Salta y Jujuy en guerra

Coronel Silvestre Cáu

Corría el año 1878.  Por aquel entonces era gobernador de la provincia de Jujuy el doctor Cástulo Aparicio, quien por razones que escapan a esta crónica, entregó el gobierno de la referida provincia a Martín Torino, perteneciente a una de las más viejas familias de Salta, y radicado en la misma.  Quizás fuese este uno de los hechos que contribuyeron a acentuar el ancestral antagonismo entre ambas provincias.

Lo cierto es que, una vez Martín Torino en el poder, una de las primeras medidas que puso en práctica, reñida con los más elementales rudimentos de diplomacia política y “buena vecindad”, consistió en exigir la renuncia a todos los jujeños que se habían desempeñado bajo el gobierno del doctor Aparicio.  Ello motivó, como es lógico suponer, los más profundos resentimientos, agravados por el hecho de que dichos funcionarios fueron reemplazados por salteños en primer término, y continuando con tucumanos y hasta bolivianos y chilenos; acontecimiento prácticamente insólito en la incipiente política de nuestro país.

Tal intempestivo cambio se inició con el nombramiento del ministro general, doctor José Orihuela, salteño; oficial mayor Simeón Barrera, también salteño; jefe de policía, Guillermo Mors, salteño; comandante de la guardia de la cárcel, Santiago Mora, chileno; intendente municipal, Napoleón Paliza, tucumano; juez de primera instancia, doctor Lucas Rocha, boliviano; juez de alzada, Dr. Marcelino Salas, salteño; juez del crimen, Dr. Belisario Arce, boliviano; secretario del crimen, Federico Calveti, boliviano; comisario de policía, Juan Arce y defensor de menores, Abraham Arce, ambos asimismo bolivianos.  ¡Los jujeños ya no mandaban en Jujuy!  Se llegó a tal extremo que la invasión foránea involucró comisarios, secretarios de juzgados y porteros de oficinas; Jujuy se convirtió en una tenencia o “sucursal”, valga el término, de Salta, ya que hasta los diputados a la Legislatura eran en su mayor parte salteños elegidos a fin de que, en su oportunidad, sindicasen al Dr. Aparicio como senador ante el Congreso Nacional.

Los delatores de siempre

Como era previsible, tales medidas provocaron la indignación de los locales.  El resentimiento general tuvo como consecuencia la inmediata gestación de una acción de carácter revolucionario, con el propósito de derrocar al gobierno de Torino, llevándose a cabo la primera tentativa el 12 de mayo de 1879, fecha durante la cual varios ciudadanos jujeños asaltaron a los guardias de la cárcel y la policía.

Pero, como desde Judas hasta nuestros días la delación ha sido uno de los “hobbies” más asiduamente practicados por los humanos, no faltó quien advirtiese a las fuerzas gubernamentales sobre la subversión en ciernes; de modo tal que, cuando el hecho se produjo en la mañana del día referido, dichas fuerzas ya estaban convenientemente preparadas para repeler cualquier tipo de agresión.  Tanto fue así, que en el luctuoso enfrentamiento, los primeros en caer bajo las balas gubernamentales fueron el doctor Plácido Bustamante (hijo), el capitán Diego Baca, que encabezaba el movimiento, y un oficial de línea de apellido Gomenzoro, quien fue recogido con una pierna fracturada y subrepticiamente auxiliado por el doctor Antonio Baldi, así como otros atacantes.

Comienzan las persecuciones

Todo acto de violencia, justificado o no, en contra de un gobierno que no goza de la anuencia popular, acarrea consigo, si no ha tenido la suerte de lograr su objetivo, una serie de persecuciones.  Eso también ocurrió en Jujuy.

