La división Domínguez ocupaba desde el 17 la nueva trinchera enemiga que había dado lugar al rudo combate del día 16 y constituía la 5ª y 6ª brigada del 2º cuerpo del ejército argentino. La 6ª brigada era mandada por el teniente coronel Caraza, y la formaban los batallones 2 de Entre Ríos, al mando del mismo Caraza, y el Mendoza-San Luis, a las órdenes del mayor Ivanowsky. La 5ª estaba bajo el mando del comandante Cabot y se componía del batallón San Juan, mandado por el mayor Giuffra, y del batallón Córdoba, a las órdenes del mayor Palacios.
Esta hermosa división formábase de cuerpos, de los que algunos, aún no habían entrado en fuego, y representaba diversos tipos del pueblo argentino.
Se encontraba solidificada por los sentimientos más nobles y generosos. El valor, el entusiasmo y el patriotismo constituían una fuerza colosal en sus filas, y mandada por un viejo valeroso, y por jefes y oficiales deseosos de conquistar una gloria imperecedera, era de sospechar que en su empuje sería terrible.
Estando de servicio el batallón 2 de Entre Ríos en la trinchera recientemente conquistada, el jefe de la línea que lo era el general brasilero Victoriano, que en la noche del 17 había sentido que los paraguayos trataban de abrir nuevas picadas para traerle un ataque, ordenó un reconocimiento sobre las posiciones que ocupaba el enemigo.
El comandante Caraza, no queriendo confiar a nadie esta delicada comisión, marchó en persona, llevando una compañía de su cuerpo. A muy poca distancia encontró al adversario resguardado en el bosque, en actitud de combate: fue entonces que desplegó la compañía de cazadores y rompió un fuego graneado y sostenido, manteniéndose con entereza hasta que el resto del batallón marchó en su auxilio.
Los paraguayos, al tentar la debilidad del ataque, cargaron a su vez con mayores fuerzas. En tal circunstancia, el coronel Domínguez contuvo la arremetida enviando al intrépido Ivanowsky, que con su cuerpo restableció el combate; al mismo tiempo que con el resto de la división apoyaba el movimiento y se aproximaba rápidamente para reforzar y sostener la batalla empeñada por la 6ª brigada.
El enemigo retrocedió, entonces, y tomó por línea de retirada senderos que solo él conocía y el camino del Este que va al Potrero Sauce. La división continuó la persecución, y como no podía aventurarse en estrechas sendas, ni estudiado la topografía de aquel suelo, costeó la orilla del bosque, hasta penetrar en el boquete que conduce a la posición enemiga.
Durante este corto trayecto, sufrió los horrorosos estragos de la artillería de Paso Gómez, y cerrando los claros a los gritos de ¡Viva la patria! Y sufriendo pérdidas de consideración, penetró a paso de trote en la pequeña abra que se ha llamado Boquerón en vez de Antro de Muerte.
Una vez allí, resguardada por el bosque, cesaron un instante los estragos, de manera que la columna hizo alto y pudo reorganizar sus filas.
Ante tan gallardo avance, el enemigo, que aún sustentaba alguna fuerza de este lado de su línea, se replegó completamente allá, donde esperaba de nuevo pelear como bueno.
Fue entonces que el general Flores, jefe superior de esta operación, ordenó al coronel Domínguez que se pusiera a las órdenes del coronel Pallejas y atacase la trinchera del Potrero Sauce, que allá en el fondo del camino se veía coloreando.
Esta vía tenía como cuarenta metros de ancho, encajonada entre muros de árboles enmarañados que le daban un aspecto sombrío; se encontraba obstruida por la pequeña trinchera artillada con 3 piezas y formada por un foso y un parapeto de berma. En el glacis no existían defensas accesorias, ni presentaba a primera vista grandes dificultades su acceso.
Lo serio de la empresa no estaba en el obstáculo artificial, fácil de allanar con zapadores, sino en aquel largo callejón barrido por la metralla y la muerte, sin presentarse otro punto inmediato para poder flanquear la posición, defendida al Oeste como ya se ha dicho por espesos bosques y grandes pantanos, y al este por la artillería de Paso Gómez, que enfilaba los pasos precisos del profundo Estero Bellaco del Norte.
La columna de asalto tenía que recorrer cuatrocientos metros por aquella calle del infierno, sufriendo el fuego de metralla por el frente y por los flancos, y llegada a la trinchera, era de suponer que el enemigo contrarrestase el ataque con fuerzas superiores que ya habían rechazado anteriormente la primera intentona. Estaba, pues, prevenido.
Los batallones hicieron por el flanco y marcharon orillando los dos lados del camino, de modo que el centro quedó libre, evitando así los estragos que los proyectiles enemigos hubieran hecho en una columna cerrada.
El 2 de Entre Ríos y el Mendoza-San Luis avanzaron por la derecha, y el San Juan y Córdoba, un poco más a vanguardia, siguieron por la izquierda. El airoso batallón Florida marchaba de reserva apoyando el movimiento de los cuerpos de adelante. Como cuerpo de línea era el nervio de aquel asalto; mandado por un distinguido y bravo oficial, el capitán Enrique Pereda debía una vez más inscribir en su bandera otra fecha inmortal.
En el paraje donde la división hizo alto, formaba una especie de recodo el camino, que servía de amparo a las tropas que avanzaban o se retiraban del asalto.
Un momento después de dejar la división aquel abrigo y de enfrentar la trinchera enemiga, fue acogida por un fuego terrible de mosquetería y metralla, haciéndola sufrir horriblemente.
Estas pérdidas se manifestaban más sensibles en los dos batallones de vanguardia, que se reforzaron inmediatamente con los otros tres que seguían más a retaguardia, y así la división, confundida y en desorden cargó resueltamente el baluarte paraguayo.
Aquellos batallones de soldados ciudadanos, apoyados por un sostén de línea, al atravesar aquel espacio fatal, soportaron en silencio el fuego sin piedad que se les hacía, y que abría inmensos claros sombríos en sus filas; se marchaba en confusión, tropezando con los muertos y los heridos, pero se avanzaba siempre sin mirar atrás, y animados por sus jefes y oficiales, nada los detuvo: ni la metralla, ni el plomo, ni las grandes bombas de sesenta y ocho, que explotaban como un reventazón de dinamita. La columna rodaba impertérrita, triturada, como una ola embravecida, dejando filas enteras que caían como si fueran soldados de plomo, soplados por el aliento de la muerte.
Llegaron a la trinchera, y dio comienzo con furor violento la lucha al arma blanca. Aquellos demonios de paraguayos se batían desesperados: embriagados con el frenesí de la batalla, parecían leones enfurecidos. Habían cesado las detonaciones que aturden, dominando el ruido seco de los aceros que se chocan en el entrevero, y erizan con el horror de la muerte. Defendían la trinchera ciegos de coraje, a bayonetazos, con piedras y balas que lanzaban con la mano, paladas de arena que arrojaban para cegar al asaltante, a culatazos, a golpes de escobillón, a sablazos, a botes de lanza. (1)
El movimiento y el sordo rumor de aquella lidia, era imponente.
En la cima del parapeto, algunos parecían gigantes bronceados, medio desnudos, con el morrión de cuero hacia atrás y el escapulario mugriento descansando sobre el sudado pecho, levantando unos brazos que caían para matar, y muriendo sin decir un ¡ay!
Enardecidos, sostenían constantes el débil muro que apuntalaban sus pechos.
Un tambor de quince años tocaba ataque en la caja de aros torcidos. (2) Aquel ronco retumbo, perdiéndose impasible en el fragor de la refriega, era el último ardimiento que animaba la defensa. De repente cesó de batir la muerte…. ¡infortunado niño!
Lo alto del parapeto y con tales defensores, impedía la escalada, y continuó así aquella lid, digna de ambos combatientes.
Los cañones habían enmudecido al quedar los artilleros fuera de combate, y únicamente la infantería paraguaya estorbaba el paso como una muralla de hierro: como a los rusos de Napoleón, era necesario darles muerte y empujarlos para que cayeran.
