Prosa del cura y el montonero

José Gabriel Brochero (1840-1914)

Calor y polvo: parecía que el mundo no podía contener más que dos cosas.  Un calor seco que maceraba cada fibra del cuerpo hasta dejarlo crepitante, como en carne viva.  Y el polvo que levantaban las patas de las mulas y subía juguetonamente, envolviendo al cura y al chango en una capa blancuzca y persistente.

El cura y el chango seguían la marcha.  Nada hablaban.  Uno delante, el otro atrás, por esos arenales de los llanos riojanos, con un sol de justicia clavado en el cielo, en ese tremendo verano del año 74.  Calor y polvo, polvo y calor.  Por esos campos baldíos, ariscos de cardones y espinillos, bajo la crueldad hirviente de un cielo que no conocía nube, que no sabía la dulzura de derramarse en lluvia.

Cuatro días atrás habían salido de Villa Dolores.  Abandonaron las sierras grandes, sus farallones rocosos, sus arroyitos mañeros.  Después se fueron metiendo en la travesía puntana, a través de montes bajos de retamos y breas, y entraron en La Rioja por Corral de Isaac.  Al costado quedaba la sierra de Ulapes, redondeada por los vientos bárbaros; adelante, los llanos, huérfanos de agua, donde los pozos de balde marcan el término de las jornadas.  Una tierra. Gredosa, elemental, arañada apenas por una huella difusa, hasta llegar al pie de la sierra de los Llanos.  En el faldeo que mira al poniente, hay un paraje llamado Ñoqueve.  Allí iban el cura y el chango, uno adelante, el otro atrás, por esos arenales de Dios.

Un pimiento grande y varios algarrobos escuálidos marcaban el lugar.  Había gente: por lo menos los chocos ladraron y un humito se escapaba al lado del rancho.

-Adónde te m’ias de ir que no te encuentre- murmuró el cura, y la voz le sonaba ronca y chirriante de polvo y sed.

A la bulla de los chocos alguien salió del rancho.  Era una mujer flacona y mustia.  Tenía un Remington en la mano, de ésos que habían quedado en las provincias después de las expediciones pacificadoras de Sandes y Paunero.  Detrás de un cerco de espinillos se adivinaban rostros hoscos y greñudos, mironeando a los forasteros.

- Bájense nomás…

El tono de la mujer era tan receloso como el Remington.

- Guardá el arma.  No soy milico ni guardia nacional.  Avisále a don Santos que quiero hablarlo –dijo el cura mientras se dejaba caer de la mula con un gemido.

La mujer le miraba la sotana y parecía advertir algo incomprensible en todo el paisaje: el fusil, el cura, ella misma.  Apampada y hostil, nada decía; al fin llamó a un muchachito y le secreteó algo.  Después, mientras el mensajero se iba corriendo hacia el monte, se volvió hacia los viajeros.  No dejó el arma pero su voz era ahora más pacífica.

- Siéntese al fresco.  Ya les traigo mate.  ¿Lo quiere con cedrón?

El cura se había tirado sobre una jerga, bajo los algarrobos.  Puso las árganas como cabecera y se durmió.  Despatarrado bajo la sotana polvorienta, el rostro ardido de tantos soles, tenía un aire infantil y desvalido.  El chico le hacía aire con una ramita de higuera.  Caía el sol hacia las sierras de San Juan y los coyuyos (1) se estaban apagando.  El silencio era cristalino.  Un olor a pan casero daba paz al ambiente.  A lo lejos, goteaban pausadamente los balidos de las cabras que volvían al corral.

Era casi la noche cuando llegó don Santos.  Grandote, barbado hasta el pecho, con una rastra poblada de soles, pesos bolivianos y antiguos doblones de tiempos del rey.  Altas botas chilenas hacían crujir la arena bajo su estatura prócer.  Venía solo, pero tras las sombras del cerco seguían las presencias greñudas observándolo todo.

Con un gesto pidió a la mujer una cabeza de vaca.  Se sentó y quedó al lado del cura, mirándolo con una lucecita  risueña en los ojos.  Así se estuvieron un rato: durmiendo el cura, velando su sueño el montonero, mientras se espesaba la noche, esclarecida apenas por el fogón donde se asaba un corderito.

