Si queremos saber cómo se celebraba antaño una Semana Santa en Buenos Aires, debemos recurrir al testimonio de los viajeros. Generalmente los habitantes de un lugar no aprecian ni describen sus propias costumbres, pues las consideran naturales, y son los extranjeros los que las observan y comentan.
La Semana Santa se celebraba en Buenos Aires con todo el despliegue fastuoso de que la gran aldea era capaz. Este despliegue era sin embargo un pálido reflejo de las Semanas Santas españolas. No éramos nosotros ricos en tallas e imágenes religiosas y, por lo tanto, los “pasos” tan numerosos y variados en España escaseaban en nuestra ciudad. Existían aquí cuatro imágenes principales que salían en procesión como los “pasos” de Sevilla, y representaban a Nuestra Señora del Rosario, al Cristo de la Humildad y de la Paciencia, al Cristo del Perdón y el Penitente, y al Cristo de la Aspiración.
Se podría afirmar, sin duda, que el Plata fue la región del vasto imperio español de América donde menos se propagó esta forma característica del culto hispánico; son pocas las imágenes sagradas talladas en madera que nos quedan del período colonial, muchas menos que las que conservan del mismo período México o el Perú.
Un viajero francés, Amédée Moure, presenció la Semana Santa porteña en 1848. En plena época rosista, nuestro viajero se asombra viendo la piedad del pueblo de Buenos Aires, que no tolera que nadie permanezca cubierto o en actitud de poco respeto para con las ceremonias que se desarrollan. Ya en 1825, un inglés que estaba con el sombrero puesto mirando pasar la procesión, fue acuchillado por un soldado fanático, que no vaciló en ultimarlo creyéndolo un sacrílego. Y en 1848, la multitud, que es fiel a Rosas, sigue con una piedad, un poco primitiva tal vez, esas emocionantes ceremonias; en ellas participaban todas las clases sociales: los dirigentes políticos republicanos, los ciudadanos, los paisanos de los suburbios y los negros. Todos seguían con fervor y devoción el gran acontecimiento litúrgico y las iglesias se llenaban de fieles.
Aunque Moure se defiende de antemano diciendo “yo no hago más que narrar, no critico”, no nos extrañemos de que nuestro testigo describa un poco cínicamente estas celebraciones; él es hijo de la Revolución de 1789, educado en una Francia anticatólica, y no comprende las devociones tradicionales porteñas, herederas directas de la piedad española. Por eso es a veces injusto, aunque su testimonio tiene valor documental.
Dice el viajero: “El Jueves Santo tiene lugar una visita oficial a las iglesias de Buenos Aires. Es el Longchamps del país. Por la mañana hay poca gente en misa y el templo está casi desierto, pero por la tarde y hacia la noche el cuadro cambia. Mientras algunos religiosos cantan los himnos sagrados, llegan numerosas damas engalanadas con su belleza y sus riquezas.
“Cada una va a arrodillarse o, mejor dicho, a sentarse sobre una magnífica alfombra, pequeño tapiz que la doncella ha echado sobre el suelo. Las damas son muchas y se apretujan. No se oye por todos lados más que el chasquido del abanico; es un movimiento continuo y lleno de encantos, sobre todo para aquel que, como yo, ha seguido a las señoritas no para rezar sino para contemplarlas, para admirarlas y sorprender en ellas los secretos de su corazón, que traicionan sus ojos.
“Cuanto la ciudad encierra en damas deslumbradoras de lujo y coquetería se ha citado a esta hora en el templo. Nadie sabría describir la riqueza de sus adornos, la elegancia de sus atavíos, donde el buen gusto de la moda francesa se aúna felizmente con el aire especial y lleno de gracia de la andaluza… Los colores brillantes, la seda, el encaje, el terciopelo, se entremezclan el jueves y el sábado a los diamantes y a las pedrerías; el viernes, en señal de duelo, se lleva al negro, pero el lujo nada ha perdido en ello.
“Pero la procesión de las iglesias comienza.. Aquí viene el mundo oficial y diplomático: primero el jefe del gobierno, luego los representantes y todos los funcionarios públicos, en traje negro, calzón corto, media de seda, zapatos de hebilla, bastón de mando en mano. Llegan en dos hileras, graves, contando los pasos, entran en la parte de la iglesia que les está reservada. Se arrodillan con aire majestuoso y severo, se diría que rezan, y deseo creerlo, pero algunos minutos bastan a su plegaria en todos los casos. Parten en el mismo orden para ir a la iglesia vecina y repetir allí la ceremonia.
“La multitud los sigue sin mezclarse con ellos, pues les corresponde el lugar principal. Detrás de ellos, las más elegantes damas marchan con unos escotes que, hay que decirlo, les sientan a las mil maravillas.
“De tanto en tanto, las calles están guarnecidas con altares ambulantes y con grandes imágenes de terracota que representan las escenas de la Pasión del Redentor de los hombres. Las velas arden sobre los altares y alrededor de las imágenes, delante de los cuales algunos raros transeúntes se arrodillan y depositan una ligera ofrenda. Todo el pueblo, en desorden, continúa, conversando, su recorrida…”
Moure nos ha descripto la procesión del Jueves Santo que visitaba los monumentos de siete distintas iglesias, según una tradicional costumbre que hasta hace pocos años se mantenía en Buenos Aires.
Ese año la procesión oficial partió de la Catedral y continuó su recorrido por la Merced, San Miguel, San Juan, San Ignacio, llegando finalmente a Santo Domingo y San Francisco. Los miembros del gobierno conservaban todavía los trajes del siglo XVIII, considerados, por lo visto, más apropiados para tan solemnes ceremonias, y las mujeres porteñas, famosas por su belleza, lucían sus más hermosos vestidos para tal ocasión. Pasó ese día la procesión por la casa de Juan Manuel de Rosas, ubicada en Bolívar y Moreno, y desfilaron diversas imágenes, una de las cuales –descripta fielmente por Moure- ha sido identificada por el historiador Mariluz Urquijo como la estatua del “Cristo del Perdón y el Penitente”, que se encuentra actualmente en la Casa de Ejercicios. Pero entonces lucía el Penitente del grupo escultórico un vistoso y original “chaleco colorado”, símbolo del federalismo, que no se conserva ahora.
El Viernes Santo los fieles desbordaban las iglesias vestidos de luto; se cumplían distintos votos y algunos llegaban hasta a flagelarse a sí mismos; la circulación y los ruidos estaban prohibidos y toda la ciudad parecía desierta.
El Sábado de Gloria, después de oír las campanas del aleluya, Buenos Aires despertaba de su duelo de dos días y todo era alegría entonces. Finalizada la ceremonia en las iglesias, los fieles se dirigían a la Plaza de la Victoria; allí había una nueva distracción para el pueblo de Buenos Aires: se quemaban Judas, es decir efigies de Judas el traidor que, generalmente, consistían en muñecos llenos de pólvora y petardos, y se aprovechaba la ocasión para quemar también las efigies de los enemigos políticos de la ciudad y del gobierno. En todo caso, en ese año de 1848 se quemaron con gran júbilo de la masa federal, al mariscal Santa Cruz, a Rivadavia, Lavalle, Rivera y otros americanos.
No faltaron tampoco las efigies de extranjeros que entorpecían la política en el Plata: los enviados de Francia e Inglaterra, como el barón de Deffaudis, los ministros de Francia, Guizot y Thiers, los reyes europeos Luis Felipe y la reina Victoria, con los que Buenos Aires estaba en guerra, entre otros personajes más.
La alegre quema de los Judas, ese curioso auto de fe porteño, continuaba el Domingo de Pascua, pero ese día los elegantes preferían pasear por la Alameda, donde una banda militar amenizaba la reunión.
Así terminaba la Semana Santa en la época de Rosas, tal como nos ha sido transmitido por quien la presenció.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Sáenz, Jimena – Semana Santa en el Buenos Aires de Rosas.
Todo es Historia, Año II, Nº 24, Abril de 1969.
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