Pocas veces se ha dicho que el perro como el caballo, el arcabuz y la ballesta fueron las principales armas que usaron los españoles, no sólo para someter sino para aniquilar a los indígenas. No se crea sin embargo, que el perro de guerra fue una invención hispana. Era empleado en la antigüedad por griegos, romanos y bárbaros, como un verdadero combatiente, pero fue en América donde participó en las luchas entre europeos y naturales, con mayor fuerza que en el Viejo Continente.
Penetrando ahora en la médula del asunto, vamos a demostrar hasta que punto el perro, animal ignorado en América, se constituyó en el arma secreta del Siglo XVI.
El primero que apeló a la bravura de los perros de presa para esclavizar a los hombres primitivos del Nuevo Mundo fue el mismísimo Cristóbal Colón, quien en su segundo viaje trajo a tierras americanas una jauría de perros alanos. Unos grabados de la portada de “Historia de los Castellanos en las Islas de Tierra Firme y del Mar Océano” de Antonio Herrera, así lo documenta.
Con veinte alanos de pelo bermejo y hocicos negros, sostuvo el almirante un sangriento combate con los indios de La Española. Y desde entonces, la participación en la guerra de la conquista de estos perros de lucha constituyó un recurso despiadado que costó la vida de millares de indios.
A dichos perros se los adiestró en la caza del aborigen, cebándolos con su carne, según se desprende de la información de fray Antonio de Remesal, utilizada por el escritor Alberto M. Salas en su documento trabajo sobre “Armas de la Conquista”. Dice el padre De Remesal que el vientre de los perros “fue sepultura de muchos reyes y caciques aborígenes”.
Estas cacerías y perrerías del siglo XVI se generalizaron por todo el continente. El cronista Oviedo, habla de un perro famoso llamado Becerrico. Lo trajo Pedrarias en 1514 y fue padre del célebre Leoncico, nacido en la isla de San Juan y propiedad del descubridor del Océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.
Leoncico era un verdadero maestro de desgarramientos y capturas. El solo hacía más muertos y prisioneros que los soldados de su amo, por lo cual, desde entonces, se le reconoció el derecho, por acuerdo unánime, a tener parte como cualquiera de los hombres de Balboa, en el botín de oro y esclavos. Por supuesto, que esa parte le correspondía a Vasco Núñez. Sobre este particular es interesante oír lo que el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo comenta de Leoncico: “Era hijo del perro Becerrico… y no fue menos famoso que el padre. Era de un instinto maravilloso… y era tan gran ventor que por maravilla se le escapaba ninguno que se les fuese a los cristianos. Y como lo alcanzaba, si el indio estaba quedo, asíale por la muñeca o la mano, o traíalo tan cariñosamente sin morderlo, ni apretarlo, como lo pudiera traer un hombre; pero si se ponía en defensa, hacíale pedazos. Y era tan temido de los indios que si diez cristianos iban con el perro, iban más seguros y hacían más que veinte sin él”.
En todo el Darién, según los cronistas de la época, se utilizaron perros de presa. Para no ser menos que Pedrarias y Balboa, Nicuesa, colonizador de Castilla de Oro, hombre de larga fortuna, agudo ingenio y eximio maestro de la guitarra, adquirió un perro que lo siguió en todas sus peripecias. Un buen día, este fiel animal leyó quien sabe que oscuros designios en los ojos hambrientos de su amo (Nicuesa y los suyos se morían de inanición en las márgenes malsanas del río Belén) que lo obligaron a salir, rabo entre piernas, rumbo a las montañas para no regresar más…
Nicuesa lamentó muchísimo la pérdida de su fiel animal, cuando dos días después de la desaparición del perro, el bravo y aguerrido capitán Alonso de Ojeda, colonizador de Urabá, llegó a salvarlo de tan difícil trance.
Volviendo a Leoncico, el can de Balboa, cabe destacar que en la mañana del 12 de enero de 1519, en la que su amo subió al cadalso con estoica dignidad, lo acompañó hasta último momento, y cuando la cabeza del conquistador rodó tronchada, Leoncico estremeció con su lúgubre aullido a los verdugos de Balboa.
La gran jauría de Gonzalo Pizarro
A fines de 1541, Gonzalo Pizarro, a la sazón gobernador del reino de Quito, emprendió la conquista del país llamado de la Canela y de Quijos, esas tierras misteriosas que algunos identificaban con el Dorado.
Partió Pizarro desde la ciudad de Quito al frente de 300 hombres, de los cuales llevaba un tercio a caballo. Iban además 4.000 indios auxiliares, 3.000 cabezas de ganado y nada menos que 900 perros de presa.
La marcha de la expedición resultó en extremo dura y fatigosa. Los perros fueron empleados esporádicamente y por puro entretenimiento para amedrentar a los indios de la provincia de Omagua. Don Gonzalo cometió actos de crueldad innecesarios “echando a los perros” contra los desprevenidos naturales.
La expedición resultó un fracaso y al emprender el regreso, los hambrientos soldados de Pizarro, que llegaron a comerse hasta sus correajes y adargas de cuero, encontraron en los famélicos perros un buen alimento, no desdeñando ni a los más sarnosos.
A esta altura de la narración perderíamos la oportunidad de señalar dos cualidades del perro archisabidas por el hombre de campo, si no nos detuviéramos un momento para consignarlas. El perro, por más bravo que sea, no ataca a las personas que se sientan o se ponen de rodillas o cuclillas. Oviedo, en su “Historia General”, cuenta al respecto este caso: “…soltado el perro luego la alcanzó y como la mujer le vio ya tan denodado contra ella, asentase en la tierra y en su lengua comenzó a hablar y decirle: Perro, señor perro…”. En estas circunstancias, los perros de los conquistadores sólo se limitaban a asir a los indígenas por la muñeca o la mano y llevarlos “tan ceñidamente sin mordedura y apretarse, como pudiera traer un hombre”. La otra cualidad es la de poseer un olfato especial que le permite percibir la cantidad excesiva de adrenalina que despide el cuerpo del sujeto asustado. Este olor tiene la particularidad de provocar el furor del perro.
Odio y terror al perro de presa
En las Isla de las Perlas, las conquistas de México y el Perú, la entrada del ejército de Diego de Rojas en territorio argentino, las andanzas y aventuras de Giménez de Quesada y Francisco de Villagra, tuvieron destacada actuación los perros alanos. Los soldados de Narváez hicieron destrozar por los perros a la madre del cacique Chirihigua y en Panamá murieron 18 caciques más en la misma forma. Los perros de Hernán Cortés fueron inmortalizados por los indígenas que los retrataron en las famosas telas de Tlaxcala, y Pedro Mártir de Anglería, menciona en varias páginas otros perros de guerra de la Conquista.
Se salía a “perrear” y a “ranchear” con la misma desaprensión con que salían de caza, pero esta arma poderosa de los conquistadores, que causaba justificado terror, se volvió pronto contra ellos. Algunos perros bravos se alzaron en Cuba, y al cabo de poco tiempo se multiplicaron de tal forma que llegaron a convertirse en serio peligro para los pobladores de las Antillas. Los indios comenzaron a amaestrar canes cimarrones y el perro, que había sido el terror de los americanos, pasó a formar parte del hábitat aborigen. En cada rancho había una pareja y no existía pueblo en América donde no se contaran quinientos o mil. Gonzalo Giménez de Quesada, fundador de Bogotá, preocupado por la proliferación canina, puso el grito en el cielo. Quesada pensaba –y pensaba bien- que llegaría un día en que “los indios puedan alzarse con el arma viva de estos animales” Proponía al rey de España que “mande que ningún indio pueda tener perro, si no fuere tan solo cacique, y éste que tenga un perro o dos solamente y macho y no hembra, porque no pueda hacer casta”.
Cimarrones y lobizones
No falta quien atribuya a esos perros cimarrones, tan feroces y devastadores de ganado como el lobo, el origen de algunas leyendas, supersticiones y refranes sobre el tema del perro. Mencionaremos las más conocidas, esto es, la del Lobizón y El Familiar; la del perro negro de las ceremonias del lavatorio de ropas de los difuntos; la de los perros fantasmas que acompañaban a los demás perros a ladrar a la Luna, a ver el alma de los que acababan de morir, a encontrar la cueva donde se escondía el secreto de alguna fuga mágica, a ladrarle a la Muerte y al espíritu de los condenados.
El terror y el odio al perro de presa en América, nace del pánico causado por los perros cimarrones que abundaban no solamente en las Antillas, sino también en la campiña uruguaya, donde según el padre Cayetano Cattáneo se habían multiplicado prodigiosamente durante el siglo XVIII. Oigámoslo: “Estos perros vivían en cuevas subterráneas. Feroces y crueles como los lobos y las hienas, llegaron a hacerse tan temibles, que se organizaron expediciones militares para exterminarlos”. Fray Gervasoni, contemporáneo de de Cattáneo, vio grandes manadas de perros en la Banda Oriental a comienzos del siglo XVIII. Repetiremos con Franklin Mayer, una frase de aquel sacerdote: “No he visto en ningún país, perros en tan gran número y de tan marcada corpulencia como aquí”.
Manuel Antonio de la Cruz, citado por Fernando Salas, juez de campaña en la Banda Oriental, escribía al gobernador Ruiz Huidobro: “… que es tanta la cantidad de perros cimarrones y lo mucho que procrean por el poco cuidado que hay en matarlos que es imponderable el daño que hacen a los ganados de manera que sin ponderación ninguna se puede asegurar que más de la tercera parte del procreo se lo come la cimarronada”. El juez solicitaba al gobernador que se ordenase a los vecinos a cooperar en la matanza de perros cimarrones.
Artigas utilizó a la “cimarronada”
Los perros cimarrones dejaron sin embargo, un recuerdo histórico que mueve a la gratitud ciudadana, como se desprende de la información de Arreguine sobre la situación de José Gervasio de Artigas en el año 1817. Es la siguiente: “Diezmadas se encontraban las fuerzas del Libertador; rota, aunque no abatida, su bandera; sombrío el porvenir y sin más esperanzas que la muerte, pero el altivo caudillo de los orientales rechazó con altura la degradante proposición que se le hacía, contestando al enviado del generalísimo portugués (general Carlos Federico Lecor): “Dígale a su amo que cuando me falten hombres para combatir a sus secuaces, los he de pelear con perros cimarrones”. Luego agrega el historiados: “Todo esto no fue un vano alarde, pues en más de una refriega, también éstos (perros cimarrones) tomaron parte a favor de los republicanos, de quienes parecían ser aliados en aquellas horas de correrías y vicisitudes en que los americanos compraban la independencia al precio de la vida”,
Diremos también, que estos perros cimarrones fueron los asesinos de un gran periodista: el famoso padre Castañeda.
Durante el coloniaje existieron también perros cazadores de avestruces, guasunchos y quirquinchos, de los que nacieron muchos proverbios, refranes, etc. “Nunca escapa el cimarrón, si dispara por la loma”, dice Martín Fierro.
Un can llamado Alce cuidaba él solo en los valles del Alto Perú colonial más de cien ovejas. En febrero de 1781 los perros de Oruro (Bolivia) participaron de la indignación popular de los criollos ante el descubrimiento de una conjuración extranjera. En Colombia se hallaron doce perritos de oro que parecen haber sido el símbolo de la lealtad en la complicada mitología indígena, y era creencia generalizada que el perro es hijo de Dios y el gato del diablo, y que su día es el jueves.
En el interior se creía que algunos perros nobles eran guías de almas y el ejemplo del trato que recibían en Chile sirvió de argumento a los araucanos para hacer oír sus razones en la lucha por la reconquista de sus derechos sociales y políticos.
Cuenta el cronista José Rodríguez Frosle, a raíz de la muerte de un arzobispo de Bogotá, en 1590, que una vez que se extravió mientras cazaba en las cercanías de las vertientes de Frusangá y que fue hallado gracias a una perra de propiedad de su sobrino don Fulgencio de Cárdenas.
Los perros de Carlos V
Mientras todo esto ocurría en América, en el Viejo Continente también seguían empleándose los perros en la guerra, contándose que figuraban 400 de la mejor raza en el ejército de Carlos V, utilizados para combatir a Francisco I de Francia; y sabemos que en el siglo XVI la milicia piamontesa equipaba los perros en número de 200, formando así cuerpos que les proporcionaban muchas satisfacciones en los combates de montaña.
En el libro del romano Flavio Vegecio Renato “De re militari”, se recomienda que en las torres de las fortalezas se tengan perros de olfato muy fino para avisar la presencia del enemigo.
Además de emplearlos en la vigilancia y en las luchas, los antiguos los utilizaban para sostener las comunicaciones entre los ejércitos y sus puestos de avanzadas. Para conseguir este objeto hacían tragar a los perros los despachos de que eran portadores, y al llegar a sus destinos se los mataba para extraerles del estómago el parte de guerra que conducían.
Los cronistas del siglo XVI nada expresan respecto a la rabia canina, cuya difusión llenó de horror las campiñas bonaerense y uruguaya durante la mitad del siglo XIX. Los perros cimarrones fueron portadores del virus, que no solo trasmitieron a los animales domésticos, sino al hombre, difundiéndolo en forma de epidemia.
Fernando Salas, que se ha ocupado exhaustivamente de los peros cimarrones que infectaban la campaña de la Banda Oriental, cita una lejana referencia de un delegado gubernamental en Paysandú, Nicolás Delgado, quien en el año 1808, en un amplio informe dirigido a las autoridades habla del mal de la rabia.
Fue tanto el temor que despertaron los perros a mediados del siglo pasado, que se llegó a disponer el exterminio total de los mismos, “exceptuando los de casta fina, los de agua, los de perdices y los de presa que sirven para resguardo de la casa, pero con prohibición de tenerlos sueltos y obligarlos a mantenerlos con bozal”.
Los perros cimarrones constituían verdaderas plagas en la campaña y lo fueron hasta bien entrado el siglo XIX.
En 1820, el gobierno de Buenos Aires organizó una “expedición” contra los cimarrones; se mataron muchos canes pero los soldados no quisieron regresar a repetir la hazaña porque en la ciudad los muchachos los llamaban “mataperros”.
Bernardino Rivadavia promulgó los más variados y extravagantes decretos, entre otros el que disponía la persecución de perros en Buenos Aires porque uno de ellos tuvo el atrevimiento de ladrar el caballo del Presidente, que, siendo mal jinete, dio con su osamenta en el barro. Esto permitió que al día siguiente, barras de chicos se divirtieran recorriendo las calles de Buenos Aires en persecución de “perros ladradores de caballos”, sobre todo si eran el “caballo del presidente”.
Tal vez por esta condición dañina de los perros, que se alimentaban de vacunos y lanares, como si fueran fieras, nuestros criollos nunca les tuvieron demasiado cariño. Al pero se lo tolera al lado del hombre de campo, pero sin provocar los extremos de mimos y cariño que otros pueblos, especialmente los anglosajones, suelen dedicarles. Cuando Sarmiento salió con aquello de “sed compasivos con los animales”, todo Buenos Aires se rió; el argentino era uno de los pueblos más incompasivos con los seres irracionales. Hasta Clemenceau se asombraría de l amanera brutal como se domaban los potros, en 1910. Es significativo que en el “Martín Fierro” nunca se hable de los perros y que muy pocos personajes célebres de nuestra historia hayan tenido a su lado canes. Una excepción fue Urquiza, que siempre tenía dos o tres muy grandes y los llevaba en sus campañas; el más conocido era uno llamado “Purvis”, tal vez en recuerdo del almirante inglés que mandó una de las flotas bloqueadora del Río de la Plata. Rosas no parece haber tenido perros en su intimidad e inclusive en sus famosas “Instrucciones” ordenaba no permitir más que unos pocos en los puestos y cascos de sus estancias.
Pero estas son ya historias particulares. Y lo importante de esta nota es establecer la evolución que tuvo la imagen del can en la historia americana y argentina: de terrible cazador de hombres y plaga de la campaña hasta el fiel y agradable compañero que es hoy.
Fuente
Abregú Mittelbach, Guillermo – Perrerías.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Fernández de Oviedo, Gonzalo – Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia, Año II, Nº 13, Mayo 1968.
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar