Estaba echado en el suelo, sobre un poncho grande, con una botella de aguardiente a mano. Lo rodeaban los oficiales, sentados en cuclillas, fumando despaciosamente bajo un gran algarrobo. Comentaban las alternativas del sitio de la ciudad: el ataque del día catorce, cuando se largaron con grandes alaridos por el callejón para ser recibidos por un fuego graneado que mató varios compañeros y luego, el tratado con el jefe de las fuerzas defensoras por el que ambas partes se comprometían a respetarse mutuamente. Ahora, desde la víspera, convivían unos y otros en la ciudad a la espera de que llegara de Catamarca (todos lo sabían), para encender la venganza que ansiaban tomarse los montoneros sobre los antiguos sitiados.
Santos Guayama escuchaba. Un trago de aguardiente lo entonaba a ratos. Le gustaba oír a sus muchachos jactarse minuciosamente de sus hazañas. Casi no hablaba, pero cuando alzaba su voz, grave y pausada, todos quedaban en silencio y asentían.
Ser jefe de la montonera entrañaba no pocas obligaciones: una de ellas, la de aparecer circunspecto y reservado, no prodigarse. El sabía que era un mito; una leyenda, más que un hombre. Era un hombre: un hombre temible y estremecedor que evocaba lanzas y polvareda y ponía terror en los pueblos de siete provincias. Lo sabía y por eso cultivaba su postura hierática, como un andante enigma de ceño temible y barbas nazarenas cuyas escondidas cifras fueran muerte y desolación. Ahora descansaba del trajín del día, bajo el algarrobo de la huerta suburbana. Echado sobre su poncho grande, con la botella de aguardiente a mano. Cerca, su esforzado caballito, ensillado con lujoso apero, sobrepuesto de carpincho, alforjas llanistas de colorinches.
Del lado de la Quebrada venía un vientito frío. La sierra estaba ya oscurecida. Todo Cochangasta se dormía lentamente. Algunos ruidos lejanos goteaban sobre la paz de la tarde: el balido de una oveja, la voz sonora que llamaba al chango alejado. ¡Qué diferencia con una semana antes, cuando a cada rato reventaba un balazo, un cohete, y los alaridos restallaban en las calles barricadas! Ahora había cesado la guerra y un silencio medroso se tendía sobre la ciudad. Pero los montoneros patrullaban las calles con aire provocador y en los ojos de los rendidos había odio y rebeldía.
Se oyó de pronto el galope de varios caballos y gritos bárbaros lanzados a pecho abierto que venían de la ciudad. Se acercaban a donde la tertulia estaba. Algunos se pusieron de pie y salieron afuera, lanza en mano. Santos Guayama siguió tirado sobre el poncho, ignorando el bochinche. Al rato entraron todos en tropel.
- Mi coronel, unos prisioneros….
A la luz del fogón recién encendido, aparecieron algunos soldados de la montonera. Traían atados a tres hombres, vestidos de ciudad.
- ¿Qué significa este abuso? ¿Por qué no se respetan los tratados? –tartajeó uno de ellos, el más joven. Vestía una levita blanqueada ya por el polvo y respiraba agitadamente. Guayama hizo un gesto ordenando que callara.
- ¿Quiénes son? –indicó brevemente-
- Este es don Carmelo Valdés, señor Coronel –formuló uno de los recién llegados-. Es collarejo (1) de los más salvajes. Cuando lo mataron al General, le mandaron una oreja de regalo para que se holgara mostrándosela a sus amigos. Ha sido siempre enemigo a muerte de la causa jurada. No se lo puede dejar libre porque nos hará todo el mal que pueda. Hay que matarlo, señor Coronel –concluyó bajando la voz, como si pidiera disculpa por sugerir algo tan evidente.
- ¿Y los otros?
- Este es su suegro. Estaba con él y dijo que lo acompañaría. Este otro, don Fermín de la Colina, que también ofertó no dejarlo. Todos son magogos (2), señor; alhajitas que nos han de perseguir donde nos encuentren. Nosotros queríamos tomarlo solo a don Carmelo, pero ya que éstos insistieron, los hemos traído, nomás….
Y se reía con los ojos. Era un jastial blanco y rubio, las chuncas (3) tapadas con un raído chiripá. No sabía qué hacer con las manos cuando hablaba. Tenía grado de capitán.
Valdés habló entonces:
- Señor Coronel, esto es un atropello inaudito. Se ha firmado un tratado, y si las tropas de su mando no lo respetan, el comisionado nacional que está al llegar….
Guayama cortó el discurso:
- Los tratados sólo los cumplen los que no pueden violarlos. Así nomás es la guerra… ¿Acaso respetaron ustedes el tratado de la Banderita? ¿De dónde salen ahora tan amigos de las leyes? ¿Tal vez cuando les hace frío en el cogote…?
