La promesa

El 30 de mayo de 1862, a instancias del rector de la Universidad de Córdoba se firmó el tratado de La Banderita, por el cual el general Angel Vicente Peñaloza deponía su rebeldía contra el Gobierno Nacional, y éste aseguraba una amplia amnistía a los insurrectos.  Días después empezaba la desconcentración de las huestes del Chacho, bastante maltrechas por la persecución que el coronel Rivas les hiciera después de haber levantado el sitio de San Luis.

El soldado Nolasco Ferreira rumbeó para Malanzán con tres compañeros más.  Estaba contento.  Se había acabado la guerra.  La proclama decía que habían luchado equivocados, que el Gobierno Nacional no quería perseguirlos.  El General retornaría a Guaja en unos días más.  La guerra había concluido y Nolasco Ferreira estaba contento porque había cumplido con su jefe, porque no le había mezquinado el cuerpo al peligro y porque tenía un poncho nuevo, una cabezada de plata y una pieza entera de paño grueso metido en las alforjas, recuerdos todos de la toma de San Francisco, en San Luis.

Se le hizo larga la jornada hasta llegar a las casas.  Anduvieron desde antes de la madrugada hasta el mediodía; comieron cualquier cosa, patay o choclos asados, y cuando el sol bajó un poco, le siguieron pegando hasta la oración.  Ya cerca, Nolasco Ferreira sentía el saludo alegre del mistol y el garabato, la ulpishita que lo visteaba de lejos dándole su recatada bienvenida, el canto del rey del bosque y el perfil familiar de la sierra.  Sus compañeros se habían desgranado por el camino.  A Nolasco Ferreira le parecía que en estado de soledad sentía más en lo hondo la presencia amiga de sus cosas de siempre.

El rancho estaba unas leguas más allá del caserío, cerca de la Quebrada del Crujidor.  Dio un gran rodeo para no encontrarse con nadie.  ¡Quién lo viera a él, tan bailarino y fiestero, evitando la gente!  Pero es que no quería dialogar sino con el rescatado paisaje, con un acento que parecía perdido.  Entró por un sendero agreste, al fondo del sembradito.  Le hubiera gustado quedarse contemplando un rato el ranchito de adobe, el trabajoso verde del fondo cultivado, el corral de pirca donde guardaba la majada: le hubiera gustado imaginar con los ojos cerrados esos viejos contornos suyos para ver si los recordaba sin equivocarse o si la ausencia se los había borrado.  Pero el ladrido alerta de los chocos lo descubrió.  El caballo paraba las orejas y relinchaba bajito, homenajeando la querencia encontrada.  Nolasco Ferreira echó pie a tierra.  Su casa.  La mujer, los changos, las cabras, el maíz.  Era la paz.  No le pesaban los meses de fatigas y andanzas: pero se estaba mejor en casa.  Eso sentía Nolasco Ferreira en todo el cuerpo mientras abrazaba blandamente a la mujer, hecha una risa y un llanto estremecidos.

Cuando quedaron solos en el rancho, bien metida la noche (una confusa vidala en boca del último amigo que se volvía chumado) la mujer le dijo:

- Me has de prometer una cosa: que no te has de volver a ir por cosas de la guerra.

Nolasco Ferreira se lo prometió.  Ella se apretó más contra su cuerpo requemado de soles.

Carpió la huertita y estuvo limpiando de piedras un cuadro grande para hacer un melonar.  Tuvo que levantar una vara más la pirca, porque el león había entrado dos veces.  Empezó a amansar el potrillo zaino, que estaba pintando muy lindo.  Hubo que limpiar la represa, casi cegada por el barro.  El Angel lo ayudaba a traer las cabras al anochecer.  Cuando volvía a la casa, sintiendo el olor acre de la majada y bañándose en el polvo rojizo que levantaba, Nolasco Ferreira sentía que eso era la paz.  A veces iba hasta Malanzán, vendía una o dos cabritas o las cambiaba por vino sanjuanino.  Los días de lluvia se quedaba a trenzar cueros o a repujar un apero que había empezado a hacer antes de salir a la campaña.

