Soldado de frontera

Fortín 1ª División, sobre la margen izquierda del río Neuquén

Fortín 1ª División, sobre la margen izquierda del río Neuquén

 

El soldado expedicionario era un varón en el más amplio sentido de la palabra.  Vestía harapos, que a modo de insignia ostentaban alguno que otro botón; calzaba alpargatas envueltas en cuero con olor pestilente; denotaba en su rostro sufrimientos estoicos, hambres caninas y el cansancio de marchas agotadoras y de combates en que se jugaba entero sin importarle nada de la vida.  Poseía excelentes cualidades para la guerra: ágil, vigoroso y bravo en la batalla, sobrio en el comer, insensible a la miseria, audaz en las empresas, habilísimo jinete, buen baquiano, caminador incansable, resistente a todos los climas, intuitivo, desconfiado para con el enemigo, y camarada de los suyos hasta la muerte.

 

Frente al ímpetu fanático del auca, de la misma estirpe de aquellos que al mando de Lautaro y Caupolicán infligieron en otro tiempo graves reveses a los conquistadores españoles, se yergue el valor consciente del soldado argentino.  Si en cien combates mantuvo enhiesta su bandera frente a ejércitos extranjeros, en San Lorenzo, en los Andes, en las costas peruanas, en los esteros paraguayos, ahora también la mantendría con esplendente heroísmo en la lucha contra los indios, cuya furia se quebraría en la abnegada resolución de aquellos oscuros “milicos” a quienes la República confió el destino de su historia, y que se mostraron dignos de tal confianza.  La gloria conquistada por los jefes no era sino el reflejo y la suma de las glorias anónimas.

 

Sólo formándonos una idea cabal del adversario podremos valorar con justicia las virtudes militares y ciudadanas de aquellos argentinos que impusieron la ley de la fecunda civilización en los dominios de la barbarie estéril.  Si para ilustrar al lector acerca de la fiera belicosidad de los indios y su eficiencia en el combate, quisiéramos establecer un paralelo con otros pueblos del antiguo mundo, pensaríamos al instante en los escitas que hace más de quince siglos tuvieron en jaque a Roma, o en los jenízaros otomanos que luchaban bajo Solimán o en aquellos indomables afganos que pusieron coto al avance inglés desde la India.  Las aucas hicieron uso inteligente del caballo en la guerra y su combatividad no admite parangón en los anales de la conquista y sometimientos del mundo americano.  Ni los sioux de las montañas Rocosas ni los aztecas del Tenochtitlán ni los incas  del Cuzco igualaron en bravura y tenacidad a los centauros de la pampa.  Tales eran los hombres que el desierto oponía al avance de nuestros soldados.

 

Y nuestros soldados vencieron en la áspera contienda.  Y eso a pesar de que la mayoría de ellos eran enganchados a viva fuerza, para los cuales la licencia definitiva jamás llegaba, y cuando ésta era concedida por la superioridad, siempre había algún “benefactor” que rompiera la papeleta y que por toda contestación respondiera al interesado con un “continúa prestando servicios en las tropas”, lo que, por otra parte, explica la gran experiencia y artimañas de aquellos veteranos.  Ellos constituían la tradición, y los pocos que hoy quedan son reliquia.  A pesar de sus defectos, dieron a la República vastos territorios y páginas de gloria y heroísmo, y a la juventud el ejemplo de lo que pueden el carácter, la voluntad férrea, el espíritu de sacrificio y abnegación sin límites en el cumplimientote los deberes para con la Patria.  Con justicia debemos reconocer que cuando sonó el clarín de la paz en las vastas planicies del Sur, cuando las tribus se sometieron a la civilización, el soldado, levantando ranchos, plantando árboles, construyendo puentes y caminos, seguía demostrando a sus compatriotas que no solamente era guerrero, sino también poblador y civilizador, como observa el expedicionario del desierto teniente coronel Eduardo E. Ramayón.

 

El método indio de ataque irregular y sorpresivo, obligaba a las fuerzas expedicionarias, así como también a las guarniciones fijas, a una constante vigilancia.  Al efecto destacábanse patrullas montadas que, explorando el terreno en todos los ángulos, prevenían en lo posible contra la súbita aparición del enemigo.  Era ésta una misión abnegada y difícil de llevar a cabo, porque las consignas de Namuncurá prescribían su aniquilamiento mediante el zarpazo envolvente.

 

El baqueano

 

A la serie de dificultades que se interponían en la cruzada redentora de los blancos, se unía la carencia absoluta de rutas o vías de comunicación.  En todo el largo período de estas guerras no fue posible trazar la carta geográfica, que constituye el más preciado bagaje de un ejército.  Pero no se podía marchar a ciegas, y se necesitó de ese hombre conocedor de la zona llamado baquiano.  Era éste un individuo que, a través de una larga experiencia, por hallarse radicado de tiempo atrás en las regiones fronterizas del desierto y viajar a menudo con fines de intercambio comercial entre indios y cristianos, había aprendido a orientarse con toda precisión.  Sus inestimables servicios resolvían el difícil problema de las marchas en la monótona inmensidad de la llanura.  Dotado de un sentido muy agudo y de fiel retentiva, recordaba cualquier indicio de la naturaleza que para otros hubiera pasado inadvertido.  Sobrio y resistente a las más duras pruebas, cabalgaba a vanguardia, sin muestras de cansancio, durante leguas sin fin.  Por su sola intuición descubría la aguada benéfica que en el límite crítico salvaba a miles de hombres del desastre.  El conducía a los lugares apropiados para levantar las carpas durante los altos en la marcha, o a los vados de un profundo arroyo o río.  Muchas veces era aborigen.  Todos los protagonistas de la olvidada epopeya del desierto rinden tributo a su abnegado concurso.  Muchos de los inconvenientes que se presentaron en los avances de las tropas provinieron de no haberse atenido a las indicaciones el baquiano; así como el feliz término de muchas operaciones se debió en gran parte a su certera orientación.

 

Los indios auxiliares

 

Las tropas fronterizas contaban con escuadrones de indios auxiliares, sin cuyo valor, astucia, conocimiento del terreno y aptitudes como nadadores, baquianos, rastreadores, jinetes, etc., al decir de uno de nuestros historiógrafos, la guerra del desierto se habría prolongado muchísimo más.  El coronel Cetz aconsejaba sacar “el mayor provecho de esa clase de hombres de excepción organizándolos en forma sólida y competente para las descubiertas, grandes exploraciones, servicios de vanguardia y franqueadotes de las columnas en marcha”.

 

La mujer

 

Por propia voluntad o porque las autoridades lo exigían, también las mujeres participaban de la vida azarosa del desierto, ya compartiendo con el soldado las penurias y fatigas de las marchas, ya soportando los rigores del clima o la escasez y la incomodidad entre las inhóspitas paredes del fortín.  Con justicia escritores notables han dedicado extensas páginas a esas heroínas que tanto contribuyeron a mitigar las amarguras y añoranzas de los expedicionarios.  Sin ellas “la existencia hubiera sido imposible.  Acaso las pobres impedían el desbande de los cuerpos…  estas mujeres, tan solícitas para sus esposos, son injustamente juzgadas por el criterio de la generalidad, que no puede apreciar en lo que vale su sublime y absoluta consagración a los seres con quienes comparten, llenas de la más admirable resignación, las fatigas y privaciones que parecen ser el patrimonio del soldado argentino”. (1)

 

Referencia

 

(1) Eduardo Ramayón – Las caballadas en la guerra del indio – Buenos Aires (1920).

 

Fuente

Clifton Goldney, Adalberto A. – El cacique Namuncurá – Buenos Aires (1963).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

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