidad al general Beresford, las comunidades religiosas dedicárosles laudatorias y el prior de Santo Domingo, Fray Ignacio Grela, hizo desde el púlpito el panegírico del gobierno británico. Pero, en el fondo, el espíritu público despechado temblaba sediento de venganza.
La increpación con que la hostelera de la fonda “Los Tres Reyes” fustigó a los parroquianos que llenaban el comedor, llamándolos cobardes –al servir el plato de huevos con tocino que Gillespie y otros oficiales británicos habían pedido para reconfortarse, después de haber ocupado la ciudad-, expresaba la realidad psicológica de la población.
El joven Mariano Moreno escribía: “yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba, y yo mismo he llorado más que otro alguno cuando a las tres del 27 de junio de 1806 vi entrar 1.560 hombres ingleses que, apoderados de mi patria, se alojaron en el Fuerte y demás cuarteles de esta ciudad”. (3)
Grupos de muchachos reuníanse secretamente para concertar medios de liberación. El general Beresford, acompañado de su edecán el coronel Pack y de una pequeña escolta, salía diariamente a pasear a caballo a las afueras, por las quintas, hasta el paso de Burgos. “Entonces –dice el que fue más tarde brigadier Martín Rodríguez- concebí el proyecto de apoderarme de Beresford y de su comitiva, para cuya empresa me puse de acuerdo con diez mozos resueltos, bien montados y bien armados. Más habiéndolo sabido uno de mis amigos, Antonio Romero, me vio y rogó encarecidamente que suspendiese la empresa, porque si la llevaba a efecto los ingleses se vengarían en la población”. (4)
Los centinelas británicos, apostados en las puertas de las pulperías para vigilar las efervescentes reuniones de paisanos que allí se congregaban, eran insultados, desarmados y apuñaleados por éstos. Juan Martín de Pueyrredón con Manuel de Arroyo, Diego Herrera y el comandante Antonio Olavarría, reunían al paisanaje y compañías de blandengues, que fueron dispersados por el regimiento inglés Nº 71 en la chacra de Perdriel. Los catalanes Sentenach y Estebe y varios españoles como Alzaga, Fornaguera, Anzoategui y otros, tramaban una conjuración para aniquilar a los conquistadores.
“El domingo 1º de julio –dice el libro de actas de la Cofradía del Rosario, que funcionaba en el convento de Santo Domingo- no hubo más que una misa cantada sin manifiesto, y habiendo concurrido a ella el capitán de navío de la Real Armada y Caballero del Hábito de San Juan, Sr. Don Santiago de Liniers y Bremond, que ha manifestado siempre su devoción al Santísimo Rosario, se acongojó al ver que la función de aquel día no se hiciera con la solemnidad que se acostumbraba. Entonces, conmovido de su celo, pasó de la iglesia a la celda prioral, y encontrándose en ella con el reverendo padre maestro y prior fray Gregorio Torres, y el mayordomo primero, les aseguró que había hecho voto solemne a Nuestra Señora del Rosario, ofreciéndole las banderas que tomase a los enemigos, de ir a Montevideo, a tratar con aquel Señor Gobernador sobre reconquistar esta ciudad, firmemente persuadido de que lo lograría bajo tan alta protección”. (5) Y realizó la bizarra empresa.
En la costa, desde los Olivos al norte, multitud de jinetes esperaban la expedición reconquistadora mandada por Liniers, cuya flotilla venía de la Colonia y desembarcó en Las Conchas. “A la nueva de su feliz arribo, se electrizaron los ánimos, y a pesar de la lluvia continua de tres días –dice el memorial del Cabildo- (6) se poblaron los caminos de nuestras gentes que corrían los unos a juntárseles, los otros a llevarles provisiones de bastimentos, municiones y armas”. La tempestad, que arreciaba, obligó a la columna de Liniers a acampar durante tres días en San Isidro. Allí acudieron a incorporarse centenares de voluntarios, entre los que se distinguían grupos de jóvenes hijos de familias pudientes. “Luego que supe la llegada de la expedición a San Isidro –anota Martín Rodríguez en su Memoria- fui y me presenté al señor Liniers, quien me ordenó que, en aquella hora, marchase y me mantuviese por las quintas de Buenos Aires, estando en observación por si los enemigos hacían alguna salida con el objeto de atacarnos en nuestro mismo campo, y que les diese diariamente parte”.
Entre los muchachos más chicos que se presentaron a Liniers y se alistaron en su ejército, iba, con varios de sus camaradas, el niño de trece años Juan Manuel Ortiz de Rosas. Liniers, que era muy amigo de don León y de doña Agustina, le destinó a servir un cañón, con la misión de conducir cartuchos.
A esos niños, entre los que figuraba Juan Manuel, se refería el Cabildo de Buenos Aires, al dar cuenta al Rey de la reconquista de la ciudad, acaecida el 12 de agosto de 1806, en los siguientes términos: “Viéronse niños de ocho y diez años ocurrir al auxilio de nuestra artillería, y asidos de los cañones hacerlos volar hasta presentarse con ellos en medio de los fuegos; desgarrar más de una vez la misma ropa que los cubría, para prestar lo necesario al pronto fuego del cañón; correr intrépidos al alcance de los reconquistadores, y estimando en nada su edad preciosa desafían las balas enemigas, sin que los turbase la pérdida de otros compañeros, a quienes tocó la suerte de ser víctimas tiernas del heroísmo de la infancia. Parecerá exagerado el hecho; pero él tiene suspendida la admiración de los que presenciaron la escena gloriosa del día 12, pasmado y absorto al orgullo inglés, entusiasmado a este pueblo, y ocupará primer lugar en los anales de los sucesos prodigiosos del Río de la Plata”.
Al día siguiente de la victoriosa reconquista (7) –el 13 de agosto de 1806-, Liniers llamó a Juan Manuel, le felicitó por su conducta y le dio una carta para doña Agustina en la que, refiriéndose a aquel niño, le decía que se había portado con “una bravura digna de la causa que defendía” (8). Sesenta y cinco años después de ese hecho, Rosas, viejo y desterrado, se vanagloriaba al recordarlo: “Te he de estimar –escribía a su yerno Máximo Terrero- así como a Manuelita, vayan haciendo lo posible en algunos ratos que no les perjudique, para recordar e ir relacionando las épocas importantes del General Rosas y sus fecha. Es decir, por ejemplo: 1806, agosto 12 – fue uno de los voluntarios que formaron el ejército que reconquistó a Buenos Aires, triunfante sobre el ejército inglés”.
Y recordando a Liniers, el anciano anotaba en sus apuntes: “¡Liniers! ilustre, noble, virtuoso, a quien yo tanto he querido y he de querer por toda la eternidad sin olvidarlo jamás….”
Una racha de belicosidad y de revuelta sacudió a la población triunfadora de los británicos: derrocamiento del virrey Sobremonte, proclamación de Liniers como comandante de armas de la plaza, voces tumultarias de la multitud, movilización militar del vecindario. “La ribera, las plazas, los huecos –relata un testigo- (9) se poblaban con los ejercicios militares diarios; en lugar de coches rodaban cañones por las calles; en vez de fardos, los carros transportaban fusiles y fornituras; a toda hora, se oían tambores, clarines y descargas; a cada paso se tropezaba con hileras de reclutas. Los hombres lo abandonaron todo, intereses y comodidades por la disciplina, y las mujeres ni cosían, ni rezaban por asistir a los ejercicios doctrinales y entretenerse en balancear los progresos de sus predilecciones. Los niños se repartían en guerrillas por las calles y se ejercitaban a pedradas en las mismas horas en que sus padres se ensayaban en el manejo del fusil o del cañón. Todos los cuerpos echaron banderas y las juraron solemnemente, todos se uniformaron con chaquetas o casaquillas de color azul, diferenciándose sólo por los vivos o las vueltas, los centros y los penachos, a excepción del 3er escuadrón de Húsares que se uniformó de verde, y de colorado el cuarto escuadrón de Migueletes”.
Juan Manuel, que entraba en la pubertad y que acababa de recibir, manejando un cañón, el bautismo de fuego y de sangre en la reconquista de su ciudad natal, sentó plaza de soldado en el cuarto escuadrón de caballería, llamado de los “Migueletes”, que mandaba el porteño Alejo Castex. Vistióse ufano, con el uniforme punzó de ese cuerpo –color que sería para siempre de sus predilecciones-, y combatió con denuedo en la cruenta defensa de Buenos Aires contra la segunda invasión de los británicos.
La capitulación y la retirada de Whitelocke, y el glorioso triunfo argentino, que fue cantado por los poetas, exaltó con júbilo indescriptible al pueblo alborotado.
Juan Manuel volvió a su casa, de la que poco antes saliera adolescente, convertido en guerrero. Sus padres, al propio tiempo que abrazaban al joven soldado que retornaba victorioso al hogar, recibían del alcalde de primer voto Martín de Alzaga y Juan Miguens (10), sendas cartas de felicitaciones por la conducta valerosa de su hijo. Don León y doña Agustina al ver llegar a Juan Manuel, después de los combates, vestido de rojo, notaron que el niño acentuaba su fiereza al transformarse en hombre.
Referencias
(1) Ignacio Núñez. Noticias Históricas.
(2) Alejandro Gillespie – Buenos Aires y el interior.
(3) Escritos, de Mariano Moreno.
(4) Martín Rodríguez – Memorias y Autobiografías. Museo Histórico Nacional. Tomo I.
(5) Documentos del Archivo de Pueyrredón – Museo Mitre. Tomo I.
(6) Trofeos de la Reconquista- Municipalidad de la Capital.
(7) Adolfo Saldías – Historia de la Confederación Argentina, Tomo I.
(8) Adolfo Saldías – Historia de la Confederación Argentina, Tomo I.
(9) Ignacio Núñez. Noticias Históricas.
(10) Carta de Rosas a Josefa Gómez, de 2 de mayo de 1869. Museo de Luján.
Fuente
Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo, Buenos Aires, (1845).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Ibarguren, Carlos – Juan Manuel de Rosas, su vida, su drama, su tiempo – Ed. Theoria – Buenos Aires (1972).
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