Una secreta inquietud a veces lo desazonaba.  ¿Qué pasaría con el General?  Sabía que estaba en Guaja: le habían dicho que una vez bajó hasta Catuna, a la inauguración de la iglesia nueva.  Nolasco Ferreira, no sabía por qué, presentía algo malo.  Un día se llegaron al rancho dos oficiales de guardias nacionales.  Dijeron que venían a buscar las armas.  Nolasco Ferreira dijo que no tenía ninguna.  Cuando se fueron, después de quedarse un buen rato, sacó el viejo fusil de debajo de un montón de quinchas y envuelto cuidadosamente en trapos, blanco de grasa.  La mujer estaba hilando.  Lo miró, solamente, y él supo que le estaba recordando la promesa.  Tampoco él dijo nada: sólo acarició con flojedad el fusil y lo volvió a guardar.

Le llegaban noticias muy de tarde en tarde.  Que Ontiveros había andado haciendo hechurías por San Luis.  Que el Potrillo correteaba los pueblos de la raya sanjuanina.  Que en los departamentos del Poniente a todos los chachistas los perseguían y les sacaban las armas.  Que la gente estaba pobre y jodida y en todos lados clamaban al Chacho para que los aliviara.  Nolasco Ferreira se sentía un poco ajeno al descontento.  La mujer le había cuidado las cabras de la voracidad de la guerra: el Angel había sabido pasar tres y cuatro días escondido en lo fragoso de la sierra con la majada, comiendo quesillo y leche, esperando que los destacamentos se alejaran.  Además, la mujer había sembrado el maíz y ya los marlos asomaban entre las hojas jugosas.  La esquila también se había hecho en su momento: un vecino los había ayudado, y pudieron recoger como ocho sacos de lana.

No se podía quejar.  No estaba rico, ¡de adónde!, pero no pasaba hambre y los pesos que le dieron por el paño que trajo de la guerra los había convertido en ropa decente.  Cuando le contaban que los amigos andaban galgueando por unos reales, que casi todos habían hallado sus casas abandonadas, su hacienda robada, los sembradíos talados o comidos por el yuyal, Nolasco Ferreira sentía un recóndito egoísmo, una satisfacción vergonzante.  ¡Tuvieran una mujer como la suya, no les hubiera pasado nada!  Pero después se quedaba pensando y se sentía inquieto.  Le parecía que su bienestar era usurpado y que tenía la obligación de cargar con la miseria de todos.  Entonces se ponía a hacer los trabajos más rudos: carpía la tierra hasta deslomarse o llevaba piedras a la pirca hasta que las manos le temblaban.  Después se tiraba antarcas bajo el algarrobo y el suelo lo iba acechando como un moscardón cargoso.

Pasó el invierno y la primavera y el verano.  La Chaya fue triste, ese año: no había plata para engalanarse, ni ánimo para farrear.  Nolasco Ferreira ya ni bajaba al pueblo, para no escuchar malas noticias.  A veces algún amigo subía al rancho para que lo remediara: él le regalaba un cabrito o unos trapos.  Acudían a él como si no fuera el mismo de antes, como si ahora asumiera una jerarquía especial.  Le contaban.  Se venía la guerra de nuevo.  Todos querían terminar de una vez con la miseria que los acosaba.  El Gobierno Nacional no los auxiliaba.  En San Juan y en Córdoba hostilizaban a los grupos de antiguos montoneros que, corridos por la necesidad, trashumaban como paileros de un lado a otro.  El único que detenía la insurrección, era el General.  Había dado su palabra, y de allí no lo sacaban.  Había en los llanos, sed y hambre.  Gestos sañudos, voces hoscas.  Carencia.  Y un día, mientras volvía de la sierra con las alforjas cargadas de cilandro y poleo, Nolasco Ferreira vio una polvareda que se acercaba hacia Malanzán desde el sur.  El corazón le dio un vuelco.  Era la guerra.  Los compañeros se marchaban a pelear.  Y se dio cuenta de que se estremecía, no de temor, sino de ansia.

No le importaba perder su rancho, su hacienda.  Pero tenía miedo de sentirse envuelto en esa tentación de pegar un grito y salir también él al galope.  Recordó los ojos mansos de la mujer la otra vez, cuando le pedía que se quedara; se acordó de la promesa de la primera noche de la vuelta…  Bajó lentamente, con la vista fija en el cogote del caballo.  Era absurdo lanzarse a la guerra.  La miseria no se remediaba con guerra.

- ¿Qué no ha visto la polvareda…?

- No hi visto

Eso fue todo.

No podía dormir.  Sentía a su lado, sobre la cuja, la respiración acompasada de la mujer.  Estaba contento de haber cumplido la promesa: pero tenía miedo de creer que eso fuera un pretexto para no pelear.  Se imaginaba, instante a instante, lo que estaría ocurriendo en el campamento del General.  Veía, patente, las caballadas pastando bajo la alta noche, los fogones circundados de hombres, de lanzas, de decires, de silencios.  Veía al General conversando con los muchachos.  Oía, le parecía oír, el ruido de las armas, los sables cantarinos, las lanzas enhiestas, los codiciados fusiles.  Era una locura largarse.  El había prometido quedarse y se había quedado.  Aunque no hubiera prometido nada, igual se hubiera quedado.  No era él quien se largara a esa guerra de locos.  Pero, también pensaba, ¿no valía la pena una locura para dar sentido a su vida?  Era cosa de locos desafiar el poder del Gobierno Nacional desde los llanos desolados de La Rioja: pero, ¿era mejor quedarse a cultivar la tierra y cuidar las cabras mientras los compañeros iban a tentar el destino?  Estaba la promesa con su mujer, más ¿su lealtad al General no era nada?  Veía las filas desmelenadas de la montonera descolgándose sobre la tierra cordobesa, sobre la travesía puntana, sobre los valles sanjuaninos, y le parecía que había un puesto vacío, un coraje vacante.  ¿Faltaría él, Nolasco Ferreira a esa cita estremecedora con la muerte?

- ¿Nolasco Ferreira, el de Malanzán?  ¡Flojo el mozo!  ¡Estuvo en otras partidas, pero esta vez nos ha hecho falta!

Le parecía escuchar el comentario.  Sí: la campaña sería una locura, pero últimamente, ¿quién era él para decir si lo que mandaba el General estaba bien o mal?  Era fácil seguir al General cuando al ovillo se le veía la punta: el asunto estaba en seguirlo cuando la empresa parecía absurda, cuando todo presagiaba la derrota y el sacrificio estéril.  Ahí se veían los hombres.  Ahí estaba la cosa…

Daba vuelta sobre el catre y no dormía.  Al fin, ¿qué significaba eso de quedarse carpiendo la huertita y viendo parir las cabras?  Tal vez ni siquiera fuera cosa de hombres.  La mujer lo había hecho durante la ausencia y lo había hecho bien.  Para los hombres estaba hecha la vida dura, la muerte vecina, la fatiga, la victoria y la derrota.  Se habían ido todos.  Sólo él quedaba, levantando la pirca, limpiando la represa…

Casi sintió asco de sí mismo.  Entonces, la mujer, entre sueños, le pasó el brazo moreno sobre el pecho.  Nolasco Ferreira se decidió.

Todavía no amanecía cuando sacó el fusil de debajo de las quinchas.  Lo limpió amorosamente.  Oía caer el cri-cri de los chilicotes como gotas de agua sobre la noche palidecida.  Buscó el caballo y ensilló.  Se puso la mejor ropa: un gran sombrero chileno, un chaleco bordado y las botas altas.  No hubiera querido ver a la mujer, pero ella lo adivinó.  Al lado del mortero, abrigándose del airecito de la mañana con el rebozo nuevo, quedó ella mirándolo sin palabras.  El Angel todavía dormía.  Salió al paso, sin apurarse, como si saliera al campo.  No huía de un destino: retornaba a sí mismo, volvía a su vida de montonero atado a la suerte de los suyos.

Atrás quedaba una promesa incumplida, una tierra ansiosa, una mujer angustiada.  Apenas eso.

Al lado del sendero, un chañar le acarició el hombro ásperamente.  Pegó un grito:

- ¡Iuuujuuuuu…!

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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