El auditorio rió en alegre asentimiento. Valdés guardó silencio. No valía la pena discutir. Estaba en manos de los montoneros, sus irreductibles enemigos, y con ellos no cuadraban argumentos. Los matarían o no, según fuera su antojo. Lo sentía por su suegro, ¡pobre viejo don Solano! Y por este don Fermín… Y los de su casa.. Allí habían quedado su mujer y los niños gimiendo desesperadamente cuando la partida lo arrancó de su puerta y se lo llevó en ancas. Sintió que el pecho se le llenaba de una helada angustia. Mejor no pensar. Si tenía que venir la muerte, que viniera pronto.
Un silencio cargado pasó sobre el lugar. Todos miraban a Guayama, que meditaba, jugando con la botella. Entonces, unos pasos apresurados.
- ¿Dónde están? ¿Ya se los han llevado?
Era un tal Posse, un tucumanito simpático y farandulero, que se había unido a la montonera cuando aquella incursión del Chacho que terminara desastrosamente en Los Manantiales. Tenía cierto predicamento en el ánimo de Santos Guayama. Se le acercó y en voz baja empezó a rogarle que dejara en libertad a los prisioneros.
- No son enemigos, señor. Dos de ellos son vecinos pacíficos y honorables –alegaba-, Valdés es contrario nuestro, pero siempre nos ha peleado francamente, sin dobleces. Si los manda matar, eso nos indispondrá con el comisionado. Dirán que usted no tiene poder sobre la tropa, que no somos más que asesinos y salteadores. Nos castigarán con todo rigor. Advierta, pues, señor Coronel…
Y siguió hablándole ansiosamente. Una esperanza latía ahora para cada cautivo. Los dos ancianos tenían la mirada fija, como en trance, en el cielo oscurecido donde ya brillaban las primeras estrellas. Valdés trataba de escudriñar en el rostro de Guayama el efecto de las palabras de Posse. Los demás miraban, ceñudos y rezongones, la súplica del oficioso gestor de vidas ajenas. ¡Mocito entrometido! ¡Quién lo metía a salvar del degüello a esos salvajes!
Santos Guayama meditaba. Veía allá, indefensos, a los hombres traídos por su gente. No los conocía, pero eran enemigos. Impersonalmente iba a mandarlos matar. Así lo exigía el prestigio de su nombre, su halo, y así lo indicaba la lógica de la guerra. “Con los enemigos se trata como ellos nos tratan a nosotros…” solía decirle el coronel Varela. No abrigaba rencor contra ellos. No se fijaba en sus rostros ni en su anudado silencio. Eran, simplemente, naipes que debían descartar. No servían, estorbaban. Cuanto más pronto fueran eliminados, mejor. Habían asediado la ciudad durante doce días hasta rendirla. ¿No valía este esfuerzo el derecho de matar caprichosamente a los enemigos más enconados? ¿No habrían ellos, los otros, hecho lo mismo que él? ¿Por qué habría de vulnerarse el orden inmemorial de los usos de la guerra?
Escuchaba también el ruego monocorde de Posse. Pero no lo tenía en cuenta. Ese tucumano estaba hablando como un hombre cualquiera, llevado de la amistad o el miedo. No contaba para su resolución. Porque Santos Guayama, pensaba, no debía obrar como un hombre sino como una fuerza ciega, un ímpetu incontrastable. Podía dejar en libertad a los prisioneros y con ello se anotaba en su cuenta un crédito, un mínimo crédito entre las infinitas deudas que sobre él pendían. Pero Santos Guayama no podía obrar así. Sentíase constreñido a una elemental honestidad: a obrar sin pequeñez, ni pasión. O los soltaba sin cálculo o los degollaba sin odio. Limpiamente. Sus soldados podrían tal vez ser rencorosos o cavilosos; el chico Posse podía darse el lujo de jugarse por una amistad o encogerse por un miedo. Pero él, no. Era el jefe y no podía enredarse con causas tan minúsculas. Su jefatura le confería la responsabilidad de la decisión: él y sólo él podía escoger cualquiera de los caminos que se le abrían en esa encrucijada de vida o de muerte. Pero esto mismo le obligaba a que la decisión fuera justa y limpia, aún siendo feroz.
En eso estaba. La tarde era ya noche cerrada. Mirando hacia el bajo de la ciudad se divisaban algunos fuegos. La brisa fría jugaba con los pañuelos y los trapos de las chuzas, y levantaba algunas hojas secas del piso de tierra apisonada. Guayama, echado sobre el poncho, miraba silenciosamente a sus prisioneros. Súbitamente sintió la urgencia de decidirse.
Y entonces tuvo una oscura visión. Le pareció que él y sus montoneros eran como esas hojas que el viento barría desdeñosamente. Cayó en la cuenta de que él y todo lo que representaba era precario, endeble. Se miró a sí mismo y miró a sus compañeros como creaciones de ficción, sueños que desaparecerían en cualquier momento, arrebatados por un viento potente y duro.
Otras cosas había, mucho más fuertes y estables que ellos, cosas que no podía soñar siquiera en destruir. Pensó por un instante en las maravillas que le habían contado algunos amigos que anduvieron por las tierras de abajo; en esa máquina que corría, humosa y trepidante, por caminos de metal, diez veces más ligero que sus caballos; el hilo de acero que transmitía instantáneamente a centenares de leguas los mensajes que ellos tardaban semanas en conocer; las embarcaciones enormes que atravesaban el mar para volcar sobre la tierra vacía, miles y miles de hombres extraños, hombres de otra tez, otros ojos y otra lengua, a quienes no se les importaba Mitre ni Urquiza, el Chacho ni Paunero, la divisa colorada o la celeste, sino trabajar y hacerse ricos. Pensó en esa ciudad de Córdoba, la más grande que conociera, a la que no había querido entrar cuando la expugnara el Chacho, pero que había vichado desde arriba, receloso y suspenso, con sus torres numerosas y sus largos paredones.
Pensó en los ejércitos nacionales que los solían acosar y que tan diferentes eran de sus muchachos, que peleaban cuando se les daba la gana y no sabían otra táctica que atacar golpeándose la boca y desbandarse.
Pensó en esos doctores adscriptos a la expedición pacificadora de Paunero, tan seguros de ellos mismos, tan devotos de ese librito, la Constitución, que Guayama no había leído jamás pero que era, para esos hombres de corbatín y levita, algo así como un San Nicolás bendito que los pudiera salvar de cualquier apuro. Pensó en esa lejana, inaccesible jerarquía –el Gobierno Nacional- a cuya voz se movían ejércitos, se entregaba dinero, se declaraba fuera de la ley a la montonera, se llamaba bajo bandera a la gente, para llevarla a morir en una guerra lejana que, hacía tres, cuatro años, ardía hacia el naciente de la Patria.
Todo eso pensaba Santos Guayama en un espejeante desfile de luces y sombras. Y súbitamente advirtió que eso era lo firme, lo estable, lo seguro. Que esas cosas lejanas y casi ignoradas por ellos, constituían una estructura potente que iba cercándolos hasta aniquilarlos. A él, a sus hombres, a sus correrías, a sus fatigas. Como una invasión que fuera circundando sus arenas hasta reducir el campo de su hazaña a un minúsculo reñidero de gallos, donde un invisible Juez dijera ¡basta! Y todo terminara.
Ellos, los montoneros, estaban ya de más. Todavía persistían, porque ni siquiera tenían una importancia como para merecer que esa formación se ocupara de echárseles encima. Pero ya estaban sentenciados. Todos estaban condenados. Como el Chacho, como Ontiveros, como el Potrillo, como tantos otros. Ellos, los sobrevivientes de la insurgencia, estaban sólo durando, demorando. Veía a sus hombres frente al sanguinario fogón como fantasmas trashumantes, con la muerte montada sobre sus espaldas. Su peregrinación era un trágico Pujllay (4) con responsos cantados a modo de vidalas.
Miró al grupo. Miró los caudillos prestos y los cautivos inermes. Pero Santos Guayama no se llamó a engaño. Los triunfadores no eran ellos, sino esos pálidos, temblorosos señores que trataban vanamente de adoptar una postura decorosa ante la muerte inminente.
Santos Guayama era jugador leal. Al que triunfa hay que rendirle armas. Era absurdo matar a los vencedores. Hacerlo, hubiera sido la venganza pequeña y ruin del que ha perdido la partida y apaga el candil de un ponchazo para no pagar la parada, cimarrón y fullero. A los triunfadores hay que abrirles cancha. Y los derrotados eran ellos, los montoneros, aunque sus hombres no lo supieran, aunque siquiera viendo en él a su jefe fecundo de ardides, perito en victorias. Allí estaban los triunfadores, personeros de la estructura inconmovible que se les venía encima para destruirlos.
No se movió del poncho donde estaba tirado. Simplemente cambió de postura y dijo en voz muy baja pero muy calara:
- Lárguenlos.
Todos creyeron que Santos Guayama se había conmovido ante las súplicas de Posse o se había inclinado ante el gallardo estoicismo de sus cautivos. Así se transmitió la anécdota a la crónica local y al relato familiar. Nunca supo nadie que los motivos de Santos Guayama habían sido mucho más altos y más limpios: motivos de buen perderor.
Referencias
(1) Collarejo: Unitario, liberal. Probable alusión al vivo del cuello del uniforme.
(2) Magogo: Demagogo, liberal.
(3) Chuncas: Piernas.
(4) Espíritu del Carnaval diaguita-calchaquí. Para algunos autores (Adán Quiroga) se trata de una deidad; en cambio para otros (Eric Bornan) no es sino un mero personaje del Carnaval.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).
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