“Rosas es, biológicamente, si puede decirse, el constructor de la Argentina. Los pueblos no se construyen sólo con leyes. Rosas le dio a la Argentina un tono, un color, un sabor. Le dio vida al país; y si no formó el alma criolla, es indudable que la conservó, la encauzó y la enriqueció”. Manuel Gálvez.
¿Cómo llega Rosas al poder?
Los intentos de los unitarios por imponer una autoridad centralista no terminarían en 1820. En 1826, volvieron a la carga imponiendo a Bernardino Rivadavia (quien había contraído hacía poco tiempo el primer empréstito extranjero) como presidente de la República. Las autoridades provinciales debían someterse a su autoridad, según lo establecía la Constitución Unitaria. Esto motivó el rechazo de las provincias, que se pusieron en pie de guerra. Esta situación, más la pérdida de la Banda Oriental cediendo a las presiones de Inglaterra, dieron por tierra con el gobierno de Rivadavia.
Durante el ministerio que ocupó y el efímero gobierno de Rivadavia, se concentró la propiedad de la tierra por la ley de enfiteusis. Sucede que el empréstito externo contraído con la banca Baring Brothers establecía como garantía las tierras de la provincia de Buenos Aires. En consecuencia, no se podía reconocer propiedad sobre las mismas, por lo que el gobierno las entregó en enfiteusis, debiendo pagar los beneficiarios un arriendo al Estado. Los que accedieron al beneficio de la enfiteusis fueron muy pocos terratenientes, concentrándose de esta forma la tierra en pocas manos y a muy módico precio. Por no decir gratis, ya que los arriendos nunca se pagaron. Quien exigió el cobro de dichos montos fue Rosas, y dicha actitud le valió la Revolución del Sur, encabezada por terratenientes, que fracasó.
De Rivadavia diría Ramos Mejía (un partidario) lo siguiente, en su libro Rosas y su tiempo: “Con arreglo de las caprichosas modificaciones de la geografía política y de los odios que sus vicisitudes provoca, la condición de extranjero se va luego convirtiendo para este pueblo en un estigma, exaltándolo cada vez más, hasta llegar a 1829, en que se le siente hidrópico de iras y supersticiones, hondamente ofendido por las reformas con que lo flagela el gobierno “extranjerista” de Rivadavia, cuyo desprestigio en la plebe no tuvo igual en la historia de América”.
Lo reemplazó Manuel Dorrego como gobernador de la provincia, caudillo popular de gran ascendencia sobre los sectores humildes. Pero su gobierno sería breve, rodeado de conspiraciones de Inglaterra y los elementos internos. El líder el federalismo del momento se negó a pagar el empréstito contraído con Baring Brothers por Rivadavia. Además, su política hacia el banco Nacional también decidiría en parte su caída, como aseveran Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde en su libro El asesinato de Dorrego:
“Uno de los objetivos principales del plan nacional de Dorrego era atacar el Banco Nacional que tanto había hecho por endeudar al país, y que colaboraría eficazmente para lograr la caída del gobernador”.
Dorrego sería derrocado y fusilado por Lavalle, que impondría una dictadura sanguinaria. Los caudillos provinciales no lo reconocieron como legítimo gobernador de Buenos Aires, y el enfrentamiento tomó un serio cariz: la Liga Unitaria, a la que encabezaba Paz, intentaría imponer una dictadura portuaria a todo el país; en contra de ésta, se levantarían las provincias que se ligarían por el pacto Federal.
Lavalle, cercado por López, caudillo de Santa Fe
Juan Manuel de Rosas y el prestigio que le había generado el haber acabado con la dictadura sangrienta, fue ya irresistible para el gobierno de Buenos Aires. Asumió en 1829 y su influencia se extendería hasta 1852. Su gestión dejaría una marca imborrable en la República.