El valiente Ivanowsky, con una mano hecha pedazos, esforzaba a sus soldados, en ese idioma que sólo a él se le comprendía en la batalla. (3) Giuffra, chorreando sangre, continuaba al frente de su tropa. El comandante Cabot acababa de rodar por el suelo con tres heridas. El mayor Palacios también caía, y valientemente otros oficiales tomaban la dirección de su cuerpo. (4) Una bala de cañón lleva las dos piernas al teniente Lemos; casi exánime, lanza un grito de dolor comprimido, y aprovecha sus últimas fuerzas para sacar su revolver, y dándoselo al capitán Villanueva, le pide que lo mate agregando en seguida: “Muero contento, porque asisto a nuestro triunfo y he cumplido mi deber”. Un momento después espiraba aquel noble ciudadano. Otra bala lanza por el suelo al abanderado del batallón Mendoza-San Luis, y un sargento 2º del mismo, Pedro Coria, le arranca el estandarte, y haciéndolo flamear grita ¡Viva la patria! y salta sobre el foso. Próximo a él, Videl Linares, otro sargento, increpa a sus camaradas con esa voz que impone en el peligro: “No miren a los que caen, que hemos venido a pelear y a vencer”. Por otra parte el soldado Raimundo Carreras, trabaja con su bayoneta escalones para trepar al parapeto. (5)
La resistencia se hace tenaz. El guerreador oriental (6) está en su elemento, Domínguez apostrofa a sus sanjuaninos (7) porque no son más valientes que él. Caraza y Mayorga hacen esfuerzos para hacer salvar la valla fatal.
Fue entonces que el coronel Domínguez solicitó del general Flores una compañía de zapadores.
Ochenta brasileros, a las órdenes del teniente Carvalho avanzan con sus palas y sus picos, pero ante que se pusieran a la obra, las tropas argentinas escalaron la posición, quedando por orden expresa el batallón Florida de reserva formado en batalla sobre un lado del camino y aunque completamente diezmado era el único apoyo con que se contaba en caso de un revés. Era pues la llave de nuestra victoria.
La división se precipitó como una avalancha sobre la trinchera (8), y se vio flamear allí con gloria, casi simultáneamente las banderas agujereadas de los batallones Córdoba y San Juan. (9)
El primero que escaló la disputada trinchera fue el capitán del San Juan, Lisandro Sánchez, seguido del soldado Santiago Esquivel, y animada por el ejemplo su brava compañía, sin trepidar, trepó al asalto: un momento después caía el gallardo capitán, y no por estar herido deja de proclamar a sus soldados. Como compañero de gloria tuvo a su colega Pedro Sosa, del regimiento Córdoba, que al saltar sobre el terraplén de la batería se desploma inerte: una bala le cortó el aliento de la vida para arrojarlo a la posteridad. Muerde el polvo el abanderado del 2 de Entre Ríos, y el sargento Máximo Eguren se precipita violento, toma la bandera, la levanta en alto y escala la batería, gritando a sus camaradas en el idioma varonil del pueblo: “¡Síganme si son hombres!” Y otro soldado le contesta altanero: “Lo hemos de seguir, sargentito; ¿acaso usted no más es argentino?” (10)
¡Frase de patriotismo, insubordinación sublime, provocada por la duda del superior!.
Y se lanza el miliciano airado a sostener su palabra, y tras de él van otros, y al fin todos.
Los episodios se repiten y los héroes ignorados se multiplican; el entrevero sangriento continúa encarnizado, y el enemigo, aunque ha retrocedido, disputa el terreno palmo a palmo.
Al coronel Domínguez le han muerto dos caballos; su mala suerte le anda rozando; a pie, en medio de aquel batallar sin tregua, se le ve con sus ayudantes Lastra, Funes y Gauna, que le rodean como un muro de abnegación.
Pallejas, el jefe superior del asalto, acaba de morir ¡Su epitafio será su nombre! Nació para la guerra, y murió en su ley.
Nuestras bajas van aumentando siempre: pero al fin cargan los batallones a la bayoneta, y los paraguayos se dispersan en los montes que circundan el Potrero Sauce, donde esperan nuevos refuerzos para tomar la revancha.
El coronel Domínguez hace conducir el cadáver del coronel Pallejas a su cuerpo, y lo incita con frases de fuego a vengar su muerte. El capitán Pereda rinde los honores a aquella sombra de héroe. En una angarilla improvisada con cuatro fusiles, es conducido por los viejos compañeros de sus campañas, y con el paso majestuoso de la marcha funeral, pasan en silencio por el frente del batallón entristecido. El Florida, inconmovible, se conmueve: Pallejas era su alma espíritu ardiente que animaba con el soplo del heroísmo aquel bizarro cuerpo.
La trinchera había sido conquistada; muertos una parte de sus defensores; tomados sus cañones; pero aquella costosa victoria debía durar un momento: estéril por falta de reservas que apoyasen una operación detrás de la cual debió avanzar todo un ejército.
Nuestras fuerzas desorganizadas e irreflexivas se esparcen en los ranchos, merodeando al son de la victoria. En vano tratan los jefes de organizar los batallones, previendo que la embriaguez del triunfo les será fatal y que el enemigo volverá sobre sus pasos y convulsionará a la división disuelta y sin reservas.
El viejo coronel Domínguez, impaciente, nervioso, sintiendo que la fortuna puede cambiar de bandera, lanza su mirada inquieta hacia el camino, esperando las reservas para coronar su obra; el tiempo vuela; los refuerzos no aparecen; su mortal angustia, veloz aumenta: sostener esa trinchera con un puñado de hombres contra todo un ejército es imposible; aquel corazón de soldado se hace pedazos ante ese momento supremo.
Se prevé ya una retirada; en esta circunstancia se arrojan las municiones de las piezas conquistadas al agua; no hay con qué clavar los cañones, la corneta sigue tocando reunión, y al fin empiezan a reconcentrarse los dispersos batallones; los paraguayos no dan tiempo y desembocan con grandes masas al Potrero Sauce; los primeros que se lanzan con decisión sobre nuestras tropas pertenecen al regimiento 21 de caballería desmontada, que viene a paso de trote, seguido muy cerca por los batallones 6, 7, 12, 13, 36 y 40. (11) Estas fuerzas son acaudilladas por el general Díaz, que incansable vuelve a tomar revancha.
El coronel Domínguez, abrumado por fuerzas inmensamente superiores, con sus tropas exhaustas de fatiga, sin municiones, sin reservas, sin la protección inmediata que debió apoyar aquel ataque improvisado, abandonó el terreno, organizando en la retirada a sus despedazados batallones.
Los paraguayos ejecutaron un amago de ofensiva y alcanzaron a atacar a poca distancia de su guarida a los últimos hombres que se retiraban, pero la brava división impuso respeto y se retiró combatiendo, protegida enérgicamente al mismo tiempo por algunos batallones de la división Souza, que causaron bajas al adversario.
En aquella retirada aún hubo actos que demostraron la serenidad del movimiento y la calidad de los ejecutantes. Giuffra es herido nuevamente y es salvado por el soldado Ignacio Acuña. Otro soldado, Nicolás Acosta, que se arrastraba herido, da muerte a puñaladas a un oficial paraguayo y le toma la espada como trofeo, y así, por un corto espacio, continúa con los últimos eslabones de la retaguardia en retroceso.
Algún tiempo después ya no fueron incomodadas aquellas bravas tropas, y pudieron ejecutar sin peligro alguno la marcha retrógrada.
Un silencio de muerte dominaba con la melancolía de la derrota aquel grupo taciturno; los uniformes despedazados y ensangrentados; los rostros sombríos, sucios, ennegrecidos por el polvo, la pólvora y el sudor que se deslizaba en oscuros surcos, mezclado alguna vez a gotas de sangre; el cansancio manifiesto por un paso pesado e indiferente, imprimiendo una actitud imperturbable en aquellos hombres de bronce; la jerarquía militar confundida en la desgracia fundiendo en un grandioso sentimiento todos los latidos; los tintes lúgubres del silencioso paisaje esparcidos con el arte sublime de la creación en aquel desfiladero fatal, sombreado por altos y oscuros árboles que salpicaban por los intersticios de su espeso y roto ramaje, caprichosas manchas de sol, moviéndose inquietas en la ardiente arena ensangrentada; el lejano rumor, casi imperceptible de los lamentos de los infortunados heridos abandonados en aquel terrible desamparo, conducido por una brisa tibia, indiferente como el último dolor indescriptible de la más horrible de las separaciones; todo, todo, ese conjunto, armonioso en sus dolorosos detalles, constituía el trágico final, de la escena viva de la primera parte de una epopeya inmortal.
Cuando salían nuestras tropas del boquerón, se encontraba allí el general Emilio Mitre presenciando aquel desfile sangriento. Al pasar el mayor Mayorga con los restos de su batallón, le dice el general:
- ¡Mayor! ¡Y lo demás de su cuerpo, dónde esta?
Se detiene Mayorga; toma la posición militar; saluda; lanza la mirada entristecida al rumbo de la liza, y extendiendo el brazo con la espalda torcida, en esa dirección contesta con una voz quebrada, no por la batalla, sino por el infortunio:
- ¡General, han muerto por la patria! (12)
Al pronunciar esta frase se enturbiaron los ojos del valiente oficial, y continuó en silencio su camino.
El general sintió que el corazón golpeaba violento; aquella apoteosis en una frase le había conmovido: inclinó la cabeza, quiso hablar, y no pudo.
Alguna vez, en la desventura de los combates, los generales no son generales…… son camaradas.
Las bajas de la división Domínguez alcanzaron en muertos, a 10 oficiales y 109 soldados; en heridos, a 4 jefes, 14 oficiales y 180 soldados, y en contusos a 6 oficiales y 60 individuos de tropa; se ve, pues, que fue una pérdida enorme, dado el pequeño efectivo de los cuerpos y la desproporción entre los muertos y heridos.
Al hacer este cómputo, se entrevé fácilmente la gloriosa faena de esta intrépida división, porque su pérdida representa la mitad de la fuerza que asistió a la batalla en tropa y oficiales.
Aquel avance temerario e irreflexivo ordenado por un general fue una de las más grandes glorias del soldado en la guerra del Paraguay.
Referencias
(1) Véase el parte del coronel Domínguez.
(2) Era de madera de pésima construcción, sostenidos los aros por cuerdas de cuero y daban un sonido sordo, como el de una marcha funeral.
(3) En las maniobras era muy difícil comprender lo que mandaba, y solo sus oficiales acostumbrados a su lenguaje incorrecto y mal pronunciado podían entender sus voces de mando.
(4) Entre estos oficiales se encontraba el capitán Galíndez, posteriormente empleado en la Penitenciaría.
(5) Véase el parte del Coronel Domínguez.
(6) Pallejas.
(7) El coronel Domínguez era natural de San Juan.
(8) Los partes brasileros dicen que con la división del coronel Domínguez entraron al Potrero Sauce, restos del 21 de voluntarios y algunas compañías del 2 y del 5 de línea y 16 de voluntarios extranjeros. Esto es inexacto a estar a los informes de muchos de los actores de aquel drama y del parte del coronel Domínguez, que sólo expone que en la retirada fue protegido por fuerzas brasileras. La trinchera del Sauce fue tomada por cuatro batallones argentinos, y el batallón Florida, no dos como dicen los partes brasileros. Es exacto que los zapadores de Carvalho llegaron cuando los orientales y argentinos habían tomado la trinchera, y en la obra de su demolición fue muerto el distinguido teniente Fontaura y sorprendidos por el retroceso de nuestras fuerzas abandonaron el trabajo sin concluir.
(9) Cuando vio la luz pública este episodio por primera vez, se deslizaron algunos errores, y entre éstos atribuimos al comandante Agustín Gómez ser conductor de la bandera de su cuerpo en ese día; hoy mejor informados, podemos decir que ya se encontraba herido este valiente oficial, cuando tuvo lugar el momento preciso de la toma de trinchera.
(10) Véase el parte del coronel Domínguez.
(11) Semanario de la Asunción.
(12) Relato del ayudante del coronel Domínguez, Bonifacio Lastra.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Garmendia, José Ignacio – Recuerdos de la guerra del Paraguay – Buenos Aires (1890).
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