En 1809 Agustín de la Cuesta, alcalde de barrio del cuartel 12 de Buenos Aires, alega su preocupación ante el Cabildo, por un juego llamado “rueda de la fortuna” que estaba ocasionando grandes perjuicios en todas las clases sociales de la época. Al decir de un cronista de entonces, la pasión por ese juego “había picado en abastecedores, jornaleros, hijos de familia e incluso esclavos”, aunque cabe el interrogante sobre el valor o calidad de las apuestas que pudieron haber hecho estos últimos.
Entre los precursores de la ruleta, tal vez Calvimonte y Núñez merezca figurar en primer lugar. En junio de 1810 se dirigió a la Junta de Gobierno, presidida por Cornelio Saavedra, solicitando el permiso para explotarla, destacando en su pedido que el virrey Cisneros le había otorgado anteriormente una autorización especial para hacerlo, en razón de la incapacidad física que padecía por haber peleado heroicamente durante las invasiones inglesas.
La maledicencia se cebó sobre Calvimonte y Núñez. Se le acusó de haber obtenido dicha concesión en tiempo de la dominación española, valiéndose de “raras influencias” (?). Lo cierto es que en los meses finales del virreinato aquel personaje había sido encarcelado, trabándosele embargo por la suma de 378 pesos, importe del remate de sus escasas pertenencias y considerándosele víctima de la injusticia del régimen anterior se dirigió a la Junta de Gobierno en demanda de una reparación, más ésta denegó su pedido el 28 de junio de 1810.
Dos años más tarde. La “rueda de la fortuna” aparece nuevamente entre las preocupaciones oficiales y un decreto de entonces estableció que los locales en donde aquella funcionase, deberían pagar una “contribución anual”, al Estado, de 12.000 pesos.
Indudablemente, las casas de juego prosperaban y la Revolución no se curaba del origen de los fondos que debía subvenir el esfuerzo emancipador. Sin embargo, una solicitud anónima que se halla en el Archivo General de la Nación, postula con fecha 15 de agosto de 1815, el establecimiento de una casa pública donde se pueda jugar libremente, para poder así “poner coto a los desórdenes ocasionados por la cantidad de lugares de juego, instalados clandestinamente en el territorio de las Provincias Unidas”.
Se deduce que la proliferación de “timbas” era por entonces muy amplia. Tanto, como que el 3 de mayo de 1816, el Congreso reunido en Tucumán, decide por decreto la prohibición de “todo juego conocido bajo la denominación de ruleta y envite”.
Pero una cosa era la prohibición oficial y otra la realidad. Tres años después de la drástica resolución del Congreso de Tucumán, Pedro Lezica se dirige al gobierno, proponiendo establecer el juego de la “roleta”. Los argumentos expuestos entonces decían que en Europa se había descubierto que la tal “roleta”, había paralizado “los efectos funestos del juego” (?).
Se ignora la suerte que corrió tan “filantrópico” pedido, pero ese mismo año, el Alcalde de 2º voto se dirigió al Cabildo, pidiendo que el cuerpo solicitara al Superior Gobierno la suspensión de aquel juego. El Cabildo aprobó el pedido y el Director Supremo de las Provincias Unidas, don Juan Martín de Pueyrredón, prometió arbitrar las medidas para que la solicitud se proveyera favorablemente.
Ese mismo año, Domingo de Eyzaga pidió permiso al Cabildo para establecer dos mesas de juego de “roleta”, por el término de tres años. Más realista o tal vez menos hipócrita que su antecesor, Eyzaga ofreció pagar por la concesión ocho mil pesos anuales, pero el síndico del Cabildo se opuso a su pedido.
Las ventajas y los inconvenientes de la “roleta” suscitaron una polémica que se manifestó en las páginas de “El Americano”, un periódico porteño de la época, que el 9 de julio de 1819 publicó una carta enviada a su redacción en la que alguien utilizando el seudónimo de “Un quidam del país” hacía referencia del discutido juego, en estos términos: “Sublime política es sin duda, tener a la vista tanto número de ciudadanos embriagados por la ilusión del juego, envenenados por las pérdidas (porque allí nadie gana) y tentando medios difíciles o violentos para repararlas y volver al desquite”. Y haciendo mención a lo que los partidarios de dicho juego expresaban, definiendo a la ruleta como “termómetro del espíritu popular” el intransigente articulista continuaba: “¿Y que termómetro, ni que berenjenas, cuando lo que se trata o se piensa antes y en el juego, es el modo cómo se ha de jugar, y después de concluido el sacrificio lo que se escucha y se ve son reniegos, arrepentimientos, protestas y semblantes taciturnos y amohinados?”.
La pintoresca publicación provocó en las páginas de “El Americano” un debate en el que los seudónimos de los polemizantes fueron desde “Otro quidam” hasta “Todo es bueno para mí”.
Muchas de las razones que invocaron loa atacantes de la ruleta se basaron en la existencia de “coimas” recibidas por las autoridades para permitir su explotación. Ni siquiera la Logia Lautaro pudo mantenerse alejada a las versiones y a los trascendidos de la época y no faltaron historiadores que afirman que la misma logia alimentaba sus arcas con el porcentaje de beneficios que le proporcionaba la ruleta.
El 12 de febrero de 1820, el Cabildo de Buenos Aires, pese a las urgencias de la hora, debió considerar nuevamente el caso y luego de extensas deliberaciones, resolvió proscribir en toda la extensión de la provincia “ese juego tan perjudicial”, solicitando al gobernador que adoptase las medidas a su alcance “para que no volviera a repetirse un mal tan funesto a la prosperidad y sosiego de la Provincia”.
“La Gaceta”, inclusive, se hizo eco de la disposición mencionada y como sucede siempre, se produjo el conflicto de jurisdicciones, al decidirse el gobernador político Miguel de Irigoyen a retirar el permiso a la única casa de ruleta habilitada, que pertenecía a Martín Echarte. Este apeló ante el Tribunal de Justicia y el alto cuerpo mandó suspender la medida y la multa. En conocimiento de la “litis”, el gobierno dirigió un mensaje al Tribunal, expresando su preocupación por la medida y previniéndole que no actuara en “asuntos de policía”.
Pese a ello y en forma reiterativa, el 2 de marzo de 1821, el secretario de gobierno, Juan Manuel de Luca, pasó una nota a la policía en la que expresaba que ante el auge que tomaban las casas de juego “refugio de todas las inmoralidades” se procediese contra ellas, sus propietarios y concurrencia “con todo el rigor de la Ley”.
Una hábil maniobra parlamentaria impide que en 1821 la Sala de Representantes dictaminara acerca de su competencia para reformar las atribuciones conferidas al Juez de Policía, de perseguir el juego de ruleta.
No es fácil establecer cuándo, ni en virtud de qué, pero lo cierto es que existe documentación por la que se comprueba que un decreto del 15 de abril de 1826, que lleva las firmas de Rivadavia y Julián Agüero, declaró restablecidas todas las disposiciones que prohibían los juegos de azar y fijaban severas multas a los infractores.
Una enconada puja de intereses, conforme al gusto y a la necesidad de los funcionarios gubernamentales, se fueron sucediendo a través de un siglo manteniendo una casi permanente prohibición, hasta que por Decreto 31.090 de 1944 y 7867/46 el Gobierno se decidió a tomar el toro por las astas y pasó a ser el único banquero, con todos los beneficios que otorga esa “mágica bolita” propensa a caer irremisiblemente en cualquier número, menos en el nuestro.
Fuente
Ceres, Hernán – Viejo Vicio
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.con.ar
Todo es Historia – Año II, Nº 9, Enero de 1968
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