Don Juan Manuel al gobierno
Conducido por el fervor popular, Don Juan Manuel de Rosas llega al gobierno de Buenos Aires y sería el líder de una Confederación Argentina pujante. Lo describe muy vivamente Manuel Gálvez, en su ya citada obra:
“Ha llegado el día de la Federación. Rosas va a entrar en la ciudad. Lo espera la plebe de Buenos Aires, lo esperan los federales. …Ya viene entrando por la calle de la Plata. Arcos de triunfo, banderas, músicas, repiques de campanas. En un coche, rodeado de sus fieles, va espléndido, rígido y, probablemente, con un asomo de sonrisa en sus finos labios. La multitud se aglomera alrededor del coche, que no puede avanzar. Su piel blanquísima y sus ojos azules contrastan con los colores de aquella plebe que lo va aclamando enloquecida. Y de pronto, algo insólito: doscientos fanáticos desenganchan los caballos. Largas trenzas de seda rojas son atadas a las varas y a la delantera del carruaje, y aquellos hombres comienzan a arrastrarlo. ¡Así entra en la plaza de la Victoria, conducido por el fervor del pueblo, Juan Manuel de Rosas!”
El pueblo de Buenos Aires y argentino había encontrado a aquél líder que pudiera encarar una verdadera revolución para encauzar una organización nacional amenazada por exclusivismos infamantes. Y los anhelos de inclusión de los sectores populares serían efectivamente tenidos en cuenta, como un actor de peso para definir las políticas del Restaurador de las Leyes.
Una Argentina fuerte e industrialista
Años después de asumir el gobierno, la situación en el interior estaba prácticamente controlada, por la derrota de la Liga Unitaria en 1831, enemiga de los pueblos. Rosas cultivó una respetuosa relación con los caudillos provinciales que le habían prestado su apoyo. El pacto federal había sellado una incipiente organización nacional, que debería completarse con el dictado de una Constitución.
Pero los tiempos no eran tranquilos. Las conspiraciones brotaban por todos lados. La oligarquía unitaria despojada del poder acudiría a todos los métodos posibles para recuperarlo proponiendo incluso amputaciones del territorio nacional, favoreciendo la creación de republiquetas condenadas a ser devoradas por el imperialismo inglés y francés de ese momento.
Desde Montevideo, convertido en una factoría extranjera luego de la caída de Oribe, se urdía toda clase de tropelías para “derribar al tirano”.
Rosas se nutrió del apoyo del pueblo: los negros, los orilleros, incluso algunas tribus de indios eran partidarias de don Juan Manuel. Liberó a los esclavos apenas pisaran el suelo argentino, y apeló a la consulta popular para asumir su segundo mandato iniciado en 1835.
El país se industrializó en forma incipiente por la atinada medida que significó la ley de Aduanas de 1835, la primera proteccionista en la historia argentina. Esto le ganaría amigos: las provincias del interior; y un poderoso enemigo: el imperialismo.
Rosas en Buenos Aires, y los restantes caudillos en sus provincias, expresaban el proyecto nacional de una Argentina fuerte e industrialista. El libre comercio ya no reinaría impune y desangrando a las provincias. Esto se mantendría durante todo su gobierno y como líder de la Confederación argentina. Ninguna provincia del interior se levantó contra él cuando caería en 1852. Su derrota fue producto de una traición hacia el interior del federalismo, combinada con las fuerzas extranjeras de Brasil e Inglaterra, que de esta forma encontraría vía expedita para vendernos de todo, fundiendo a nuestros emporios industriales.
Mazorquero y todo, autoritario, Rosas logró lo que hasta allí parecía imposible: la organización nacional, una buena convivencia de Buenos Aires con las provincias. Porque Buenos Aires ya no era una aldea cosmopolita, sino parte de un país. Francia e Inglaterra bloquearon el puerto de Buenos Aires, y nadie murió por inanición al no poderse importar artículos de lujo.
Mediante la ley proteccionista de Aduana, se protegía a las industrias del interior y de Buenos Aires. Y un país industrial, autónomo, soberano, es un país popular. El pueblo puede vivir, es promocionado en su bienestar.
José María Rosa lo describe, en su Historia Argentina, tomo 5:
“La capital misma de la Confederación se había convertido en un gran taller industrial. El censo de 1853 muestra su floreciente estado. Había 106 fábricas montadas y 743 talleres artesanales. La ley de aduanas de 1835 había desarrollado la industria, especialmente en los ramos del vestido, artesanía fina, incipiente fabricación de azúcar en Tucumán, y destilación de alcoholes en Cuyo y provincias del noroeste”.
Juan Manuel de Rosas impidió también “la fuga de divisas”, algo tan común en nuestro país incluso en los tiempos contemporáneos. El trabajo argentino debía redundar en una mejora en las condiciones de vida de los compatriotas, y no en el enriquecimiento del extranjero. No pagó la deuda extranjera contraída por Rivadavia y nacionalizó el Banco Nacional.
También prohibió la exportación de oro del puerto de Buenos Aires, que se usaba sólo para comprar productos externos. Esta es una de las causas por las que perdió aparentemente don Juan Manuel la lealtad de Urquiza, impedido por la anterior medida del negocio que le significaba el contrabando en su provincia.
Primero la deuda interna
El nacionalismo económico de Rosas fue tal que no se avino a pagar la deuda externa generada por Bernardino Rivadavia, arma del imperialismo para explotar a los países débiles. Priorizó en este sentido el bienestar de sus compatriotas por sobre el de los acreedores.
En 1835 diría, cerrando las sesiones de la Cámara de Representantes:
“El gobierno nunca olvida el pago de la deuda extranjera, pero es manifiesto que al presente nada se puede hacer por ella, y espera el tiempo del arreglo de la deuda interior del país para hacerle seguir la misma suerte, bien entendido que cualquier medida que se tome tendrá por base el honor, la buena fe y la verdad de las cosas”.
Durante su período los acreedores, acostumbrados a ser tratados con beneplácito, encontrarían una dura resistencia. Incluso fueron “usados” por el Restaurador. Cuando el bloqueo anglofrancés, Rosas pagó unas muy modestas cuotas a los tenedores de bonos del empréstito rivadaviano, y les comunicó que no podría seguir pagándoles si las potencias no levantaban el bloqueo. Entonces, los tenedores de bonos presionaron para que sus países levantaran el bloqueo a la Confederación. Rosas utilizaba de esta forma las propias armas del imperialismo opresor volviéndolas contra él y defendiendo el interés de la Nación.
Una vez levantado el bloqueo, los acreedores y tenedores de bonos volvieron a sufrir una desilusión. Los pagos destinados a la deuda externa volverían a dormir el sueño de los justos…
Rosas y los indios
Luego de su primer gobierno, Rosas comandó una campaña contra los indios que arrasaban a menudo con sus malones las estancias.
Se impone una aclaración: Rosas quiere extender el dominio de más territorio y también proteger las estancias, la unidad productiva del siglo XIX. No quiere exterminar a las poblaciones originarias, sino que hace uso de una política de pactos y acuerdos: su objetivo es proteger a las estancias, no exterminar a los indios. Esto se prueba en el hecho de que se entendió muy bien con muchas tribus, e incluso muchos indígenas trabajaron en sus estancias y tenían una relación idílica con él mismo. Rosas escribió incluso un diccionario para entenderse y comunicarse con ellos.
En esta campaña, se llevó la guerra sólo a los que no acordaron la paz ofrecida, que incluía el suministro de ganados y haciendas a las tribus fieles.
Otro hecho que demuestra que Rosas no estaba interesado en exterminarlos es el hecho de que hacía llegar a las tolderías adelantos como la vacuna contra la viruela, que hacía estragos en los pueblos indios.
Lo que el estanciero quería, claramente, era que no le tocaran las estancias. Defendía esta unidad productiva importante en estos momentos, como los saladeros de los que él fue principal impulsor.
El mismo razonamiento sería aplicable a la defensa que hizo de los derechos de la Confederación desde su asunción hasta su caída. Rosas no cultivó malas relaciones con los otros países, sino que simplemente los enfrentó cuando pretendieron atropellar y someter a la Confederación. En cuanto cesaron con estas actitudes, las relaciones volvieron a su cauce perfectamente.
Con su ley proteccionista de Aduana de 1835, Rosas permitió la prosperidad de muchos mercados y ferias donde la población india vendía sus productos textiles, como los ponchos, tejidos, etc.
Si no, que lo diga Ramos Mejía en su libro ya citado, un observador que lejos estuvo de ser rosista:
“Como se ha dicho, tanto para el negro como para el mulato y el indio, la tiranía fue una liberación relativa. La repugnancia que inspiraron a la sociedad colonial, durante dos siglos, los dos primeros sobre todo, cesó de pronto por causa de aquel orden de cosas, y puede decirse que fueron impuestos, sino a la consideración, a la tolerancia forzosa de esta sociedad; y el multato más que el negro, de suyo humilde, entraron a ocupar un lugar que le sugerían sus hambrunas democráticas comprimidas, sobre todo los cargos y empleos que brindara la dictadura”.
“Hambrunas democráticas comprimidas”, denomina despectivamente Ramos Mejía. Y cabe preguntarse: ¿qué es la democracia sino el gobierno de las mayorías? En este sentido, no me parece un disparate decir que el gobierno de Rosas fue democrático, porque se asentó en el único soberano: el pueblo. No fue un gobierno de minorías. Era sin duda autoritario, pero su liderazgo estuvo legitimado en el amor que le brindaba su pueblo. Sus mismos enemigos lo reconocieron.
El exclusivismo amenazado
El gobierno de Rosas fue una verdadera revolución incluso cultural, donde las masas del pueblo llegaron a territorios donde anteriormente estaba vedada su participación. Esto causó el resquemor de las tradicionales oligarquías que veían con preocupación cómo los humildes siempre desplazados, encontraban ahora su espacio para expresarse, para crecer junto con una Confederación pujante.
Lo describe también Ramos Mejía:
“Las exigencias de la política habían, en parte, hecho desaparecer aquel amable perfume de elegancia y distinción que caracterizaba a la vieja sociedad bonaerense. Cierta promiscuidad de buen gusto político, dejaban, diré así, deslizarse algunos personajes de linaje turbio, herencia obligada de la tertulia democrática de la Heroína, tan poco escrupulosa en la elección de los invitados, muy agasajados mientras pudieran llenar las funciones políticas adjudicadas por ella. Para complacer la vanidad del guarango y democratizar las reuniones, se habían introducido algunos de sus bailes más populares, rompiendo la tradición y los encantos del vals lento, el minué elegante, que realzaba las bien cortadas formas de la porteña de buena cuna”.
Las formas populares en las tertulias reemplazaban a los ritmos y cultura extranjerizantes de la ciudad cosmopolita que era Buenos Aires. El ser nacional, la cultura propia era fomentada y defendida contra los gustos refinados de la petulante oligarquía.
Para horror de las clases “decentes”, el gobierno de Rosas abrió espacio a la participación hasta en la cotidianeidad de aquellos sectores subyugados hasta entonces. Las familias acomodadas, si conspiraban, tenían que tener cuidado que no las escuchara su personal de servicio, todos fieles a don Juan Manuel.
Rosas tendió también a reducir la brecha entre ricos y pobres. Si bien los estancieros se beneficiaron con su gobierno, también lo hicieron las clases populares hasta un cierto nivel de igualdad y justicia social.
Echeverría, horrorizado, escribiría en el Dogma Socialista:
“Rosas niveló, por último, a todo el mundo”.
La autoridad y el terror
Hay que reconocer que Rosas, en ocasiones aplicó el terror para intimidar a sus opositores y enemigos. Pero dicha acción no ha tenido los vastos alcances que le atribuyeron sus adversarios en las Tablas de Sangre escritas por Rivera Indarte, anteriormente fervoroso rosista.
Los peores momentos en este sentido, fueron las matanzas realizadas en 1840, durante la cruzada “libertadora” de Lavalle (que también fue sangrienta). Pero en general, no necesitó del terror para imponerse. Estudios demográficos han confirmado que durante su período el crecimiento de la población fue normal. No así en la dictadura sanguinaria de 1829 de Lavalle, cuando el crecimiento de la población porteña fue negativo.
Incluso un enemigo del Restaurador como Alberdi, diría:
“…El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por el pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también, la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe”.
Sucede que, como consigna José María Rosa, en ocasiones caían entre las víctimas de la Mazorca sectores de buena posición económica. Por esto Rosas pasaría a la historia como un dictador asesino, y no Sarmiento o el general Paz, que asesinaban mucho más pero eran gauchos sus víctimas.
La defensa de la soberanía
En 1845, el 20 de noviembre, la Argentina criolla daba al mundo un ejemplo de resistencia ante el imperialismo.
Una expedición anglo-francesa buscó navegar impunemente el Paraná “sin otro título que la fuerza”, como dijo en la proclama Mansilla, designado por Juan Manuel de Rosas para encabezar la resistencia. Las potencias “civilizadoras” no lograron amedrentar a la Argentina criolla.
Conocedores del terreno, los patriotas emplazaron baterías en la Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y era más fácil hacer blanco e impedir el paso del invasor. Es inútil abundar en detalles. El hecho es que la derrota argentina era segura, por la desigualdad de las fuerzas que se enfrentaban. Luego de la batalla, la escuadra invasora siguió remontando el Paraná, aunque con importantes bajas. De todas formas, por la dura resistencia encontrada en las poblaciones ribereñas, su expedición militar y comercial fracasó. La Confederación Argentina había perdido una batalla, pero no la guerra, por la fuerte determinación y el empeño con que defendió su soberanía. Quedó claro que las potencias iban a tener que cargarse “a todos los criollos” para imponer su ley a destajo. Y nadie puede someter, por lo menos fácilmente, a una Nación unida y con agallas.
Como siempre, algunos apátridas justificaron la invasión y el ultraje de la soberanía por la dictadura del “abominable” Rosas. Para ellos, la patria no era el lugar donde nacieron, sino una aldea cosmopolita funcional y servidora del imperialismo “civilizador”.
Luego de la derrota popular en la batalla de Caseros, se aplicaría la tan mentada “libre navegación de los ríos” y la Argentina se vería inundada de manufacturas extranjeras que barrieron con la industria local. Se acababa la Argentina criolla y protectora de lo suyo: de su cultura, de su economía, de su suelo y de su patria. Hoy seguimos viendo uno de los resultados más evidentes y perceptibles de la “libre navegación de los ríos”: los barcos-factoría extranjeros pescando a pocos metros de nuestras costas y saqueando nuestras riquezas marítimas. Es uno de los tantos ejemplos del ultraje al que parece que ya nos hemos acostumbrado.
Saldías, historiador liberal pero que tuvo un análisis equilibrado del gobierno del restaurador diría sobre el Restaurador en su Historia de la Confederación Argentina:
“A la firmeza inconmovible con que Rozas mantuvo los derechos de su patria le debe, pues, la República Argentina el poder llamar suyos hoy los espléndidos ríos que bañan sus litorales y cuya navegación deberá someter a la legislación restrictiva en lo que respecta a las banderas extranjeras”.
Pero se desilusiona Saldías, respecto a sus sucesores, los grandes defensores y panegiristas de la “libre navegación de los ríos”:
“…por licencia de liberalismo, los gobiernos que se han sucedido al de Rozas casi han desalojado de esos ríos la bandera argentina, concediéndoles a aquéllas franquicias singulares, tan singulares que únicamente en la Argentina prevalecen”…
No sólo sería desalojado el país de sus ríos, también sería arrasada su incipiente riqueza industrial y el extranjero reinaría ya tranquilo sobre nuestra tierra… Y sobre todo el pueblo argentino sería desplazado del bienestar y de la protección con que contó en la época de Rosas. Los extranjeristas que instalaron el modelo “liberal” eran tan abyectos en su rechazo de la nacionalidad que fomentarían en gran escala la inmigración, no por falta de población como se nos quiere hacer creer, sino por su activo menosprecio de sus compatriotas, a los que condenarían por otra parte a la persecución y el exterminio.
El reconocimiento del Libertador
En la tercera Cláusula de su testamento, don José de San Martín le haría a Rosas el reconocimiento más importante:
“Tercero: El sable que me ha acompañado en toda la Guerra de la Indepencia de la América del Sud, le será entregado al General de la República Argentina Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción, que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tratan de humillarla.”
Cuando el bloqueo francés en 1838, incluso el Libertador se ofreció a ponerse a las órdenes del líder de la Confederación, “si mis servicios fueran de alguna utilidad”. Contra los “vendepatria” que pedían la intervención del extranjero para acabar con la “tiranía”, se levanta esa expresión de aprobación maravillosa de nuestro Libertador. Es que San Martín conocía bien a esas elites que querían volver a dirigir el país, que le habían denegado la ayuda para concluir con su campaña libertadora, y que habían hecho tanto para que la patria se contrajera a la nueva dependencia de las potencias del momento: Inglaterra y Francia.
La infiltración del enemigo en el campo popular
La caída de Rosas, como de otros proyectos populares, debe hacernos reflexionar acerca de la infiltración del enemigo dentro del campo popular. Urquiza, federal, es cooptado por el antipueblo para llevar el exterminio y la desolación al país, y lograr el máximo bienestar de unos pocos. Urquiza, que tenía a su cargo además el más importante ejército de que la Confederación podía disponer. Su traición sería fatal, entonces.
Es notable cómo el antipueblo, al no tener legitimidad, al no tener representatividad, tiene que valerse de la infiltración, del espionaje, de la corrupción de los cuadros dirigentes populares. Como nadie los sigue, tienen que comprar “favores” que luego serían devueltos. Es que el antipueblo siempre encabeza “revoluciones” de minorías, por minorías y para minorías.
Más gráfica imposible la desolación de Lavalle en 1840 ante la revolución fracasada y financiada por Francia, que pinta la impopularidad del partido unitario. En una carta a su esposa, le escribe:
“Estas tierras de mierda, donde no hay quien me mate gracias al terror que inspiramos”.
Hasta Urquiza estaba asombrado y preocupado durante su campaña final que derrocaría a Rosas cuando se lamentó de “que el país tan maltratado por la tiranía de ese bárbaro se haya reunido en masa para sostenerlo”.
El antipueblo sólo puede crecer siendo un parásito que se alimenta de la sangre de las luchas populares, y explota una limitación que evidentemente tienen muchas veces las organizaciones populares: el liderazgo personalista y un tanto verticalista.
No sólo ocurrió esto al gobierno de la Confederación argentina. También le ocurrió a la Unión Cívica Radical, cuando surgió el sector “antipersonalista”, oligarca y aliado a los sectores conservadores. También pasó con el peronismo: luego de la lucha de la izquierda y la derecha del movimiento, y sobre todo luego de la muerte de su líder, fue cooptado por sectores ultraliberales, vaciándolo de su contenido originario nacional y popular.
Con la caída de don Juan Manuel en Caseros, quedaría prácticamente expedito el camino para los liberales que nos encadenaron a ultramar en un papel subyugante: proveedor de materias primas, cuando había verdaderos emporios industriales en el país. Los beneficiarios de este modelo famoso del granero del mundo: los terratenientes, los oligarcas. Los perjudicados: el pueblo argentino.
Autor: Sebastián Giménez
Bibliografía consultada
Gálvez, Manuel. Vida de Don Juan Manuel de Rosas. Ed. Trivium. Buenos Aires, 1971.
O’ Donnell, Pacho. Juan Manuel de Rosas. El maldito de nuestra historia oficial. Ed. Planeta. Buenos Aires, 2001.
Peña, R. O; Duhalde. E. El asesinato de Dorrego. Ed. Contrapunto. Buenos Aires, 1987.
Ramos Mejía, José María. Rosas y su tiempo. Ed. Emecé. Buenos Aires, 2001.
Rosa, José María. Historia argentina. Tomo 5. Ed. Oriente. Buenos Aires, 1973.
Saldías, Adolfo. Historia de la Confederación Argentina. Tomos 2 y 8. Buenos Aires, 1958.
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