Hacia 1860 el orgullo y la prepotencia de los políticos de Buenos Aires jamás permitirán ceder, en forma definitiva, la hegemonía que tienen del país. La nueva oligarquía que se está formando en base a los expatriados unitarios, querrá tener siempre al país encerrado en su puño, y apenas se le presente la ocasión, ha de volver a convulsionar al país con sus guerras civiles y sus campañas periodísticas, que durarán quien sabe cuántos años.
Tal vez esa oligarquía porteña espera el debilitamiento del poder del gobierno de la Confederación Argentina con la terminación del período constitucional de Urquiza que ya fenece. Quizás entonces, falto el gobierno de una mano fuerte como la de Urquiza, se le presente a aquella oligarquía la oportunidad de provocar el conflicto.
En los diarios de Buenos Aires, “El Nacional”, “La Tribuna” y “Los Debates”, el encono contra Urquiza no mengua; el rencor no disminuye, la soberbia y la intransigencia no se abaten. Mientras en 1860 Urquiza entrega la presidencia de la Confederación Argentina a Derqui, Buenos Aires el 1º de mayo tiene de gobernador al general Bartolomé Mitre. Una de las primeras medidas del nuevo gobernador es la de establecer el Ministerio de Relaciones Exteriores, contraviniendo una cláusula del pacto del 11 de noviembre de 1859 (Pacto de San José de Flores) celebrado con la Confederación y que prohibía expresamente. En seguida envía al coronel Hilario Ascasubi a Europa con el fin de contratar soldados mercenarios para enganchar en el ejército argentino “para la defensa de nuestros fortines contra los malones de los indios”. Medida inconsulta y antipopular, además de antiargentina y burda. ¿Cómo? ¿En el momento preciso en que los gauchos son arreados en montón de sus pagos y se los obliga a la fuerza a formar los contingentes de la frontera, el gobierno de Buenos Aires necesita enganchar soldados gringos para defender los campos argentinos contra los indios? ¿Cuándo ha sido necesario recurrir a esa medida denigrante para reforzar el ejército patrio? ¿Qué, ya no hay criollos que den el pecho, como el coronel Brown Arnold y sus gauchos –como luego lo haría Villegas y tantos otros- para atajar los malones? No, el motivo es otro. Mitre quiere traer técnicos militares y armamentos europeos, modernos, mucho más eficaces que los que hay en el país, y que sabe sobraron de la pasada guerra de Crimea. Con ellos piensa reforzar su ejército y alistarse para la guerra con la Confederación Argentina. ¿Y es Hilario Ascasubi, el poeta millonario, aunque ahora de fortuna ficticia, de motivos gauchos, quien se presta para tal menester?
Las noticias que llegan desde Buenos Aires son preocupantes; la situación parece ser más alarmante y los preparativos guerreros siembran la inquietud en Paraná. Derqui, llevado de su fatal buena fe y de su espíritu conciliador, propone una conferencia amistosa al gobierno de Buenos Aires, el que, con el fin de ganar tiempo, acepta y nombra emisario al Dr. Dalmacio Vélez Sársfield, que no tarda en llegar a Paraná, e iniciar sus conversaciones con los Dres. Benjamín Victorica y Daniel Aráoz, delegados de la Confederación.
A raíz de esas conferencias se firma el “Convenio de Unión” del 6 de junio de 1860 “por el cual se ratifican las disposiciones del pacto del 11 de noviembre del año anterior relativos a la convocatoria de la Convención ad-hoc para tomar en consideración las reformas constitucionales, propuestas por la Convención de Buenos Aires”, esto es, “que la provincia disidente concurriría a la Convención con doce diputados”. “Quince días después de la sanción definitiva de la Convención ad-hoc, el gobierno de Buenos Aires ordenaría la jura y promulgación de la Constitución Nacional y se prorrogarían las sesiones del Congreso Federal para que los diputados y senadores de esa provincia se incorporasen al cuerpo”.
Con la firma del tratado y la satisfacción que del mismo hicieron las partes contratantes, el país respiró. ¡Por fin se terminaba con las discordias y las guerras civiles!. Las relaciones entre la Confederación Argentina y Buenos Aires son cada vez más cordiales y promisorias. Derqui, llevado siempre de su buena fe y de su espíritu de conciliación, hace caso omiso de la falta de cumplimiento de Mitre a algunas cláusulas de las Convenciones, como aquella que se refiere a la cantidad fija de un millón y medio de pesos moneda corriente que Buenos Aires debe entregar para sufragar los gastos nacionales.
En Santa Fe se reúne la Convención que ha de ratificar o rectificar, con la concurrencia de los doce diputados de Buenos Aires, la Constitución Federal promulgada el 1º de mayo de 1853 en esa misma ciudad por convocatoria de Urquiza. En las sesiones del 14 al 23 de setiembre queda sancionada definitivamente la Constitución aceptándose la totalidad de las enmiendas propuestas por Buenos Aires.
Corroborando la buena fe de Urquiza y Derqui, éstos aceptan la invitación de Mitre y visitan a Buenos Aires, sellando con su presencia la unión definitiva del país. De regreso en Paraná, Derqui nombra ministros de su gobierno a dos mitristas recalcitrantes: Norberto de la Riestra y Francisco Piro. Más hace aún: asciende a Mitre al grado supremo de brigadier general.
Y en esa pendiente de transigir y transigir sin reservas ni segundas intenciones, como trasunto de la buena fe, Urquiza, gobernador ahora de Entre Ríos, invita a su Palacio de San José, en Concepción del Uruguay, a Mitre y a Derqui. Este llega el 8 de noviembre de 1860 y Mitre el día 10, acompañado de un gran séquito: el coronel Gelly y Obes, ministro de Guerra; los de igual graduación, Conesa, Albariños, Chenaut, Paunero, Dionisio Quesada y Juan Peña; dos edecanes y varios oficiales ayudantes.
En Concepción se agolpa cuanto de distinguido tiene la provincia, concurren los políticos más destacados, los militares más prestigiosos, periodistas, literatos y curiosos, con el marco animadísimo del pueblo creyente en sus hombres eminentes, lleno de buena fe, de esperanza, de simplicidad. Pero por entre la sinfonía acorde de las frases de confraternidad y de paz, en tono menor, podía oírse la discordancia de quienes mirando más allá de la aparatosidad y el formulismo de etiqueta, manifestaban sin reticencia la ninguna fe que tenían en todos esos abrazos.
Mientras tanto en San Juan han asesinado alevosamente al Gobernador coronel José Virasoro, de la íntima amistad y del mayor aprecio de Urquiza. El partido Liberal de San Juan, afecto al partido gobernante de Buenos Aires y dirigido por el doctor Antonio Aberastain, se entrega a los trabajos revolucionarios tendientes a derrocar al Gobernador Virasoro, que gobierna la provincia desde el asesinato del general Nazario Benavídez. Descubiertos esos trabajos “son desterrados de la provincia Aberastain y demás conjurados. El 16 de noviembre de 1860, una partida revolucionaria asalta la casa del Gobernador Virasoro, que sale del lecho con un hijito en brazos, y cae muerto a puñaladas juntamente con su hermano Pedro, que era diputado al Congreso; su pariente, el señor Hayes y otras personas”.
La noticia causa una profunda consternación en todo el país, pero es en Paraná donde causa más impresión, donde el círculo político local presiente que la cordialidad tan formalmente demostrada entre Buenos Aires y la Confederación Argentina, es ficticia.
Al día siguiente se conocen las noticias complementarias del hecho. Aberastain, al frente de las fuerzas revolucionarias, avanza sobre San Juan, ocupa la ciudad y se instala en el gobierno. A su vez “el presidente Derqui nombra Interventor Nacional al gobernador de San Luis, coronel Juan Sáa”. Y fiel aun a su buena fe y espíritu de concordancia, se pone de acuerdo con Mitre y asocia a las funciones de Sáa las de los coroneles Conesa y Paunero, actuando de secretario Juan Manuel Lafuente, acérrimo mitrista.
Pero allá, en Concepción del Uruguay, el general Urquiza, fiel al aprecio profundo que tenía por Virasoro, ruge de rabia y de indignación. Advierte demasiado tarde que los hombres de Buenos Aires lo han engañado con los abrazos y las frases de simpatía y cordialidad no sentidas. Y en carta enérgica que le dirige a Mitre culpa al partido gobernante en Buenos Aires del asesinato de Virasoro.
“La prensa de oposición en Buenos Aires lanza la voz de alarma anunciando que el ministro de hacienda había facilitado al de gobierno un millón y medio de pesos para derrocar las autoridades de la provincia de San Juan. El Ministro de Hacienda quiso defenderse del cargo, pero se confundió dejando subsistente la denuncia que, bien pronto quedó confirmada por una circunstancia singular. El órgano oficial del ministro de gobierno (Sarmiento) anunció con una anticipación de seis días la muerte del Gobernador Virasoro. De este modo no pudo eludir la responsabilidad en los hechos sangrientos que se consumaron el 16 de noviembre”. (1)
Y en los días sucesivos llegan más noticias alarmantes a Paraná: los comisionados de Buenos Aires han promovido cuestión al interventor coronel Sáa y se han retirado de la misión. A su vez Aberastain se niega a entregar el poder al interventor nacional, y aun sale a su encuentro con fuerzas armadas para resistirle. En las cercanías de San Juan, en Pocitos, chocan las dos fuerzas y Aberastain es vencido y hecho prisionero. Al día siguiente es fusilado.
Para agravar más aún la situación, llegan a Paraná los dos senadores y los doce diputados de Buenos Aires para incorporarse a las respectivas cámaras. Estudiados los diplomas de los diputados por la Comisión de Poderes, ésta halla que la elección adolece de fallas fundamentales, como la de haberse realizado de acuerdo con la ley electoral antigua de la provincia, y por la ley nacional. Los diplomas se rechazan, por lo que los diputados bonaerenses no pueden incorporarse. Los senadores hacen causa común con sus compañeros diputados, y todos juntos regresan a Buenos Aires.
El rechazo de los diplomas produce una terrible irritación en el partido gubernativo de Buenos Aires. La discordia clava su garra en el corazón de los hombres y la guerra se hace inevitable. Mitre pasa revista a sus cuarteles, y Derqui, delegado el mando en el vicepresidente general Pedernera, se dirige a Córdoba para ponerse al frente de los trabajos de recepción y ordenamiento de las fuerzas del interior.
El 27 de agosto de 1861 las tropas federales de Urquiza se hallan acampando a orillas del Arroyo del Medio. Entre ellas se halla también José Hernández (autor del Martín Fierro). Nuevamente los gauchos llenan el campamento. Se improvisan fogones, se forman ruedas en las que la conversación chispeante y el ingenio propios del criollo, ponen de relieve su natural alegre y animado. Allí están otra vez los gauchos sirviendo como siempre de carne de cañón para la ambición de los hombres cultos y encumbrados, o que esperan encumbrarse. Hernández detiene su caballo, desmonta y va derecho a un fogón de jóvenes oficiales. Llega y se detiene. Cuando algunos van a ponerse de pie para invitarlo a que se siente, un joven oficial se para de un salto y se adelanta con los brazos abiertos. Y como en Cepeda, José Hernández y Leandro N. Alem se abrazan cariñosamente.
Y en esos veinte días que los separa de la batalla, Hernández y Alem, con ese otro mozo amigo, el doctor Melitón González del Solar, cirujano de primera del ejército de Urquiza, evocan recuerdos de Buenos Aires, y se cambian sus impresiones sobre el destino del país. Caminan por el campo lentamente, observan las tropas, escuchan las ocurrencias de algunos soldados, aceptan un mate que les alargan campechanamente y miran a lo lejos como si se avizoraran el horizonte incierto de la Patria. Cuando la batalla parece ya inminente, el doctor del Solar se constriñe a sus tareas de preparar las ambulancias e improvisar un hospital de primera sangre. Alem y Hernández continúan con sus paseos diariamente, con su conversación al calor del fogón, comparando las alternativas, analizando los hechos, calculando las probabilidades y acumulando pesimismo. Ambos tienen poca fe en los resultados de la batalla, aun calculando el triunfo de Urquiza; la oligarquía porteña tiene muchos recursos para no doblegarse ante los intereses supremos del país.
Cuando los dos amigos callan, sus miradas recorren el campamento: allá, entre los oficiales superiores, Urquiza se muestra receloso de Derqui, se pasea huraño y anda en extrañas comunicaciones con hombres de Rosario y de San Nicolás. Frente al enemigo quieto, Urquiza soslaya la situación, abandona continuamente el ejército y hace viajes a Rosario, donde se reúne en conciliábulos secretos cuyas resoluciones nadie conoce.
¿Es cierto que Mitre, estando el ejército en marcha, llega hasta la ciudad de Rosario para conferenciar en la logia masónica con Urquiza? ¿Es cierto el dato que llega al campamento de Urquiza y que la tropa no quiere creer? Pero si ello puede o no ser cierto, lo que es exacto es que Urquiza realiza frecuentes reuniones en la logia masónica de la calle Laprida y que antes de la batalla, y posteriormente a su entrevista con Mitre en Las Piedras, se reúne con su “hermano Mitre” en ese mismo local de la masonería y allí ambos se abrazan “fraternalmente”(2) y convienen el resultado de la batalla que luego no más librarán.
El 1º de setiembre Urquiza no está en el ejército; está en Rosario. Días después, Urquiza, de peor humor que nunca, llega a su campamento y da la orden de avanzar por Cañada Rica, nuevamente por los campos que él conoce del estanciero chileno Simón Sánchez, para acampar sobre el Arroyo del Medio. Allí, en las filas federales, como ocurrió cuando Cepeda, están alistados jóvenes de las principales familias porteñas, fieles a sus principios, como también los hay en las filas contrarias; cuando Alem se disponía a partir para incorporarse al ejército de Urquiza, lo hacían simultáneamente en las filas de Mitre los dos poetas más populares de Buenos Aires: Juan Chassáing y Estanislao del Campo.(3)
La opinión divide a los hombres de edad madura como a los jóvenes, y éstos, al correr de los años seguirán manteniendo vivos sus rencores y sus odios, que, como sus padres, los transmitirán a sus hijos, envenenando el espíritu y la mente de las futuras generaciones.
El 12 de setiembre, medio desorientado por la profusión de regimientos que ocupan el campo, llega al ejército de la Confederación, en demanda del general Urquiza, el caballero norteamericano y sobrino político de Mitre, Mr. Yateman.(4) Es un hombre joven, elegante, distinguido y delicado. Viste a la inglesa y se defiende del fuerte sol con un sombrero Panamá de anchas alas, rodeado de un pañuelo blanco de seda.
¿Qué busca este extranjero en las filas del ejército de la Confederación? ¿Qué quiere este extranjero en vísperas de una batalla entre dos fuerzas argentinas? ¿A quién representa, quién lo manda?.
Si es representante de Mitre, sorprende que éste no tenga un argentino para enviar ante el general enemigo. Mr. Yateman muestra un salvoconducto firmado por Mitre, y los soldados lo conducen a la tienda del general Urquiza. Entra con toda confianza y saluda con particular afecto al general. La carpa se cierra y los dos hombres quedan solos. Luego de dos horas Mr. Yateman, escoltado por un edecán de Urquiza y cuatro soldados, sale llevando una carta del general en la que solicita a Mitre una entrevista, que no se sabe si se realizó o no. Los soldados ven pasar a ese hombre extraño para ellos, escoltado con tantos miramientos y se quedan intrigados. Mientras, amable y cortés, Mr. Yateman (5), prohombre de la masonería porteña, satisfecho del buen éxito de su misión, da rienda a su caballo y sale al trote inglés hacia el campamento de Mitre. No se ha alejado una cuadra, cuando alguien en un fogón, mirando fijamente al extranjero, dice como al descuido: “Ese gringo se lleva el parte de la victoria”.(6) Al rato regresa el edecán y la escolta, a los que los soldados miran como emisarios de mal agüero. Poco después, el campamento vuelve a tener el aspecto de costumbre. Pero la suerte de las armas ya está decidida. Al día siguiente el ejército retrocede y acampa sobre el Arroyo Pavón.(7)
El 16 de setiembre el ejército de Buenos Aires pasó el Rubicón argentino, el Arroyo del Medio, pacíficamente, y con toda confianza y tranquilidad acampó media legua más al norte con el propósito de seguir al día siguiente hasta Cañada Rica, hacia donde estiró su vanguardia, compuesta por la indiada de Baigorria; el ejército de la civilización y de la cultura, traía indios para luchar contra la “barbarie gaucha”, del caudillo Urquiza.
El día siguiente, diecisiete, chocaron los dos ejércitos. El ala izquierda, a las órdenes del coronel Sáa, arremetió al galope contra la derecha de Mitre, la deshizo y la empujó a legua y media fuera del campo de batalla; el centro, compuesto principalmente de infantería, aflojó. “Urquiza ordenó, entonces, una carga general, y el ala izquierda del ejército de Buenos Aires sufrió la misma derrota que la derecha, el mayor general del ejército de la Confederación, Benjamín Victorica, desde el mismo campo de Pavón, frente a lo de Palacios, comunica a Urquiza que el enemigo está en completa dispersión; que la infantería había pasado la noche en la estancia de Palacios y que si se retiraba, la perseguiría”.
“A pesar de todo ello, a pesar de los recursos de que podía echar mano para proseguir la campaña, Urquiza se retiró del campo de batalla, indiferente, tranquilo, glacial, como un personaje ajeno a lo que acababa de producirse, sin atender los partes que le traían, ni responder a las preguntas o indicaciones que le hacían sus allegados, sorprendidos”.
Urquiza abandonó el campo en el momento culminante de la batalla, en el más importante, cuando más falta hacía el general en jefe “para fijar la victoria”, como diría el general Paz.
Se fue Urquiza llevándose toda la caballería entrerriana y sus regimientos de reserva, flor de las tropas de su ejército y que hubiesen sido más que suficientes para rendir el centro enemigo, que era lo único que quedaba sin ser desecho. Se fue Urquiza abandonando a sus compañeros de batalla como obedeciendo a un designio conocido solamente por él. Por él y por el caballero Yateman, y Mitre quizás. El hecho es que abandonó a sus soldados empeñados en una batalla sangrienta, y se fue, bien escoltado, buscando sus tranquilas tierras de Entre Ríos, desde donde escribiría, días después de la derrota y a centenares de kilómetros de distancia, el parte de batalla.
La deserción de Urquiza trajo el desaliento de los más de sus soldados, algunos de los cuales, como el coronel Prudencio Brown Arnold, no pudiendo calmar su indignación, fueron inmediatamente a presentarse al general Mitre.
José Hernández, integrado al regimiento 9 de línea, en calidad de Capitán Ayudante, lucha bravamente desde el primer momento. Producida la dispersión por la deserción del general en jefe, se une a las fuerzas que reorganiza el general Virasoro y marcha hacia el norte. Con ellas Hernández pasa por el Desmochado –Casilda- y llega a Cañada de Gómez. A su lado va galopando Leandro N. Alem, más triste que nunca, más ensombrecido que nunca, más enlutada que nunca su alma.
Allí está Hernández amargado. Ascendido en el campo de batalla a Sargento Mayor (un grado menos que teniente coronel y uno más que capitán) mira con desgano la pequeña fuerza de seiscientos hombres que queda del poderoso ejército de quince mil hombres que presentaron frente en Pavón. Nuevamente las “luchas del cerebro” y las “batallas de la inteligencia” son anuladas por luchas sangrientas de las metrallas, los fusiles y las chuzas.
Se ha sentado en el suelo, al lado de la montura de su caballo patrio. Junto a él, un capitán de cabellos blancos y piel curtida por la intemperie muestra una profunda cicatriz recibida cuando era muy mozo en la guerra de la Independencia; más allá, un grupo de gauchos dando las últimas pitadas del último cigarrillo, se disponen a acostarse en el pasto, conformes esos gauchos como siempre con su buena o mala suerte. Allí, a su lado, casi rozándose con él, Leandro N. Alem en silencio, mustio, callado y amargado, mira el pasto, los caballos, la inmensidad. Allá, en lo alto, la luna se oculta tras unos nubarrones escoltada por un brillante cortejo de rutilantes estrellas.
La pampa santafecina se envuelve en la más densa oscuridad, mientras un silencio de muerte reina en sus ámbitos. Hernández, fatigado, amargado y con una tristeza infinita en el alma, se tiende en el pasto, duerme, se abisma, sueña. Así están sus seiscientos compañeros, a excepción de los centinelas que, no pudiendo resistir el sueño y la fatiga, hacen puntal con el fusil, y duermen de pie.
No ha amanecido aún, cuando el general Venancio Flores, uno de los generales uruguayos al servicio de Mitre, sorprende a la fuerza dormida y se da a la tarea de exterminarla. Hernández y Alem apenas tienen tiempo de saltar a caballo en pelo, y tras de algunos sablazos para abrirse paso, se alejan hacia el norte. A poca distancia se unen al general Virasoro y un reducido núcleo de soldados. Detienen el galope y vuelven grupas. Pero al primer choque advierten que el número de los enemigos es demasiado grande. Y se vuelven a alejar en dirección a Santa Fe.
En el campo de la sorpresa quedan ciento cincuenta prisioneros y cerca de cuatrocientos muertos: casi todos pasados a cuchillo. Las fuerzas de Buenos Aires sólo han tenido dos muertos y cinco heridos. (8) La desproporción patentiza el degüello a sangre fría. Ese es el ejército del partido de la civilización y de las luces.
Hernández, con el grupo de fuerzas del general Virasoro, llega a Santa Fe, y de allí se dispone a cruzar el río y llegar a Paraná. Frente está el río anchuroso y turbio. A su espalda queda la pampa poblada de gauchos, de soldados y de muerte. Allá quedan, tras de una batalla que fue entregada, las esperanzas derrumbadas de una paz y de una concordia por las que se ha derramado demasiada sangre de hermanos.
Dice el Ministro de Guerra Gelly: “Este suceso es la segunda edición de Villamayor, corregida y aumentada” (en Villamayor, Mitre había hecho fusilar al coronel Jerónimo Costa (9) y sus compañeros por el sólo delito de ser federales).
Esa limpieza de criollo que hace el ejército de la Libertad entre 1861 y 1862 es la página más negra de nuestra historia, no por desconocida menos real. Debe ponerse el país “a un mismo color” eliminando a los federales. Como los incorporados por Flores desertan en la primera ocasión, en adelante no habrá más incorporaciones: degüellos, nada más que degüellos. Y los ejecutores materiales tampoco son criollos: se buscan mafiosos traídos de Sicilia: “En la matanza de la Cañada de Gómez – escribe José María Roxas y Patrón a Juan Manuel de Rosas-, los italianos hicieron despertar en la otra vida a muchos que, cansados de los trabajos del día, dormían profundamente” (10).
Sarmiento expresa: “Los gauchos son bípedos implumes de tan infame condición, que nada se gana con tratarlos mejor”. Los pobres criollos que caen en manos de los libertadores, solo pueden exclamar ¡Viva Urquiza! al sentir el filo de la cuchilla. Algunos consiguen disparar al monte a hacer una vida de animales bravíos.
Seguirá la matanza en Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, mientras se oiga el ¡Viva Urquiza! en alguna pulpería o se vea la roja cinta de la infamia. Que viva Urquiza mientras mueren los federales. Y Urquiza vive tranquilo en su palacio San José de Entre Ríos. Dentro de poco hará votar por Mitre en las elecciones de presidente.
“Pavón no es solo una victoria militar – escribe Mitre o su ministro de Guerra – es sobre todo el triunfo de la civilización sobre los elementos de la barbarie”.
Referencias
(1) M. Pelliza – Historia de la organización nacional, Pág. 296.
(2) Palabras del Dr. J. Y. Taillón, grado 33 de la masonería, en acto público del año 1928, en el local de la logia 17 de la calle Laprida, en ocasión de pronunciar una conferencia antifacista el intelectual italiano Dr. Mosca.
(3 )Pero Ascasubi no pasó de Pergamino. Véase correspondencia de Mitre.
(4) Era casado con una señorita Gorostiaga, según Adolfo Saldías, y Carranza según otros.
(5 Su verdadero apellido era Itman, que en idish quiere decir “hombre judío”, y se descompone así: “It”, judío, “man”, hombre.
(6) Frase de José Hernández en los recuerdos del coronel Prudencio Brown Arnold.
(7) La intervención de Mr. Yateman en un asunto de la máxima importancia como la batalla de Pavón, donde la oligarquía porteña jugaba su suerte definitiva, se explica por diversas razones: Primero mister Yateman es prohombre de la masonería universal, cuya filial argentina tiene en sus manos la dirección de la política argentina centralista, cuyos hombres dirigentes son Mitre, Alsina, Sarmiento, Vélez Sársfield, Obligado, etc. En segundo lugar, hay una traba y una trama de intereses comerciales y financieros que ligan estrechamente a los dos grupos políticos antagónicos y en los que tiene gran preeminencia Mr Yateman como agente financiero y prestamista de fuertes sumas a ambos grupos. Así lo prueban fehacientemente los documentos del Museo Histórico Nacional, en los que puede verse como: El 9 de enero de 1863, el general Urquiza le escribe a Adolfo E. Carranza diciéndole que espera que haya recibido el giro para pagar el documento de Yateman. (Doc. Nº 3676 – O.1. p Nº 971). El de febrero del mismo año Enrique Yateman, a su vez le comunica a Urquiza los inconvenientes habidos en el cobro de los pagarés que remitió para abonar el campo del Palmar. (Doc. 3688 – O.2. pp. Nº 2129). Dos días después Urquiza escribe a Carranza y le recomienda el pedido de su amigo Enrique S. Yateman, a quien desea complacer. (Doc. 3689 – O.2. pp. Nº 975).
Hay una infinidad de cartas por el estilo que muestran hasta la evidencia la estrecha relación de intereses que liga a estos hombres con el prestamista Yateman. Hay una identidad con la ligazón que estos mismos hombres tuvieron con aquel otro extranjero de apellido significativo: Bushental.
La oligarquía porteña, en vísperas de la batalla de Pavón, sabía a quien enviaba para reclamar de Urquiza el cumplimiento de pactos secretos de “hermanos a hermanos” y presionar su ánimo para que se retirara del campo de batalla sin luchar. Las pruebas son irrecusables; los hechos son ciertos.
(8) “El suceso de la Cañada de Gómez es uno de esos hechos de armas muy comunes por desgracia, en nuestras guerras, que después de conocer sus resultados aterroriza al vencedor, cuando éste no es de la escuela del terror. Esto es lo que pasa al general Flores y por eso es que no quiere decir detalladamente lo que ha pasado. Hay más de trescientos muertos y como ciento cincuenta prisioneros, mientras que por nuestra parte, sólo hemos tenido dos muertos y cinco heridos”. Parte del ministro de guerra Gelly al Gobernador Delegado de Buenos Aires – Adolfo Saldías.
(9) El Tcnl Jerónimo Costa fue Jefe del RI1 “Patricios” entre 1835 y 1843. En 1838, efectivos a sus órdenes realizan la viril defensa de la isla Martín García, cuando el ataque y el bloqueo francés al Río de la Plata.
(10) A. Saldías: La evolución republicana, pág. 406.
Fuentes
Artículo periódico Retorno (5 de noviembre de 1964) – 1861 – El misterio de Pavón.
De Paoli, Pedro – Los motivos de Martín Fierro en la vida de José Hernández – Buenos Aires (1968).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar.
Rosa, José María – La derrota del pueblo
Saldías, Adolfo – La evolución republicana.
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