El frío debió despertarlo.  Se dio vuelta con un suspiro y abrió los ojos.  Lentamente se incorporó sobre la jerga hasta que identificó la vasta sombra acuclillada a su vera.

- Así es, don Santos –dijo con un bostezo.

- Así será, padrecito –como si dieran de mano una larga conversación.

- Ya ves, ya no estoy para estos trotes.  Es largo el viaje hasta aquí.

- Todavía está entero, padre.  Como cuando me paró esa invasión que les hicimos por las sierras grandes…

Don Santos tenía la tonada esdrújula y golpeada.  Cada vez que hablaba parecía burlarse un poco.

- En otros tiempos, hijo.  Al perro viejo no le faltan pulgas.  Y vos y yo somos perros viejos, los dos…

- Mejor hablamos después del asado, padrecito, ¿ha?

Comieron sosegadamente, masticando fuerte la carne caliente.  Don Santos limpiaba los huesos con una vieja sabiduría carnívora y después los tiraba en un gesto largo: se oía un barullo de perros en la sombra.  Luego volvían los ojos ansiosos a acechar.  Ojos de perros y atrás, los ojos de los hombres, vichando la conversación del cura con su jefe.

Terminaron de comer.  El cura estaba sentado en una silla de cuero trenzado.  Don Santos, en su cabeza de vaca.  Había que hablar, ahora.  El último trago desató blandamente la prosa.

- Bueno, Santos, vamos a desollar este rabo…

Y se largó el cura a hablar.

- Mirá hijo, vos sos un forajido sin abuela y tenés el alma más negra que mi sotana.  Si llenara las árganas con tus delitos, ni mi macho malacara podría cargarlas.  Las viejas saben asustar a los changos con tu solo nombre.  Sos enteramente un…

No encontraba el cura palabras que cuadraran.  Estalló al fin, abriendo los brazos:

- ¡Vé que sos fregado, Santos!

Y se le quedó mirando, moviendo admirativamente la cabeza de arriba abajo.  Don Santos escuchaba, la barba negra sumida en el pecho, jugando la arena con un palito.

- Cuando hablé con vos en las sierras grandes te ofrecí hacerte perdonar si te entregabas.  Entonces vos mandabas doscientos, trescientos hombres; tenían caballos y armas y sabían asolar los caminos como señores de la tierra.  Ahora andás escondido en estas soledades, todos los gobiernos te buscan para fusilarte y ya no tenés gente, casi.  Los tiempos han cambiado, don Santos…  Perros viejos somos los dos pero vos sos un perro cimarrón y es difícil que te escapes.  ¡Volvéte conmigo!  Tengo buenos amigos en el gobierno.  Mi palabra de sacerdote que te van a dejar tranquilo.  No dudarás de la palabra de un sacerdote, ¿no, Santos?

El montonero movió apenas la cabeza.

- No quiero hablar de tu alma, ni del infierno, aunque ilo teniendo por seguro que como sigas así vas a asarte igual que ese costillar.  No vengo a hablarte como cura: vos no sos mi feligrés ni falta que me hace.  ¡Vengo como amigo, Santos!  Cuando la invasión a la sierra, te portaste bien conmigo.  Ahora quiero ayudarte para que termines tu vida en paz.

El cura se acaloraba pero en los intervalos pesaba el silencio.  Uno de los perros se había echado cerca de los dos y los miraba fijo, pendiente de la conversación.

- Vos sos el último montonero.  Todos los otros han muerto como perros.  Al Chacho lo lancearon; a Ontiveros lo mataron en pelea; Varela ha muerto tísico en el destierro.  A Chumbita lo fusilaron…  ¿Qué te espera a vos?

En otro tono, en un tono más íntimo, casi suplicante, hablaba ahora el cura.

- Estos no son tiempos de andar matrereando.  El país es una cosa distinta a lo que era en tiempos de ustedes…  Ahora hay ferrocarriles, hay alambrados, hay telégrafo.  La gente quiere trabajar, tener plata, vivir tranquila.  En este país vos andás sobrando, Santos.  Tenés que acomodarte a los tiempos nuevos.  De no, vas a terminar como los otros…  ¡Venite conmigo!  ¡Echále una raya a tu vida y empezá otra!  Sin sangre, sin sobresaltos…  Como el país, Santos…

Había terminado –parecía.  Dio un suspiro, se acomodó en la silla y con un gesto le pidió tabaco.

El montonero siguió callado un buen rato.  Pitaban los dos sin apuro, mientras el fuego se moría despacio.  Mirando al suelo, jugando siempre con el palito, don Santos empezó a hablar.

- Padrecito, me da apuro que haya echo este viaje de balde, pero no me voy con usté.  Me quedo nomás.  Burro viejo no aprende mañas nuevas.

El cura no contestó y don Santos tuvo que seguir.

- Usté me da palabra que me van a dejar tranquilo.  Pero no podrá evitar que me lleven ante la justicia.  ¿O se van a olvidar que yo les hice temblar?  ¿Se van a olvidar de la entrada que les hicimos en San Luis?  ¿O cuando caímos sobre Córdoba?  No me pregunte si fueron delitos: los jefes nuestros nos llevaban a la guerra y hacíamos nuestro oficio.  Pero eso no lo van a entender sus amigos cogotudos de la ciudá.  Me llevarán ante la Justicia y ¿sabe padrecito?, yo no creo en esa justicia…

- ¿Tampoco en la justicia de Dios?

- En ésa, no sé.  Tendría que conocerla.  Hasta ahora sólo he visto persecución y muerte.  Usté dice que todos mis compañeros han terminado como perros.  ¿Esa es también justicia de Dios?  Vea, padrecito: tras el cerco, allí, están mis hombres esperando que termine este trato.  ¿Los puedo abandonar?  Ellos también han matado y robado y son tan forajidos como yo…  Ellos confían en mí.  Yo los he ido llevando por estas huellas, igual como me llevaron a mí el Chacho y Varela.

-También a ellos les ofrezco lo mismo que a vos.

- ¡Pero es que ellos, los pobrecitos, no saben hacer otra cosa que pelear!  Tampoco caben en el país que usté dice…  Igual que yo.  Lo único que nos queda, padre, es seguir en esto hasta el final.

-Santos, es un triste final.

- Ya lo sé.  Pero es el único que nos cuadra.  Malo ha de ser esto de andar salteando caminos, pero debe ser peor eso de cambiar destino.  Usté es lo que es, nomás  Usté no podría colgar su sotana y andar matreriando por los campos de Dios…  Cada uno tiene su estrella.  Y las estrellas no se emprestan, padre.  ¿Acaso me ve hecho un pueblero, e levita y galera?  No tengo acomodo en este país.  Usté tiene razón.  Entonces prefiero hacerme ilusión de que sigo en el otro, en el de antes.  Donde el coraje valía, donde valía la amistad y era lindo hacer la guerra porque era jugarle a la muerte a cada rato…  Y dígame, padrecito, ¿a usté no le gusta también ese otro país?  ¿No lo prefiere a este otro que usté me contaba?  Que esta muerte mía será sucia y fea.  Muerte de perro.  Así habrá de ser nomás…

Chupó largo la chala y la tiró como una estrella que cae en la noche.

- Pero vea, padrecito.  Mucho más miedo le tengo a la vida que usté me ofrece.  Ahora estoy en lo mío.  Con mi gente.  En mi tierra.  La vida que usté dice es ajena.  No es la que tengo que vivir.  Por eso no voy con usté.  Yo habré cometido mucha hechurías, pero la peor de todas ¿sabe cuál debe ser?  ¿Sabe cuál, padrecito?

Y se miraban los dos, ojo a ojo, y una cosa cálida los unía mientras temblaba la pregunta en la voz sonora y provinciana del montonero.

- ¿Sabe cuál?  Traicionar el destino que Dios le ha marcado a cada uno…

Quedaron callados mucho tiempo.  Se dormía el fogón y las brasas sólo brillaban cuando una mano de zonda las limpiaba de cenizas.  Debía ser muy tarde cuando el cura dijo muy bajito:

-Así será don Santos…

Aparejaron las mulas al alba y el cura y el muchacho se devolvieron a Villa Dolores por esos arenales de Dios, en aquel calcinado verano del año 74.  Cuando el padre Brochero supo que lo habían matado en la cárcel de San Juan, comprendió que los dos habían tenido razón.  Y, misteriosamente supo que Santos Guayama andaría por algún cielo montonero, redimido por no haber querido traicionar su estrella.

Referencia

(1) Coyuyo: Chicharra.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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