Fue así como muchos preclaros jujeños se vieron obligados a expatriarse, para evitar ser encarcelados o sometidos a malos tratos, como ocurriera con jóvenes de tradicionales familias, a quienes se les obligó a barrer la plaza con pichanas (escobas hechas de yuyos), acarrear agua el Chingo para los presos comunes, lavar las galerías del Cabildo, lustrar las botas de los oficiales del bando contrario, desagotar las letrinas, y otros trabajos humillantes.

Ante esta situación, la reacción de los jujeños no se hizo esperar.  Así se resolvió reorganizarse, esta vez serenamente y en debida forma, para llevar a cabo una revolución de tal amplitud que comprometiese a la provincia en su totalidad.

La Junta Revolucionaria

El principal impedimento para una acción de tal envergadura con constituía la escasez de armas y dinero.  A tal efecto, se constituyó una Junta Revolucionaria, que procurase la provisión de fondos y armamentos en cantidades suficientes como para cubrir los eventos de mayor importancia; y que, además, designase a las personas que no sólo tendrían a su cargo la dirección de las fuerzas necesarias, sino que tomarían sobre sí las responsabilidades que crearía el movimiento revolucionario.

De esta forma, se creó una Junta Revolucionaria constituida por Pedro y Romualdo Portal; Plácido, Teófilo y Juan Sánchez de Bustamante; Delfín Sánchez; José de la Quintana; José Villar; José B. Bársena; Pablo Carrillo; Pablo Blas; Jorge, Gregorio y Emilio Zenarruza; Soriano Alvarado y muchos más.

Una vez organizada la Junta, la misma resolvió nombrar un jefe a quien respondieran sus integrantes y éste debía designar a los agentes que considerase de su mayor confianza, de manera que la Junta no tuviera nada que ver ni qué hacer, más que proveer los fondos que se necesitasen.  Tal designación recayó en el coronel de guardias nacionales Silvestre Cáu, ungido como jefe supremo y única persona que conocerá los nombres de quiénes componían la aludida Junta.

Constitución de la Junta Ejecutiva Revolucionaria

Una vez al frente del movimiento, el coronel Cáu procede a formar la Junta Ejecutiva Revolucionaria, la que estaba integrada por las siguientes personalidades, jefes y oficiales, todos de la ciudad y de la campaña: coronel Miguel Lizárraga, capitán Francisco Farfán, capitán Bernardo Gallardo, comandante Bonifacio Guzmán, además de otros oficiales de los distritos de Jaire, Tiraxi, Lozanoy León.

Comandante para el batallón de la ciudad de Jujuy, fue nombrado José María Maldonado, con sus respectivos oficiales.  Para las fuerzas de San Pedro, comandante Carlos Tapia; para Perico del Carmen, comandante Ignacio Iriarte y comandante para las fuerzas de Cochinoca y Rinconada, Doroteo Calisaya.

En lo referente a las zonas de Tilcara y Humahuaca, no se designaron jefes pues quienes allí tenían su predominación no gozaban de la confianza del coronel Cáu.

No obstante las precauciones tomadas, el coronel Cáu se sabía vigilado y era tal la persecución a la cual estaba sometido, que no sólo no podía ir a su propia casa, sino que apenas lograba comunicarse esporádicamente con algunos de sus colaboradores, unas veces en el domicilio de Angel Rueda y otras en lo de Delfín Sánchez.  Mientras tanto él, Lizárraga, Maldonado y Tapia se reunían y vivían ocultos en una casa de las  inmediaciones de la ciudad de Jujuy, desde la cual el coronel Cáu impartía sus órdenes y en donde recibía su correspondencia, activando por tales medios sus trabajos bélicos.

Una incógnita: armamentos

Quedaba por resolver el problema de la provisión de armamentos.  Por una de esas afortunadas casualidades, los revolucionarios jujeños obtuvieron, no se supo nunca por qué medios, la colaboración de un caudillo salteño, quien facilitó 130 fusiles y 100 carabinas Remington, los que fueron introducidos en Jujuy por los comerciantes de esta plaza, José S. Cuñado y Napoleón Ceballos, quines recurrieron al subterfugio de ocultar entre los cajones de mercaderías las armas obtenidas, que de inmediato fueron distribuidas entre la gente del coronel Lizárraga.  Días más tarde, y por idéntica vía, llegaron a manos de los revolucionarios varios bultos conteniendo revólveres sistema Lafouché, calibre 12, destinados a la defensa personal de los jefes y oficiales del grupo.

Una vez provistos los jujeños de las armas imprescindibles y nombrados los jefes y oficiales a cuyo cargo estarían las operaciones, el coronel Cáu designó como día de reunión el 24 de setiembre de ese año (1879), a las 12 horas, en el paraje conocido por el nombre de La Tablada, situado en el ámbito de la ciudad de Jujuy, con la disposición de concurrir todos los componentes del grupo revolucionario en correcta formación, a fin de dar comienzo al ataque al mediodía, por los diversos lugares que con antelación se habían fijado.

“Hora 0”: Orden de ataque

El momento tan ansiado había llegado.  A la hora convenida, el coronel Lizárraga se hizo presente en La Tablada; pero el nerviosismo comenzó a cundir en la tropa, pues las fuerzas que debían converger desde Perico no llegaban, y las de San Antonio se hallaban recién en el Alto de la Viña.

A todo esto, el gobernador Torino, puesto sobre aviso la noche anterior con respecto al movimiento organizado por los jujeños y que ya había tomado cuerpo en la zona de la Quebrada, marchó a Salta en compañía del intendente de policía Mors, con el objeto de reclutar gente para sofocar la revolución.

En consecuencia, Torino delegó el mando en su ministro Orihuela quien, en la mañana del 24, hace tocar llamada general.  El batallón de la ciudad fue acuartelado junto con los empleados de la administración.  A las 12 y 30, el comandante Maldonado con 200 hombres toma posesión de la quinta de los Sarasivas, solar que ocupaba la manzana en donde actualmente se alza el Palacio de Gobierno, frente al Cabildo, iniciando desde allí un ataque frontal.  Lizárraga, a su vez, ocupa la casa de los Juliá, justamente detrás del Cabildo.  Tapia llevó sus fuerzas a la quinta de los Villar, en lo que es ahora el Colegio Nacional.  Finalmente, Iriarte se ubicó en el canchón que da a la parte oeste del Departamento de Policía, principiando todos a un tiempo el ataque contra las fuerzas gubernamentales, que se encontraban atrincheradas en la Policía y el Cabildo.

Así se sucedieron tres días, durante los cuales sólo hubo algunas pequeñas escaramuzas, dado que tanto los sitiados como los atacantes permanecían la mayor parte del tiempo ocultos tras las paredes de los edificios, a fin de no ofrecer fácil blanco al enemigo.  Ante situación tan indecisa y llegado el cuarto día, el coronel Cáu, quien no intervenía personalmente en la lucha pues padecía de reumatismo en las manos, ordena un ataque a fondo con el propósito de definir la situación.

Como primera medida, se procedió a cortar el agua e la acequia que pasaba por el centro del cuartel y se abrieron boquetes en las paredes del canchón en donde se parapetaban las fuerzas del gobierno, introduciéndose por ellos los revolucionarios, matando a quienes intentaban impedir su avance.

Los mártires de la revolución

Al frente de los atacantes iba el coronel Lizárraga y su ayudante Zamorano.  Lizárraga se lanzó a la lucha con bravura, matando con su revólver a cuatro enemigos.  Quizás fue esa misma excitación que lo embargaba lo que le impidió resguardarse a tiempo, mientras cargaba nuevamente su arma.  Una descarga efectuada desde uno de los miradores del cuartel lo alcanzó de lleno, junto con su ayudante Zanorano.  Pero los revolucionarios continuaron su avance, provocando la huida de las fuerzas gubernamentales y ocupando finalmente el cuartel.

Mientras tanto, la tropa al ando del comandante Maldonado tomaba por asalto el Departamento de Policía, ocupando gran parte de éste, además del edificio donde funcionaba la imprenta del gobierno, aunque no sin sufrir algunas bajas.

Al día siguiente de los sucesos referidos, y aunque la lucha no había cesado, se procedió a dar sepultura a los caídos.

Se cumplía ya el sexto día del sitio al que el comandante Maldonado sometiera a los gubernistas, atrincherados en la Policía, cuando los revolucionarios ocuparon totalmente el Departamento, ocasionando la huida de sus defensores, quienes en su retirada abandonaron gran cantidad de armas y municiones.

Pero todavía quedaba un reducto por rendir, el Cabildo, en donde se había refugiado el resto de las fuerzas del gobierno.  Perforar las paredes, tal como se procediera en la acción en la que perdiera la vida el coronel Lizárraga y muchos otros, resultaba en extremo peligroso.  Fue entonces cuando el coronel Cáu puso en práctica un viejo pero efectivo truco.  Mandó traer varias latas de kerosene y una especie de jeringas de lata que en aquellos tiempos se usaban para jugar con agua, durante las fiestas de carnaval.  Se llenaron las jeringas con kerosene, el que fue así lanzado sobre los techos de cañizo del Cabildo, prendiéndole fuego a continuación.

El humo del incendio comenzó a envolver el edificio, hasta cubrir el mirador y las llamas, cada vez más altas, comenzaron a avanzar por las galerías, lamiendo paredes y techos, hasta llegar a las mismas puertas del cuerpo de guardia.  El efecto no se hizo aguardar y luego de minutos de angustiosa espera se abrieron las ventanas que daban a la galería exterior, vomitando fusiles y trapos blancos que se agitaban en demanda de rendición.  Pero no sólo armas y banderas salieron por las ventanas, sino que también por ella pretendieron evadirse los sitiados, siendo contenidos por el comandante Maldonado, quien los obligó a retroceder hacia el canchón colindante con el Cabildo, en donde fueron rodeados por los revolucionarios.  Al mismo tiempo, el coronel Cáu, al frente de los hombres de Lizárraga, se dedicaron a la tarea de apagar el incendio, causa de la capitulación incondicional de los gubernamentales.

El horror después de la batalla

El cuadro que esperaba a los revolucionarios dentro del cuartel no fue precisamente agradable.  Cadáveres por todas partes, entre ellos el de Orihuela, el doctor Ortiz, un oficial catamarqueño y los mismos soldados desconocidos de siempre, mezclados con los de las vacas y terneros sacrificados por los sitiados, quienes se mantuvieron durante todo el tiempo sólo con asado, utilizando como leña las culatas de los fusiles; heridos agonizantes, clamando por un poco de agua, los labios resquebrajados por la sed y la fiebre, faltos de asistencia médica, sollozando algunos como criaturas; cuerpos tirados en medio de charcos de barro y sangre, pasto ya de los gusanos que iniciaban su obra macabra.  Tal el aspecto que ofrecía el Fuerte rendido.  Tal el saldo de una maniobra política insensata, que enfrentó hermanos contra hermanos, sembrando la muerte entre los vencidos y vencedores.  Por la noche, los prisioneros durmieron en el canchón, bajo estricta vigilancia.

El coronel Cáu, Gobernador provisorio

La lucha había cesado y la provincia reclamaba un gobierno.  Tal designación recayó, con carácter provisorio, en la persona del coronel Cáu, el cual tomó posesión de su cargo en la plaza Belgrano, nombrando como ministro al profesor normal José S. Cuñado.

Uno de los primeros actos del gobierno del coronel Cáu fue proceder a la deportación de los prisioneros salteños, quienes, en número de sesenta y dos, fueron enviados a su provincia, bajo la custodia del capitán Miguel Santos Vera y una guardia de doce hombres, con la rigurosa orden de fusilar a todo aquel que intentara fugarse.  En camino a Salta, los deportados pasaron la primera noche en la plaza de San Antonio y la segunda en el Angosto de la Caldera, en el domicilio del coronel Arrieta.

Al siguiente día de la partida de los salteños, el coronel Cáu forzó otro contingente, esta vez compuesto por los presos bolivianos, entre quienes se contaban los doctores Justiniano Inchausti, Belisario Arce, Lucas Rocha, Marcelino Salas, Abraham Arce y Mamerto Lizárraga y los señores Federico Calveti, Juan Arce y otros, quienes ocupaban cargos públicos.

La caravana partió a lomo de burros hacia el país vecino, llevando como aperos sus ropas de cama solamente.

Una cuenta supuestamente saldada al cabo de dos años

Según versiones transmitidas oralmente de una a otra generación, dos años antes de producirse los sucesos que nos ocupan, allá por 1877 se celebraba una fiesta en el domicilio de una familia de apellido Farfán.  La reunión era de las típicas que se realizaban y que aún ahora perduran en la vida cotidiana de nuestro norte.  Guitarreadas, zambas, bailecitos, chacareras, humita, tamales y vino en abundancia.  Entre los asistentes se encontraba el comisario Teodoro Barrientos, el comandante Santiago Mora y el capitán Miguel Santos Vera.

De pronto, un tumulto, una exclamación ahogada y el golpe sordo de un cuerpo que se desploma.  La algarabía del baile cesa y al dispersarse el grupo desde el cual había partido el grito de agonía, queda en el suelo el cuerpo del comisario Barrientos en medio de un charco de sangre, con un puñal clavado en su espalda.  La muerte fue instantánea, a tal punto que la víctima ni siquiera supo quien había sido su atacante.

En tiempo en que tanto cuestiones políticas como personales se resolvían con el cuchillo en la mano, era lógico esperar que los sospechosos se acusasen mutuamente.  Fue así como se sindicó en primer término como autor del asesinato al comandante Mora, pero éste se defendió acusando a su vez al capitán Miguel Santos Vera, el que fue puesto preso de inmediato, condenándosele a dos años de prisión.

Los malos tratos a que fue sometido el prisionero por parte del comandante Mora, engendró en el capitán Santos Vera la idea de la fuga, la que pudo finalmente llevar a cabo, poniéndose a salvo de las represalias que contra su persona pudiese tomar Mora.  Pero dos años engrillado y maltratado no era cosa que pudiese olvidarse tan fácilmente.  Cuando se produce la revolución de 1879, al frente de las fuerzas que tomaron el Cabildo iba el capitán Miguel Santos Vera.  El destino quiso que nuevamente se enfrentasen ambos hombres, y la duda que atormentara al capitán Santos Vera durante esos años de injusto encarcelamiento salió a borbotones de sus labios en una sola frase.  Acercándose al comandante Mora, responsable del acuartelamiento de todos los jujeños que se hallaban en el edificio, inquirió:

-Dígame, comandante, ¿quién mató al comisario Barrientos?

Todo estaba perdido para Mora, el cual respondió sin dilaciones:

-Yo, señor.

El capitán Santos Vera lo observó por unos momentos, y finalmente dijo: “Bueno, ya arreglaremos esa cuenta”, luego de lo cual se retiró.

Pero entre el contingente de deportados a Salta por el coronel Cáu, no figuraba el comandante Mora, reteniéndoselo en Jujuy a pedido del capitán Santos Vera.

Dos noches después de la rendición de los gubernistas, y en momentos en que Santos Vera se dirigía a Salta conduciendo el grupo de desterrados, el capitán Pedro Martínez, momentáneamente designado jefe de la guardia de la cárcel, se presentó en la misma a las ocho de la noche acompañado por dos soldados.  Probablemente Mora intuyó lo que ocurriría a continuación; fue sacado de la prisión y conducido a un lugar denominado San Roque, detrás del solar que ocupa actualmente el hospital del mismo nombre.

El fusilamiento del comandante Mora era un hecho.  Se formó el precario pelotón de ajusticiamiento, los soldados apuntaron sus armas hacia Mora y el capitán se aprestó a dar la orden de ¡Fuego!

Pero un grito estremecedor paralizó el brazo a medio alzar del capitán Martínez y un cuerpo cayó a sus pies, abrazándole a sus rodillas y pidiendo entre sollozos que le tirasen a ella, pero que no matasen a su hijo.  En efecto, era María de Mora, madre del condenado, quien, enterada no se supo nunca por qué medios, de la suerte que corría su hijo, no vaciló en correr hacia el lugar indicado, ofreciendo su vida a cambio de la del comandante.

Eran aún aquellos tiempos en los que el clamor de la voz de una madre podía lograr que una orden fuese rectificada.  Eran aún aquellos tiempos en los que la hidalguía se sobreponía a las instrucciones previas.  María de Mora, ahogada por las lágrimas, recordó al capitán Martínez su paternidad y por sus hijitos rogó por la salvación del suyo.  Martínez vaciló.  Luego, con expresión adusta, se dirigió a la mujer que imploraba:

-Esta bien –fueron sus palabras-.  No mancharé mis manos con la sangre de un bandido; lléveselo, pero que salga esta misma noche de Jujuy, porque si cuando vuelva el capitán Santos Vera lo encuentra vivo, ni Dios se lo quita.

Así salvó su vida el comandante Mora, siendo conducido esa noche a Salta por su hermana disfrazado de mujer, en previsión de cualquier encuentro con alguna patrulla revolucionaria menos piadosa…

La contra-revolución del coronel Villegas

Como era previsible, la reacción tendiente a repeler la revolución dirigida por el coronel Cáu se produjo de inmediato.  Al tomar éste el gobierno de la provincia, llegaron a su conocimiento noticias de que el coronel Gregorio Villegas había levantado en su contra las fuerzas que comandaba en la Quebrada, y se dirigía hacia Jujuy con el propósito de organizar una contra-revolución.  Prontamente se formó una división de trescientos hombres, quienes fueron enviados hacia Tilcara y Humahuaca, bajo el mando del comandante José María Maldonado, a fin de sofocar el movimiento sedicioso.

La llegada del contingente a Tilcara se produjo sin inconvenientes, dado que la plaza que se pensaba arrebatar a los revoltosos ofrecía el aspecto más tranquilizador, y en sus calles estrechas así como en las casas, no se halló el menor rastro de los hombres de Villegas.  Parecía que la tierra se había tragado a todo ser viviente que tuviese capacidad para empuñar un arma, de manera que el comandante Maldonado continuó su marcha hacia Humahuaca, sin sospechar la celada que se le había tendido.

En efecto, la emboscada preparada tomó a las fuerzas de Maldonado totalmente desprevenidas, siendo recibidas por una descarga cerrada de los soldados de Villegas, parapetados tras los tapiales de las casas de Humahuaca.  El resultado no pudo ser más desastroso para los expedicionarios, ya que en la acción perdieron la vida el comandante y sus dos ayudantes Padilla y Arenas, quienes iban junto a él, al frente de la tropa, como así también varios soldados.

Pero la rapidez de decisión de los capitanes Guzmán y Gallardo impidió la derrota total.  Después de desmontar a toda prisa, saltaron los tapiales tras los cuales se refugiaban los “villeguistas”, entablándose una lucha cuerpo a cuerpo en la que cayeron muchos de los emboscados, mientras el coronel Villegas con el resto de sus adeptos se dio a la fuga a través de los cerros.

Mientras tanto, los tenientes Casas, Luna y Baca se mantuvieron firmes en sus posiciones de la retaguardia, en espera del retorno de sus compañeros, y al mismo tiempo para evitar cualquier otro ataque imprevisto.

Finalmente, regresaron victoriosos los perseguidores.  La contra-revolución había sido completamente desbaratada, si bien en el ánimo de todos pesaba el alto precio pagado por el triunfo, cuando al día siguiente fueron sepultados los restos de los caídos en la lucha, en el cementerio de Humahuaca.

Convocatoria a elecciones

La agitación de la batalla había desaparecido.  La calma retornaba a las calles de la ciudad de Jujuy, y a toda la provincia.  Pueblo y gobierno lloraron a sus muertos, pero era llegada la hora de organizarse y hallar los medios para reparar el daño causado por quienes desencadenaran tan insensata contienda.  Por orden del coronel Cáu, una guarnición al mando del capitán Vicente Baca y de los tenientes David Casas y Anselmo Luna continuó ocupando la zona de la Quebrada, mientras el gobernador provisorio convocaba a elecciones libres a los ciudadanos jujeños, de las que resultó electo en forma definitiva el señor Plácido Sánchez de Bustamante.

El nuevo gobernador ordenó de inmediato un minucioso inventario en la Casa de Gobierno, comprobándose de este modo el saqueo al que había sido sometido el edificio.  Puede decirse que, prácticamente, sólo quedaban las paredes, ya que tanto muebles como libros, papeles y hasta hojas y sobres, se habían esfumado, del mismo modo que se esfumó el dinero que se guardaba en la tesorería, junto con los libros de cuentas y controles.

Por tal motivo, el gobernador Bustamante se vio en la necesidad de crear una repartición a la que se llamó Oficina de Crédito Público, emitiéndose bonos de la provincia, con los cuales se comenzó a pagar las deudas contraídas durante el gobierno de Torino.

No fue tarea fácil equilibrar las finanzas de la provincia, pues el total de las deudas ascendía a un valor que sobrepasaba los trescientos mil pesos, cantidad que si transportásemos a la actualidad causaría escalofríos.  En un principio,  los bonos se cotizaban en el comercio con un quebranto de un cincuenta por ciento, pero a medida que transcurría el tiempo y el gobierno de Bustamante fue afianzándose en seguridad y firmeza, circunstancia que avalaba la certeza de la conversión de los bonos en dinero efectivo, la cotización bajó a un veinte por ciento, para finalizar por ser cambiados sin descuento alguno.

Estabilizada la economía de la provincia, el gobierno de Bustamante continuó siendo un ejemplo de honradez y laboriosidad, acompañándolo en su tarea los ciudadanos más caracterizados de Jujuy, quienes en tal crucial situación demostraron los beneficios que depara a un pueblo la probidad de sus gobernantes.

Así se cerraba un capítulo triste en las relaciones de dos provincias hermanas y vecinas, como son Salta y Jujuy.  Y de este modo el pueblo de una provincia pudo retomar el manejo de la cosa pública sin interferencias extrañas.

Hemos contado este episodio porque en la actualidad parece increíble que hayan sucedido hechos como éstos en una parte del territorio argentino.  Evocar estos sucesos da cuenta del avance que ha experimentado la comunidad nacional en las grandes pautas de su convivencia.  Si salteños y jujeños pelearon una vez hace más de ciento treinta años, esas hostilidades hoy están limitadas al inofensivo campo de las competencias deportivas, de los festivales folclóricos y… de los chistes provincianos, en los que inevitablemente cada provincia “toma el pelo” a su vecina.  Sirva esta ligera evocación de un episodio sangriento, para evaluar cuánto se ha progresado en la fraternidad de nuestras históricas provincias.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Pillet, Lea – Salta y Jujuy en guerra.

Portal www.revisionistas.com.ar

Todo es Historia – Año II, Nº 24, abril de 1969

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar