“No es vida ya –pensaba el hombre mientras acarreaba la carretilla llena de mineral-. No es vida”. Nunca había sido buena la vida desde que llegara a Chile, junto con unos pocos hombres, muy pocos -¡después de haber sido tan muchos! –restos del ejército con que el coronel Felipe Varela alzara cinco provincias argentinas a principios del año 67. Cinco provincias argentinas enteras, sin que el Gobierno Nacional pudiera hacer nada para evitar la reacción federal que en pocos meses dominó todo el Poniente del país.
El hombre dejó la carretilla y se sentó en una piedra, golpeándose las manos agarrotadas de frío. Su recuerdo estaba viviendo tres años antes, en los tiempos gloriosos en que el coronel Varela (enhiestos los bigotes, calado el ancho sombrero blanco, altas las botas), arengaba a sus huestes antes de la batalla de Vargas.
“Queremos la paz con el Paraguay –les había dicho el Coronel- y la unión con los países de América. El ilustre general Urquiza apoya nuestra lucha contra los porteños que nos quieren mandar; y también el presidente de Bolivia, general Melgarejo. No tengan miedo de nada, muchachos, y metan lanza sin asco…”.
Pero esos ladronazos de los Taboadas no los dejaron pasar hacia La Rioja. ¡Qué día! Paulino Carrizo todavía sentía la boca seca cuando recordaba esa jornada. ¡Qué sed! Toda la siesta estuvieron bajo un solazo bárbaro, tratando de tomar el pozo de Vargas, un misérrimo jagüel que los santiagueños defendieron a fuego de cañón. Al final hubieron de desbandarse, y ciertamente perecieran de sed si no llueve a la oración.
Ahí empezó la mala suerte. El Coronel pudo rehacer la tropa y volver a cargar sobre La Rioja, pero ya habían llegado batallones nacionales y los fueron corriendo hacia el norte, hasta echarlos sobre Bolivia. Cada día que pasaba, la montonera se iba desflecando por las derrotas y las deserciones. Mas Paulino Carrizo había permanecido fiel a su jefe.
Fueron dueños de Salta una hora y de Jujuy un día, pero cada vez los iban acosando más hacia la frontera. Un año entero duró aquella correría. Dos o tres veces intentaron invadir de nuevo el país y al fin, ya un puñado de hombres desesperados, hambrientos y mal montados, pasaron a Chile por Atacama.
- Vamos cuyano, que hay que llevar el mineral al peso –dijo alguien que pasaba.
Paulino Carrizo salió de su ensueño y suspirando volvió a empuñar la carretilla. No era vida.
Dos años así. Los compañeros se habían desgranado por Chile. Algunos, los menos notorios, habían vuelto a sus pagos. Paulino Carrizo siguió al Coronel y fue a dar a Copiapó. No podía regresar a La Rioja. No habían olvidado allí la muerte de aquel liberal a quien degollaron en su casa, en Campanas, después de la derrota de Vargas. A él y a los otros que intervinieron en el suceso, los habían condenado a muerte en su rebeldía. Paulino Carrizo sabía que volver a La Rioja era ponerse frente al pelotón. Se había quedado, pues, con el Coronel. Estaba seguro de que cualquier día su jefe recibiría el mensaje de Urquiza anoticiándole que todo estaba pronto para la gran patriada. Entonces, él, Paulino Carrizo, entraría a La Rioja a su lado, cruzando el murallón helado de los Andes como lo hiciera el año 40 con el general Peñaloza, y de allí se largarían a voltear a los porteños. Cualquier día nomás, llegaría el mensaje. Tal vez por eso el Coronel se estaba siempre sentado mirando hacia el Naciente, fumando sin hablar, como si quisiera ser el primero en divisar el chasque. Fumando sin hablar, tosiendo mucho.
Cuando Paulino Carrizo se conchabó en las minas porque ya no le quedaba un real, tuvieron que separarse. Varela lo abrazó y a Paulino se le encogió el corazón cuando vio una humedad en los ojos hundidos del jefe. Le suplicó que no dejara de avisarle en cuanto recibiera el mensaje y después de pedir la bendición, se fue. Se fue con una cosa seca metida entre la garganta y la barriga. Ahora sí, se sentía exiliado.
Volvió a verlo dos o tres veces: lo encontraba cada vez más enjuto, con más tos, los ojos ansiando desesperadamente las lejanas montañas que lo separaban de la patria. Paulino no se animó a preguntarle nada del mensaje.
Y ahora, en ese día de invierno que le colaba el frío a través del raído poncho, venía a enterarse de que el coronel Varela había muerto. Y él allí, en esa cochina mina, pechando todo el día el mineral, sudando y helándose y ganando apenas lo suficiente para macharse los domingos a lo indio, solo, sin amigos, sin caballo, sin un peso en el tirador… No era vida ya, pensaba Paulino Carrizo. Y al acordarse de su Coronel, muriéndose solito, mirando hacia el Naciente entre tos y tos, al hombre le entraba una rabia y unas ganas grandes de echarse a morir también: sentía una lástima que le tironeaba la garganta y pugnaba por salírsele de la boca en palabrotas.
¡Cómo se chumó esa noche! Tomó vino espeso y áspero a grandes tragos, pero ¡qué había de ser ese vino mejor que el de pata que sabían hacer en su pueblo, allá en la Costa! El aguardiente le quemó las entrañas, mas no tenía el gusto del aguardiente de su pago. Lo dijo a grandes gritos tartajosos y después se chingó en Chile, en los salvajes collarejos y en el general Arredondo. Unos rotos que estaban bebiendo en otra mesa se le quisieron venir encima pero alguien los separó y lo llevó afuera. Allí, apoyado contra un palenque, pegó unos alaridos golpeándose la boca –como cuando se largaban a la carga, en los buenos tiempos- y juró que iba a degollar a todos los liberales de La Rioja, igual, igual que aquel de Campanas al que le metiera el cuchillo por el cogote.
Después que vomitó la rabia y el alcohol, se puso a llorar y quiso explicarle a la noche que a él se le había muerto la Patria y que quería volverse.
-Y cuando Paulino Carrizo dice que hai de volver, hai volver nomás, porque en la Rioja nadies es culo pa’asustarlo con que van a fusilarlo. ¿Me entienden, chilenos? Paulino Carrizo hai volver…
Se tiró al lado del camino, bajo la gélida noche de junio. Muy borracho estaba. No quería volver a la mina. Quería volver a La Rioja. Nunca había sentido tanta ansia en regresarse como esa noche. ¡Si pudiera! Ya estaba harto de estar lejos. Harto de la tonada cantarina de los chilenos, de su alegría, de la pacífica vida sin revoluciones ni sobresaltos de ese país que no entendía. Quería regresar al pago y la nostalgia lo hacía acezar.
No se emborracharía más, para poder juntar unos pesos y comprarse un caballo. Mejor, una mulita. ¡Tuviera esa mula parda que se agenció en San Juan, cuando se juntó con el ejército del Coronel antes de lo de Vargas! ¡Qué animal más rico para andar! Con esa bestia hubiera podido cruzar dos veces la Cordillera. Pero se la robaron en la retirada. Tendría que comprarse una. Tal vez en la mina, juntando peso a peso. Total, tenía que esperar hasta la buena estación para hacer el cruce. Con una mulita de buen paso, ni precisaba llevar alforjas. Solito pasaría. A la montaña le conocía los secretos y las mañas, las sendas, las aguadas, las vegas. Sabía adónde hay que cavar para arrancarle el cuerno que arde generosamente y calienta el cuerpo aterido; y en qué lugares crece la poposa, cuya infusión alivia cuando la altura oprime el pecho hasta ahogar.
Volvería. La decisión le llenaba el pecho de un caliente alborozo. Ahora sí que no le importaba la penuria de esa vida fiera. Ya tenía algo por qué sufrir, algo que lo ayudaría a seguir arrastrando carretillas. Volvía… Imaginaba, paso a paso, el camino de regreso, las grandes mesetas de negras arenas, el numeroso pedregal, las montañas que topan el cielo habitadas tan sólo por los guanacos veloces, las cumbres nevadas perfilándose a lo lejos. Entraría por Comecaballos o por Barrancas Blancas, según estuvieran los pasos, y se botaría hasta el llano ventoso y desapacible de Pucha Pucha. Allí hay que hacer noche y en la otra jornada se costea el río Blanco: agua dulce y buena vega escondidos en una hoya de altos paredones. Después dejando a la derecha la resplandeciente platería del Cerro Potro, se baja por los portezuelos hasta la laguna Verde, donde tal vez pudiera cazar una parina o una gallareta. Luego se repecha la infinita cuesta que lleva derecho al Alto del Peñón. Si arribaba, ya podía tenerse por salvado, porque en la Cordillera –bien lo sabía- nadie podía demorarse. Nunca se puede decir que el día claro no se va a deshacer en granizo o en nieve o en ese viento afilado que va haciendo tiras la cara del trajinante.
Y con dos días de marcha más desde el Alto del Peñón, ya podía elegir el camino sin cuidado. Por Vinchina o por Guandacol. Mejor no ir por Vinchina, porque podrían descubrirlo. Por Guandacol: allí estaba la vieja casa del Coronel Varela y había muchos amigos todavía. ¡Cómo se haría contar una y otra vez todas esas cosas que le urgía enterarse y que en Chile a nadie le interesaba! Tal vez allí sabrían si el ilustre general Urquiza estaba por empezar la revolución. Tal vez ya la había empezado… Y de los demás compañeros, ¿qué sería? ¡Qué de Santos Guayama, de Aurelio Zalazar, de don Lucas Llanos, de Sebastián Elizondo, del Potrillo, de Simón Luengo? Cuando se hubiera anoticiado de todo, seguiría hasta Hornillos, cara al Famatina, por el viejo camino que el Cerro Overo atalayaba, veteado de colorinches como un poncho. Hornillos: buen vino, buena gente. Y la roja cuesta de Miranda, donde derrotaron tres años antes al comandante Linares descolgándose de a uno en fondo por los farallones… Sañogasta, con su capilla y su San Sebastián bendito, ante cuya imagen se arrodillaría para agradecerle el feliz retorno. Si cruzaba en enero, tal vez llegaría a tiempo para la fiesta del santo. Y Nonogasta. Y Chilecito. Tal vez podía tener tanta suerte -¡bienhaiga!- que pillara una minga y el regreso entonces se le alegrara con tres días de farra… Preveía Paulino Carrizo el itinerario de su regreso, degustando en su sueño vinoso la antigua toponimia de sus pagos. Recordaba una vieja copla:
Un amor tengo aquí,
otro en Vinchina
y otro en la Plaza Nueva
de Famatina.
Famatina, Campanas; aquí rezaría una oración por el alma del liberal que degolló. Pituil, Antinaco, Chañarmuyu, el Famatina con sus pringues blancos en el tope, mirando con hostilidad el árido Velasco sobre la paz del valle. Y San Blas de los Sauces. Y después, bajar sin apuro hasta Aimogasta y allí quedarse, quedarse mucho tiempo, quedarse hasta aburrirse o hasta que el general Urquiza pegara el grito.
- Si volvés te fusilan.
¿Quién había dicho eso? Paulino Carrizo medio se incorporó sobre el barro helado y tajeó la noche sola con el espejo de su cuchillo. ¿Quién ha sido el futre que ha dicho que me afusilarían? ¿Por qué me van a afusilar? Yo lo maté porque estábamos en guerra y el liberal ése era muy nuestro enemigo. A mí no me importaba matarlo o no. Me lo ordenó el comandante Medina, el chileno, y yo me corrí hasta su casa, le echamos la puerta abajo y lo degollamos. Ni lo conocía yo. No lo hice sufrir nada. Limpito los despené, no como otros que solían degollar con el cuchillo mellado. O que en vez de cortar de una vez, empezaban y paraban por el solo gusto de ver sufrir al sacrificado. Yo no hice eso. Le eché la cabeza bien atrás, tirándole de la barba, y lo descabecé limpiamente. Le hizo ruido el cogote como cuando se toma vino de un pellejo: glo-glo.
¿Por qué me van a fusilar? En la guerra se permite todo. A mí, que en las guerras maté quién sabe cuántos, ¿me van a afusilar porque haya matado a uno en la cama? ¿No degollaban ellos también, y no nos metían en el cepo colombiano hasta que nos secábamos entre el mosquerío? Afusilarme a mí… No hai ser… Y, inútilmente, aunque así sea, volver a La Rioja bien vale el riesgo. ¡Mejor estar enteramente muerto en La Rioja que vivo en Chile! Si he cometido delito, tendré nomás que pagarlo. No sé. Yo no conozco las leyes, y a lo mejor fue delito nomás haber degollado al collarejo de Campanas…
Pero yo vuelvo. ¡Paulino Carrizo vuelve! A vivir o a morir, pero vuelve. A lo mejor lo hablo a don Nicolás Barros y él entiende que lo de Campanas no es como matar a un hombre. A lo mejor me deja trabajar tranquilo, criar cabras o plantar olivos… Yo nunca trabajé. No por no querer ni por ser flojo, sino porque la guerra nos arrebataba. Nadies nos enseñó a trabajar. En cuanto había un poco de tranquilidad, volvía la guerra. Siempre así, desde chango. Primero con el general Quiroga, después con el Zarco, más tarde con el general Peñaloza, ahora con mi coronel Varela… Ya viejo podría ver si también para eso sirvo. Total, un soldado debe saber de todo.
He de volver, nomás. ¡Cómo se alegrarán los olivos y las viñas, cómo me recibirá a las risadas Pujllay enharinado, cómo me abrazará el paisaje guiñándome el ojo redondo de la represa, pupila fija que está siempre mirando al cielo para ver si le llueve! Tiraré una piedra en la apacheta y entraré gritando: ¡Huija! ¡Paulino Carrizo ha vuelto, con uno y más pesos a convidar a los amigos y una gana grande de bailar medio punteado una zamacueca con la luna, usando una nube de pañuelo! Seguro que la gente se habrá olvidado un poco y el gobierno también. Linda va a ser la vida, sin tener mineral que arrastrar, sin que me haga frío…
Volviendo está el hombre. ¡Ay, mi coronel Varela si usté también pudiera largarse!
Una iluminada sonrisa condecoraba el rostro del antiguo montonero, cuando los mineros que salían para el socavón lo encontraron muerto, helado, al otro día.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).
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