Nació en Buenos Aires en 1813. Se inició en la vida pública el 1º de febrero de 1832, fecha en que fue dado de alta en la Sub-Inspección de Campaña en calidad de empleado, según constancias existentes en las respectivas listas de revista del 1º de junio de aquel año. En aquel carácter acompañó a Juan Manuel de Rosas en su famosa expedición al desierto, figurando como “ciudadano” en la Plana Mayor de la “División Izquierda” y con la misma denominación en las listas de la P. M. del Ejército desde el 15 de febrero de 1833. Sirvió en sus primeros tiempos con el Dr. Manuel Vicente Maza y seguidamente con los después coroneles Garretón y Pedro Rosas y Belgrano.
Facundo Quiroga había sido enviado por Rosas al Norte, con el objeto de apaciguar a las provincias de Salta y Tucumán. En la madrugada del 17 de diciembre de 1834 salió de San José de Flores, acompañado solamente del coronel José Santos Ortiz; que se negó obstinadamente a aceptar una buena escolta que Rosas puso a sus órdenes, diciendo que su persona era la mejor escolta para contener a cualquier cobarde. Rosas lo hizo subir en su galera particular preparada como para viaje y con algunos buenos caballos subió él en el carruaje de Quiroga y se pusieron en camino. “La marcha fue sin tropiezo hasta que llegamos a la Villa de Luján –dice Antonino Reyes-, donde fue recibida la comitiva con muestras de alegría; y al obscurecer nos detuvimos en la estancia de Figueroa a inmediaciones de San Antonio de Areco. Aquí tuvieron ambos generales su última conferencia, y convinieron en que a la madrugada siguiente partiría el general Quiroga, debiendo seguirlo un chasque con una carta del general Rosas en la que expresaría su parecer respecto a los asuntos que se ventilaban”.
Mientras que Quiroga se ponía en marcha el día 18 en dirección al arroyo de Pavón, Rosas le dictaba a Antonino Reyes en la misma hacienda de Figueroa, la carta en la cual resumía sus ideas respecto de la organización política de país.
El 1º de agosto de 1835, el “Restaurador de las Leyes” le extendió despachos de Capitán de Milicias de Caballería en atención “a los méritos y servicios del ciudadano D. Antonino Reyes”, según expresa el respectivo documento. Revistó en la P. M. A. hasta el 1º de Mayo de 1836, en que fue incorporado a la Secretaría de S. E. el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, revistando en la Plana Mayor de Edecanes, en la que figuró hasta la batalla de Caseros.
El 16 de noviembre de 1838 le fue conferido el grado de sargento mayor de caballería de línea. Desde 1840 fue Jefe de la Secretaría establecida en el campamento de Santos Lugares, pero conservando la calidad de edecán de Juan Manuel de Rosas; causa ésta por la cual el último se dirigía directamente a Reyes para dar órdenes, que éste las transmitía al Jefe del campamento, que era el general Agustín de Pinedo en su carácter de Inspector y Comandante General de Armas; y en reemplazo o substitución del general de Pinedo, al Jefe del Detall, coronel José María Montes de Oca.
El 3 de marzo de 1840 fue nombrado Juez de Paz de San Fernando, cargo que ejerció simultáneamente con los citados más arriba, desempeñando estos últimos hasta la batalla de Caseros; Reyes acompañó a Rosas en la noche del 2 de febrero, cuando personalmente revistó la ubicación de sus tropas. Asistió a la acción, combatiendo con decisión, y pronunciada la derrota, debió retirarse del lugar de la batalla. Fue Reyes el hombre en el cual Rosas depositó su mayor confianza, y aquél le mantuvo su lealtad hasta el último instante de su gobierno.
Urquiza dio de baja a Reyes de su grado de sargento mayor con fecha 3 de febrero de 1852, pero volvió a reincorporarse, pues el 1º de agosto de este año lo promovió al grado de teniente coronel de caballería de línea, y al día siguiente lo designó Oficial Mayor del Ministerio de Guerra y Marina de la Confederación.
La revolución del 11 de setiembre le obligó a emigrar a Montevideo, donde se hallaba cuando se produjo la rebelión del coronel Hilario Lagos; inmediatamente se vino de aquella ciudad con el coronel Ramón Bustos y Daniel Arana, y desembarcó con ellos en San Fernando a fines de diciembre de 1852; pasando a los dos días a saludar al coronel Lagos, y poniéndose a sus órdenes.
Reyes pasó a la chacra que poseía en Santos Lugares, donde fue mandado a llamar por Hilario Lagos y le pidió que ayudase a Marcos Paz en la dirección de las notas a los Jueces de Paz; por estar el último encargado de la Oficina Militar y de todo lo que a ella perteneciere. El 21 de enero de 1853, habiendo tenido Lagos un disgusto con Marcos Paz, fue separado de la jefatura de la oficina, y reemplazado por Antonino Reyes, que conservó tal cargo hasta la disolución del ejército sitiador, el 13 de julio de aquel año.
La proclama del Gobierno de Buenos Aires expedida al día siguiente del levantamiento del sitio decía que quería la paz entre todos “y el olvido de todo lo que ha pasado”. En las inmediaciones de Giles, Reyes se presentó al general José María Flores, que tan decisiva intervención había tenido en la disolución del ejército sitiador, el que le ofreció toda clase de garantías a nombre del Supremo Gobierno de la Provincia y le extendió un salvoconducto en la Guardia del Luján, el 19 de julio de 1853 para que las autoridades no molestasen a Reyes y le prestasen los auxilios que necesitase y pudiera pasar a donde estaba su familia.
Estando Reyes en Luján y a pesar del mencionado salvoconducto, una orden expedida por el Ministro de Gobierno, Dr. Lorenzo Torres, el 11 de agosto, disponía la prisión de aquél. Conducido a Buenos Aires, fue encerrado en la cárcel
Cuando Reyes fue procesado por el gobierno porteño, el Dr. Eustaquio J. Torres. Camarista de la Excelentísima Cámara de Justicia, (hermano de Lorenzo Torres que fue Ministro del Estado de Buenos Aires), en un informe dijo que conocía a Reyes desde 1844, y que lejos éste “de haber cometido excesos, le encontró siempre dispuesto a favorecer a los que caían presos en Santos Lugares; que presenció varias veces, al pasar Reyes por entre los que trabajaban en los hornos de ladrillo, que los presos le pedían dinero y ropa, y que Reyes se las procuraba de su bolsillo”.
Preso Antonino Reyes y sometido a juicio, la opinión predijo y los periódicos lo sostuvieron, que el resultado de la causa tenía que ser una sentencia de muerte. Conocido por Rosas, que se encontraba en Southampton, el peligro que amenazaba a Reyes. Le envió un paquete bien cerrado y sellado, conteniendo papeles de tal importancia que basta para significarla la carta que el Restaurador de las Leyes lo acompañaba: “Para el caso de que Reyes sea condenado a muerte y no quede otro remedio de salvarse –decía- que abra ese paquete y en él encontrará lo necesario para salvar su vida”. Ese paquete contenía los informes que aconsejaban la ejecución de Camila O`Gorman.
Al respecto vale recordar que a Reyes se lo acusaba, entre otras cosas, de haber contribuido a la resolución de Rosas que llevó al patíbulo al presbítero Gutiérrez y a Camila O’Gorman. Se decía por personas caracterizadas de esa época que Rosas había pedido a los doctores Vélez Sarsfield, Baldomero García, Lorenzo Torres y Eduardo Lahitte, una opinión fundada respecto a la pena en que habían incurrido Gutiérrez y Camila, y que los tres primeros habían condenado a muerte a los acusados, excepto el último que había negado al Gobernador de Buenos Aires la facultad de disponer de sus vidas.
Terminadas las diligencias indagatorias, llevadas a cabo con una presión tal, que los agentes del Gobierno no sólo consagraban su tiempo a buscar deponentes y acusadores, sino que se constituían ellos mismos en deponentes y acusadores para suplir la falta de testimonios que les permitiera sacrificar a un hombre. Conocidas esas diligencias, lo primero que se ocurre preguntar a cualquier persona con un dedo de frente es: ¿en dónde estaban los documentos, los testigos, las víctimas, los seres desgraciados que acusasen a Antonino Reyes y que justificasen de algún modo la calificación de “criminal famoso” que le daba la nota del Gobierno al mandarle juzgar de oficio?.
Nada se encontraba en el sumario que autorizase la acusación y los procedimientos irregulares que se seguían; y sin embargo, en aquella época de “garantías y libertades” que reemplazaba la “tiranía” de Rosas, los miembros del gobierno, los jueces y otros funcionarios, acompañados por la prensa, querían a todo tranco infamar y fusilar a un hombre, sin encontrarle culpa.
Dice Antonino Reyes: “Cien días habían transcurrido desde que se inició la causa criminal: -diez veces había tenido el acusador público los autos en su mano; diez veces los había registrado con el exquisito interés que lo desmandaba- Como resultado de ese examen manifestaba con tenaz malevolencia, que no omitiría medio alguno para alcanzar mi condenación, que no se detendría en consideraciones de ningún género, ni quedaría tranquilo, hasta verme espirar, en desagravio, decía, de las instituciones y libertad de Buenos Aires. De esta manera se expresaba el Acusador público en todos los círculos y sus palabras eran transmitidas por sus amigos y dependientes a mi esposa y a mis hijas, que se estremecían al escuchar los propósitos del hombre que debía ejercer una influencia notable en el resultado de mi causa. Entre tanto yo proseguía incomunicado en un calabozo, experimentando todo género de privaciones y de padecimientos; sirviendo de objeto de especulación a la codicia y ambición de muchos hombres inmorales que más o menos, vilmente especulaban, con el infortunio de mi situación”.
El 20 de febrero de 1854, Reyes fue engrillado por orden de los jueces de la causa y fue incomunicado, lo que originó una enérgica nota de protesta del defensor Esteves Seguí. Finalmente el 4 de mayo de aquel año fue condenado a la pena e muerte, sentencia que fue elevada en consulta a la Cámara de Justicia. Por renuncia de Esteves Seguí presentada el 23 de febrero, se había hecho cargo de la defensa el acreditado abogado Manuel María de Escalada.
Al conocer el fallo del juez, el general Venancio Flores, presidente a la sazón del Estado Oriental, escribió al gobernador Obligado pidiéndole que se le conmutara a Reyes la pena de muerte, y dispusiera su salida del país. Con tal motivo, el gobernador Obligado pidió informa a la Cámara de Justicia, que se expidió el 22 de mayo por intermedio de su Fiscal, el Dr. Juan Andrés Ferrera, en el cual aseguraba: “1º – Que no está conforme con el carácter criminal que se le ha dado a este trámite. 2º – Que está inclinado a creer que es injusta, imprudente e inconstitucional la pena de muerte discernida contra el preso. 3º – Que sostiene ya ser abiertamente ilegal la calidad de aleve, que expresa el pronunciamiento en la 1ª Instancia, y 4º – Que considera hallarse V. E. en todo tiempo autorizado para ejercitar la atribución que designa el artículo 108 de la Constitución”.
La esposa de Reyes solicitó del Fiscal Ferrera se le quitasen los grillos a Reyes, el que se expidió el 3 de junio, manifestando que no había motivos para semejante medida de rigor. El gobernador Obligado, en cambio, opinó que la causa debía seguirse tramitando por los Tribunales hasta que éstos se expidieran. Posteriormente, Reyes recibió la visita de un señor inglés que lo puso en conocimiento de que el comercio extranjero había firmado una representación al Gobierno, que patrocinaría el Gral. Hornos, pidiendo la vida del prisionero; pero la misma persona le insinuó la conveniencia de que se fugase para lo que estaba pronto a ayudarlo. Al día siguiente se representó el mismo señor para anunciarle que había fracasado la gestión que le había anunciado, y que sus enemigos, jueces, Gobierno, etc., pedían su muerte. Después comprobó que este hombre era un enviado de sus propios enemigos, pues al irse le había entregado un veneno para que lo tomase como único recurso para no sentarse en el banquillo como un criminal, veneno que Reyes tiró detrás de un baúl.
Poco después fue reemplazado el Dr. Ferrera por el Dr. Miguel Valencia. Finalmente después de tener la certeza el preso de que su vida estaba en serio peligro preparó su evasión de la cárcel, la que realizó en la noche del 6 de junio de 1854, por cierto con el auxilio de la gente que lo custodiaba. Permaneció oculto todo el día 7 en la quinta de José María Castillo, esperando la embarcación que debía proporcionarle Marcelino Martínez Castro. Como tal embarcación no llegara, Reyes se dirigió al bañado de San Fernando, de donde se encaminó a los tapiales de Ramos Mejía, de donde resolvió continuar su viaje por tierra a Rosario.
En su marcha, el guía lo llevó a la chacra del coronel Pedro José Díaz, donde se hizo anunciar sin dar su nombre. Al divisarlo, Díaz le abrió la puerta de su dormitorio y lo hizo pasar adelante. Estaba amaneciendo el día 8. Antes de entrar, Reyes le explicó la condición en que se encontraba y Díaz le respondió: “Que era un deber de caballero y de amigo el recibirlo en su casa, así como lo había recibido él en la suya, sin mirar las consecuencias”. Después de dos días de estada allí, prosiguió la marcha a Rosario por el camino de la costa, de donde pasó a Rosario, a Diamante y en seguida a Paraná. Urquiza hizo mucho por que se quedase en Entre Ríos, pero reyes continuó viaje a Montevideo. Allí esperó el desenlace del juicio y el 30 de junio de 1855 la Cámara de Apelaciones dio la absolución y el levantamiento del embargo de sus bienes.
Pero no volvió a Buenos Aires, falleciendo en Montevideo el 6 de febrero de 1897 a la edad de 84 años. Tuvo varios hijos con su esposa Carmen Olivera (hija de Antonio Olivera Carcabellos).
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939)
Zárate, Armando – Facundo Quiroga, Barranca Yaco, juicios y testimonios – Ed. Plus Ultra – Buenos Aires (1985).
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