Durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, resuelta ya la forma de gobierno unitaria, la labor constituyente del Congreso culmina el 24 de diciembre de 1826 con la sanción del instrumento jurídico que arrasa las autonomías provinciales, en la creencia de que tal sistema ha de doblegar la actitud rebelde de los caudillos. La nueva constitución significa el fin del pacto nacional, aunque en teoría quiera ser lo contrario, pero esta unión, en la que los elementos intervinientes salen despojados de los privilegios que la misma naturaleza de su historia les ha impuesto, es el germen de reacciones funestas para el país, empeñado en una guerra incierta.
Juntamente con la sanción de la constitución, el Congreso produce un manifiesto destinado a las provincias, con preferencia a aquellas que habían expresado su repudio al régimen centralizado de gobierno que acababa de imponerse, por mayoría de votos, cierto es, pero con total prescindencia de las severas consecuencias previsibles del acto.
Para dar cumplimiento al compromiso que ha suscripto poco después de instalarse, emanado de la declaración del 23 de enero de 1825, que establece que hasta que se promulgue la nueva constitución las provincias se regirán interinamente por sus propias instituciones, y que la ley fundamental que se sancione será sometida a la consideración y aceptación de las provincias, el Congreso destaca delegados para que expliquen la constitución a los gobiernos provinciales y procuren que los opuestos a ella revean su actitud.
El 1º de enero salen de Buenos Aires los congresales que deben ejecutar la difícil misión, durante cuyo curso van a recoger desaires y sinsabores. Para comprender el clima que encuentran en los respectivos puntos de destino, es necesario hacer una recapitulación de los principales hechos que tienen por escenario el interior del país.
Durante el gobierno del general Las Heras se ha podido llegar a un estado casi armónico entre Buenos Aires y las demás provincias, que de buen grado le encargan la atención de las relaciones exteriores, mientras esperan que se adopte una actitud enérgica en la cuestión con el Brasil.
La declaración de guerra, subsiguiente a las acciones desarrolladas por los orientales procedentes de Buenos Aires, cambia el aspecto del problema, y enardece aún más el entusiasmo de la gente de las provincias, impacientes por combatir al invasor de la provincia oriental.
Los caudillos han ofrecido sus tropas –Facundo Quiroga, entre otros- y Las Heras calcula reunir un ejército numeroso que, sumado a los tres mil orientales que ya actúan en el territorio, rescate a la provincia cautiva.
Para reclutar y dar forma a esas tropas, el gobierno envía a algunos jefes del ejército, que deben proceder de acuerdo con la población y los medios de cada provincia.
El coronel Gregorio Aráoz de Lamadrid es destinado con tal fin a su provincia natal, Tucumán, donde se descuenta su éxito en razón de la popularidad de que goza tanto entre la gente del pueblo como en los círculos cultos. Al llegar a la ciudad, recibe trescientos reclutas ya dispuestos para marchar al litoral, pero en lugar de organizar otros cuerpos hasta reunir la cantidad calculada, opta por deponer al gobernador de la provincia Javier López, con el pretexto de que éste se ha sublevado contra su antecesor, protector y primo hermano de Lamadrid, Bernabé Aráoz, y de que pone inconvenientes para cumplir con el compromiso de entregar los contingentes. Así, el 27 de noviembre de 1825, mediante un audaz golpe en el que no se dispara un solo tiro, Lamadrid se erige en gobernador de Tucumán, hasta que las tropas requeridas se encuentren a su disposición para marchar con ellas.
La conducta del poco reflexivo coronel alarma a los caudillos Ibarra, Bustos y Quiroga, persuadidos de que aquélla responde a la política unitaria de la mayoría del Congreso. En consecuencia, estrechan su unión, temerosos de que Lamadrid los haya incluido en sus planes de dominación. Este, por su parte, cuenta con el apoyo del gobernador de Catamarca, Manuel Antonio Gutiérrez, y con el de Salta, general Arenales, así como con el de la gente embanderada en la oposición a los caudillos antes nombrados. (1)
Las Heras, sin embargo, no interpreta los actos de Lamadrid de manera favorable, sino que los considera indignos de un militar encargado de tan importante misión. El Congreso recibe la acusación que presenta Las Heras juntamente con un pedido de autorización para sumariar a Lamadrid, pero la mayoría está de acuerdo con éste, que así colabora con la causa que ellos sustentan.
La asunción de la presidencia de la república por Rivadavia pone fin a la posición ambigua de Lamadrid, pues queda a partir de entonces en calidad de jefe de la liga unitaria del norte, que va a apoyar las reformas generadoras de una nueva guerra civil.
Dentro de las modalidades de la gente de las provincias, las citadas reformas representan el avasallamiento de sus autonomías, como sucede con el caso concreto del papel moneda, cuyo uso se hace obligatorio con la creación del Banco Nacional, y sus sucursales en las provincias. “Acostumbrados los vecinos de ellas a la circulación metálica –dice Pelliza en su libro Dorrego, comentando el trastorno que la medida provoca en las economías particulares-, no tenían nociones ni aun imperfectas de los papeles fiduciarios que reemplazan por el crédito o la garantía la existencia de los valores sólidos…”.
El clima adverso al sistema unitario que se observa en las provincias tiene su máxima expresión en las actitudes de Quiroga, Bustos e Ibarra, coaligados entre sí para combatir a aquél.
Bustos declara ilegales los actos del Congreso, que ha capitalizado a Buenos Aires y erigido un presidente permanente, por desvirtuar la Ley Fundamental del 23 de enero de 1825. Separa a sus diputados del Congreso y los despoja de poderes para representar a la provincia. En la misma fecha -1º de agosto de 1826-, decide armar un ejército para sostener las libertades de la provincia, apelando a Bolívar por medio de un enviado especial. (2)
Quiroga, señor de los llanos de La Rioja y enemigo declarado de Rivadavia, va más lejos que Bustos, porque no sólo desconoce las disposiciones que llegan de Buenos Aires, sino que proclama una especie de guerra religiosa con la divisa de “Religión o Muerte”.
Encendida la guerra civil, comienza una sangrienta y complicada serie de acciones militares, en las que Facundo Quiroga demuestra su insospechada habilidad estratégica, que en poco tiempo lo convierte en el arbitro del Norte y de Cuyo. Lamadrid cae derrotado y medio muerto en El Tala, La Rioja, a manos de Quiroga, mientras los otros caudillos federales, en pie de guerra, hacen su parte en la conflagración.
Fácil es imaginar, entonces, que la aparición de los congresales encargados de presentar la nueva constitución a las provincias no produzca un efecto favorable.
En Córdoba se declaran desligados del pacto nacional, le devuelven a Gorriti la constitución y le ordenan que abandone el territorio. Dalmacio Vélez, que va a San Juan, se tropieza con Quiroga, y éste le manifiesta en una nota que no puede tratar con quienes lo combaten.
El recibimiento que hace Ibarra a Miguel Tezanos Pinto tiene más de burlón que de belicoso. El caudillo santiagueño se propone retribuir los conceptos que sobre su persona se propalan en la prensa de Buenos Aires, y ofrece la caricatura de sí mismo. En carta a un amigo cuenta la escena: “Lo he recibido dignamente como ustedes querían: me puse calzoncillo cribado, chiripá a la santafesina y camisa bordada, y tenía mi cabeza atada con mi pañuelo de seda color de oro; no faltaban buenos bancos y hasta una silla en la ramada, y le ofrecí con agasajo de lo que se come por acá”. Cuando el delegado regresa a su alojamiento se encuentra con un decreto que le ordena dejar la provincia en veinticuatro horas.
Entre Ríos y Corrientes también rechazan la constitución y suspenden los poderes de sus diputados, dejando en claro que los respectivos gobiernos están dispuestos a sostener la guerra contra el Brasil, como lo ha manifestado anteriormente el de Córdoba.
Por lo que respecta a la provincia de Santa Fe, cuyo gobernador, Estanislao López, es uno de los puntales de la liga federal, recibe al delegado doctor Mariano Andrade, que tuviera participación, en 1820, en la firma del tratado de Benegas. Con alguna demora, la respuesta es la prevista: se rechaza la constitución, se declara a la provincia independizada del Congreso y de toda autoridad exterior, se hace cesar a los diputados. La guerra con el Brasil, en cambio, recibirá la ayuda necesaria, pues, por su situación, Santa Fe se siente directamente interesada en la liberación de la Banda Oriental.
Mientras tienen lugar los sucesos mencionados, Dorrego sigue atentamente desde Buenos Aires la reacción de las provincias, confiado en que el repudio de la constitución unitaria producirá la imposibilidad de su aplicación, de acuerdo con lo dispuesto en la Ley Fundamental que regla la acción del Congreso.
El resultado de las consultas lo induce a escribir en El Tribuno del 28 de marzo de 1827:
“Se acerca el momento de la resolución de ese gran problema, que ha tenido a los espíritus en tanta agitación, la aceptación o repulsa del código constitucional… La constitución exige, cuando menos, la aceptación de dos tercios de las provincias que componen la República Argentina, para que sea plantificada en ella. Las provincias de la república son diecisiete (contaba Tarija, Misiones y la Banda Oriental). Sus dos terceras partes, de consiguiente, asciende a doce. Desde que el congreso llegue, pues, a evidenciarse, que no alcanza a este número el de las provincias aceptantes, la cuestión está dirimida. En el actual estado de cosas ya se sabe, a no dudarlo, que cuando menos seis provincias la rechazan, a saber: el Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Santiago y La Rioja. Por consiguiente, aun cuando las restantes la admitiesen, lo que no puede esperarse, porque en la cuestión previa San Juan y Mendoza votaron por la federación; ya no puede completarse el número que constitucionalmente se requiere para que la carta quede ejecutoriada”.
La prédica de Dorrego y sus amigos, sin embargo, no va a ser el único factor disolutorio del sistema federal. La guerra exterior, que desde fines de 1825 está planteada con el bloqueo de los ríos de la Plata, Paraná y Uruguay por la poderosa escuadra brasileña, y los sucesos derivados del conflicto, se sobreponen al poder de Rivadavia con demoledor fatalismo.
Referencias
(1) El mismo Lamadrid relata estos episodios en sus memorias, dando como de costumbre la versión que más lo favorece.
(2) Vicente Fidel López – Historia de la República Argentina.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Pelliza, Mariano – Dorrego en la Historia de los Partidos Unitario y Federal.
Portal www.revisionistas.com.ar
Sosa de Newton, Lily – Dorrego – Ed. Plus Ultra, Buenos Aires (1967).
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar