Luego de ser rechazado el Acuerdo de San Nicolás, se producía en Buenos Aires la Revolución del 11 de setiembre de 1852. Urquiza, que se hallaba en Santa Fe para inaugurar las sesiones del Congreso, se enteró de la rebeldía porteña en la noche del 13 al 14 reaccionando violentamente. A las tres de la mañana escribió al general Galán diciéndole que el 16 o 17 estaría en Rosario con las fuerzas suficientes para dar un “castigo ejemplar a los revoltosos”. Varias proclamas y la circular a los Gobernadores de las Provincias prueban su furia y desilusión. Hasta pensó en echar por la borda su cara bandera de la organización nacional y separar a Entre Ríos y Corrientes. Por fin se serenó y decidió continuar la obra emprendida prescindiendo de Buenos Aires. A su vez las Provincias rechazaron la Revolución del 11; la vieron con antipatía y cerraron filas en torno a Urquiza.
Así estaban las cosas cuando el 1º de diciembre se subleva en la Guardia del Luján Hilario Lagos. La del general Lagos es, sin duda, una hermosa figura, bravo y caballeresco, se citan de él notables hazañas. Gustaba de los combates singulares, como el que sostuvo en Choele-Choel con el cacique Pitriloncoy o con el general unitario Pedernera en Famaillá. Cimentó su fama en la Campaña al Desierto (1833), y bajo Oribe, en las luchas contra Lavalle. Mientras Urquiza respondía a Juan Manuel de Rosas, lo acompañó en sus campañas del Litoral; al conocer los planes del general entrerriano marchó a Buenos Aires, y fiel al Restaurador, se batió denodadamente por él en Caseros. Después de la revolución setembrina, su amigo el general Flores, Ministro de Guerra, le ofrece el cargo de Comandante del Departamento del Centro, que Lagos acepta porque ya viene madurando el propósito de reincorporar por la fuerza la provincia rebelde, y un puesto de esa jerarquía le facilitaba enormemente las cosas.
Es posible que sus propósitos trascendieran y para mantenerlo sujeto y vigilado fue puesto bajo las órdenes del general Paz, nombrado general en Jefe del Ejército de Operaciones, un ejército que por cierto todavía no existía…
El 1º de diciembre Lagos se presentó en Luján con fuerzas a las que se fueron sumando numerosos contingentes de los pueblos vecinos. Ese mismo día lanza una proclama en la que dice, resumiendo los propósitos de su movimiento:
“Este digno compatriota hará la paz con nuestras hermanas las Provincias: pedirá la Organización Nacional bajo el sistema federal y conservará la Soberanía e Independencia de la provincia”.
El “digno compatriota” a que se refiere el general Lagos es el general Flores, que tomaría el poder al caer Alsina. Lamentablemente, Flores no respondió a sus esperanzas: no sólo lo traicionó, pasándose a las fuerzas de Buenos Aires, sino que actuó como emisario de los porteños en la poco noble tarea de sobornar a los jefes de la Confederación.
En una serie de bellas proclamas (1), Lagos habla del “Clamor Público” y “las masas” que lo siguen. Es probable que no exagerase; ya por aquellos días se había abierto paso en muchas conciencias la idea de que la separación de Buenos Aires era inconcebible. Oscuramente sentían que todos eran “una sola nación”.
El general Lagos ocupó tres días en organizar su movimiento en Luján; el 4 de diciembre marchó hacia Buenos Aires, acompañado por la admiración y entusiasmo de las gentes durante todo el camino. Sin embargo, el gobierno porteño le dio poca importancia, y siguió cursando despachos a jefes sublevados que apoyaban a Lagos. Mientras tanto el rebelde había acampado en Palermo y el día 6 se aventuró hasta el Parque de Artillería (hoy Plaza Lavalle), sin encontrar la menor resistencia; si hubiese continuado la marcha, sin duda la ciudad se rendía. Recién entonces los porteños se convencieron de la importancia del movimiento, y de que no estaban preparados para sofocarlo. Alsina renuncia y lo reemplaza Pinto. El general Paz es nombrado Ministro de Guerra, y con su reconocida eficiencia, se dedica a poner la ciudad en estado de defensa. Una vez más, como en Montevideo, será el alma de la resistencia.
Pinto envía comisionados a Lagos; las conversaciones duran todo el mes de diciembre, pero las posiciones son irreductibles; para los hombres de la revolución del 1º de diciembre, lo esencial es salvaguardar la unidad de la Nación; para lograrla, Buenos Aires debe acatar a Urquiza y reconocer al Congreso, dos puntas que para los hombres de la revolución del 11 de setiembre son inaceptables. La Provincia se debate entre las dos revoluciones casi simultáneas pero con opuestas banderas.
Combate de San Gregorio
Con su acostumbrada energía, los porteños intentan controlar la situación mediante la diplomacia (misión Paz) o la fuerza (invasión a Santa Fe). Fracasadas ambas, deciden tomar a los sitiadores entre dos fuegos, amenazándolos con milicias formadas en el sur de la Provincia. Se encomendó la misión a Pedro Rosas y Belgrano, Comandante del Regimiento Nº 11 de Guardias Nacionales de Caballería, que a la sazón se encontraba en Buenos Aires. –Pedro era hijo del general Belgrano y una ama de “importancia social” y “conocida actuación histórica” (lo dice Jacinto R. Yaben en sus “Biografías argentinas y sudamericanas). Vinculado a los Ortiz de Rosas, don Juan Manuel lo adoptó, por eso usaba los dos apellidos-. Hombre de gran fortuna, poseyó en los pagos del Azul, donde ejercía los cargos de Juez de Paz y Comandante del Fuerte desde 1837, 5 solares en el pueblo y 21 “suertes de estancia”.
Fue su segundo en la empresa el coronel Matías Ramos Mejía, hijo de uno de los hombres más ricos de la Provincia de Buenos Aires. Si el coronel Rosas y Belgrano fue más bien un hombre de frontera y por razón de su vinculación adoptiva se mantuvo junto al Restaurador, Matías se había pronunciado desde su juventud por los unitarios. Como integrante del cuerpo de Húsares de la Guardia, formado sólo por jóvenes distinguidos, acompañó a Lavalle en su sublevación contra Manuel Dorrego (1º de diciembre 1828), a través de todas sus campañas de la guerra civil, y lo acompañó hasta el final, en el loco peregrinaje hasta Potosí.
Con Pedro Rosas y Belgrano y 12 hombres de la mayor confianza, salen de Buenos Aires el 8 de diciembre; llegan a la Ensenada de Samborombón y desembarcan en el riacho de Ajó. Allí los esperaban los coroneles Agustín Acosta y Martín Teodoro Campos (2), que unían a su carácter de militares el de fuertes hacendados de la zona, y habían recibido órdenes de apoyar el movimiento. Sus propias estancias servían de puntos de concentración.
La amistad de Ramos Mejía, Campos y Acosta era lejana, y juntos sufrieron duras pruebas. Los tres fueron “Libres del Sur”, y unieron su suerte a la del desdichado Lavalle. Mientras los dos primeros acompañaron los restos de su jefe hasta Potosí, en aquella marcha dantesca, Acosta peleó en Rodeo del Medio y se exilió en Chile. Si en el 39 se definieron contra Rosas, enrolándose en las filas del culto partido liberal porteño, en el 52 se identificaron con el mismo grupo (al que se habían unido no pocos ex-rosistas), que no toleraba que la Provincia fuese puesta en pie de igualdad con sus hermanas ni privada de sus tradicionales rentas aduaneras.
En el campo insurrecto, Lagos tuvo conocimiento de lo que se preparaba en el sur. Pensando que las tropas reunidas por Rosas y Belgrano podían ser considerables, trató de seducirlo mediante uno de los hombres que lo conoció más de cerca, Antonino Reyes, el fiel escribiente y amigo del Restaurador. En carta a Agustín Costa, Pedro Rosas le comenta el episodio y califica al pedido de Reyes de “pretensión absurda”.
Por su parte el Gobierno de la Provincia prometió a los sureños 1.000 hombres de refuerzo; éstos debían llegar en dos barcos: “Merced” y “Maipú”, que entrando por el Salado desembarcarían en el “Rincón de López”. La empresa no era nada fácil, considerando que las naves debían burlar a la Escuadra de la Confederación, dirigida por el marino estadounidense John Halsted Coe, de larga actuación en el Plata. El vapor “Merced”, junto con dos goletas cargadas de armamentos, cayó en poder del vapor “Correo”, capitaneado por el marino argentino Mariano Cordero. Ni siquiera los chasquis que se enviaron a Rosas y Belgrano para advertirlo que no esperase ningún refuerzo llegaron a destino.
Otro fracaso para los estancieros del sur fue la entrevista de Matías Ramos Mejía con su antiguo amigo y compañero de infortunio el coronel Juan Francisco Olmos, que se desempeñaba como Jefe del Distrito entre la Capital y el Arroyo del Vecino. Formado también en la lucha contra el indio y reputado como baqueano, había hecho con Rosas la Campaña al Desierto, pero se pronunció contra él en el 39, siguiendo como Ramos Mejía la suerte de Lavalle hasta Potosí. Es lógico que su amigo considerase que podía afiliarlo a la causa. Sin embargo Olmos prefirió seguir a Urquiza, quizá porque cuando cayó prisionero en Vences (27 de noviembre de 1847), salvó la vida por especial concesión del general entrerriano. Este hecho personal le aparta de los tres amigos (Ramos Mejía, Acosta y Campos) de antaño. Dice Yaben (obra citada) que era Olmos “hombre de pocos alcances”, pero era el prototipo del soldado argentino del siglo XIX: eterno luchador, primero contra el indio, luego, abrazando un ideal partidario en la lucha civil y jugándose por él, siempre con valor indiscutido. Lo cierto es que por dos veces estuvo a punto de morir fusilado y las dos salvó la vida, primero por intercesión de Urquiza y luego, cuando en 1856 acompañó en la patriada a Jerónimo Costa, por especial pedido de la viuda de Lavalle.
Reunidos todos los contingentes, y ya incorporados 500 indios del Azul, las tropas de Pedro Rosas y Belgrano acamparon en las inmediaciones de Dolores. Entre el 6 y el 10 de enero comenzaron a moverse hacia el norte, en busca del río Salado.
Pedro Rosas determinó cruzar el río, a lo que se opuso su Jefe de Estado Mayor, Matías Ramos Mejía, por lo desventajoso que era tener el río a las espaldas en caso de cualquier sorpresa. Sin embargo lo cruzaron, no se sabe exactamente por dónde; por el “Paso de Venado” según algunas fuentes, o entre las estancias “La Postrera” y “El Callejón” según otras. Lo importante era no abandonar el curso del Salado, puesto que por él llegarían los prometidos refuerzos. Trataban de ocultar sus movimientos aprovechando montes y espadañas.
En el campo federal Hilario Lagos, cuyo cuartel general estaba en San José de Flores, conocía todos los movimientos de las milicias sureñas. Contra ellas comisionó al coronel Olmos, como conocedor de la zona. Olmos estaba cerca de la laguna de Lastra (3) (actual estación Monasterio del Ferrocarril Roca), cuando se topó con la vanguardia del Ejército del Sur. Hubo un momento de recio combate, que le costó a Olmos 15 muertos y 8 prisioneros, pero rápidamente el jefe federal se retiró hacia el norte, buscando tal vez la ciudad de Chascomús o la laguna “La Limpia”, por donde tenía una estancia.
Dice Bustamante (4) que la vanguardia porteña llevaba sólo 200 hombres, y Olmos 500; sin embargo éste rehusó el combate total, probablemente porqué sus órdenes eran explorar el terreno e informar de los movimientos del enemigo.
El éxito de los hacendados, si bien pequeño, sirvió para retemplar su espíritu, en un momento en que las frecuentes deserciones ponían en peligro la bisoña fuerza.
El grueso de las tropas federales venía marchando por el camino de San Vicente. Luego atravesaron el partido de Magdalena rumbo a Chascomús. Las mandaba el general Jerónimo Costa, figura romántica que bien podría ser, en el campo federal, el equivalente de Martín Campos en el campo sureño. Costa era el tipo de hombre absolutamente definido, con tal fe en su causa (en este caso la federal), que era capaz de servirla en las empresas más locas, incluso la que le costaría la vida en 1856. Demostró estas calidades en la heroica defensa de Martín García (1838) cuando como él mismo lo dice: “con noventa y seis valientes de que constaba la guarnición”, hizo frente a tropas francesas infinitamente superiores. Realizó luego las campañas contra Lavalle y Lamadrid y actuó en el sitio de Montevideo a las órdenes de Oribe. Enterado de que su jefe pensaba capitular ante Urquiza (octubre de 1851), la noche antes viajó a Buenos Aires en una fragata inglesa para ponerse a las órdenes de don Juan Manuel. Por él se batió en Caseros y lo acompañó al exilio en el mismo barco, según algunos autores en carácter de edecán y según otros como hecho puramente casual, e incluso en malas relaciones con el hombre por el cual peleó 20 años. Ni bien pisó Inglaterra regresó al país. Urquiza le reconoció el título de coronel y lo nombró Comandante en Jefe de la Guardia Nacional de Infantería. Así se disponía a luchar en San Gregorio. (5)
Sin embargo no mandó la acción porque se hizo cargo de las fuerzas el propio Jefe del Estado Mayor de Lagos, el general tucumano Gregorio Paz. Este era un hombre de notable experiencia: desde los 17 años participó en la Tercera Campaña al Alto Perú; primo del general Lamadrid, peleó por él contra Facundo Quiroga. A las órdenes del Gobernador de Tucumán, Alejandro Heredia luchó contra la Confederación Peruano-Boliviana y a la caída de Rosas, siguió sirviendo a Urquiza. Es natural que dada su foja de servicios Lagos le confiara la jefatura de las operaciones.
Las tropas del sur siguieron bajando por el curso del Salado hacia la hermosa estancia del “Rincón de López” (6), en las propias bocas del río, donde tenían que desembarcar los refuerzos que no llegarían. El día 20 levantaron su vivac frente al paso de San Gregorio; el lugar era propicio: llano, con agua y pastos abundantes; en una loma próxima, a pocos kilómetros de la orilla, acababa de levantarse el puesto de San Gregorio (en la actual estancia “Juancho”, de Miguens) con sus grandes ladrillos y su fogón eternamente encendido.
Ese mismo día 20 llegó al campamento el coronel Faustino Velasco, cochabambino, que a los 13 años siguió a Arenales en sus luchas por la liberación del Alto Perú. Hombre primero de Paz y luego de Facundo, se definió al fin por los unitarios y siguió las andanzas del “Manco” desde Caaguazú hasta el sitio de Montevideo, y aún en el destierro en Brasil. Aunque peleó junto a Urquiza en Caseros, abrazó después las banderas de Buenos Aires. Con él se repite lo ocurrido en el campo federal: Costa le entrega el mando a Gregorio Paz por su mayor edad y sus méritos; lo mismo hace Rosas y Belgrano con Velazco por las mismas razones.
Tampoco Velazco advierte lo riesgoso de la posición de su tropa, enmarcada por un río profundo a retaguardia y a la izquierda. No ordena cambio alguno de posición.
Ambos ejércitos adoptan, como se estilaba entonces, una disposición similar: la Artillería y la Infantería en el centro, y la Caballería formando ambas alas. Los efectivos de los rivales se componían como sigue:
Ejército de la Confederación: Caballería (por escuadrones a sable y lanza), 3.500 hombres; Infantería (un batallón con fusil y bayoneta), 600 hombres; Artillería (una batería, 6 cañones de 4, 6 y 8 pulgadas), 100 hombres; Total: 4.200 hombres.
Ejército de la Provincia de Buenos Aires: Caballería (por escuadrones, con armamento completo), 1.500 hombres; Caballería Indígena (con lanza), 500 hombres; Infantería (una compañía, con fusil), 100 hombres; Artillería (una batería, 3 cañones de 4 pulgadas, 50 hombres; Vehículos (6 carruajes de munición y equipaje), 150 hombres; Total: 2.300 hombres.
Las tropas de la Confederación eran superiores no sólo por el número de sus efectivos sino también por la veteranía de sus hombres, la calidad del armamento y el elevado espíritu combativo. Las tropas del sur estaban formadas por soldados bisoños, y dependían para completar su instrucción y armamento, de los refuerzos que vanamente esperaban. La única ventaja de los bonaerenses era su excelente y abundante caballada. Precisamente porque los numerosos caballos de refresco le dificultaban conocer el real número de sus adversarios, el general Gregorio Paz inició la lucha con suma prudencia.
Eran las 9 de la mañana del sábado 22 de enero de 1853. Inicia el ataque la veterana caballería de la Confederación, pero es rechazada hasta sus propias líneas. Las artillerías cambian algunos disparos.
Algo más lejos, al abrigo de una alta espadaña, los indios auxiliares de ambas fuerzas celebran un “parlamento” (7); como resultado de la conferencia se retiran del campo de lucha, cruzando el Salado hacia el sur, demostrando con su actitud que no les interesaba ni pelear ni morir por los cristianos.
Pasado este momento de expectativa. Olmos arenga a sus hombres. En respuesta, el teniente coronel Nicanor Otamendi ordena el ataque a su escuadrón, pero los hombres se niegan a combatir y le toman prisionero. Se suceden las defecciones en el Ejército Porteño. Entonces, una carga arrolladora de la Caballería Federal, como esas que decidieron la suerte de tantas batallas, llega hasta la retaguardia de los porteños. El escuadrón de Martín Campos (400 hombres) no pudo aguantar la arremetida firme y profunda de los jinetes federales y se desbandó casi sin luchar. Su jefe huyó con un pequeño grupo en dirección a las sierras, pero perseguido cayó prisionero y fue llevado a Dolores; allí el coronel Olmos, sin piedad para su antiguo compañero de infortunio, lo mantuvo toda la noche en el cepo. Luego, engrillado con el estanciero Juan Ramón Ezeiza, los mandó ayuntados y enancados en pelo hasta el cuartel general de San José de Flores. Lagos, que no gustaba de tales exhibiciones, inmediatamente les hizo liberar y les permitió alojarse en una casa particular. Más tarde a ruego de su esposa, le permitió a Campos (8) trasladarse a la Capital con su hijo Gaspar, que por coincidencia también se hallaba prisionero en el campo federal; repuesto, y según las palabras empeñadas, regresó a su cautiverio; entonces Lagos generosamente le dio completa libertad.
El coronel Agustín Acosta pensó salvarse arrojándose al Salado, pero el río encajonado y profundo se lo llevó. También el río detuvo a otro jefe, el coronel Faustino Velazco, que alcanzados por sus perseguidores fue degollado. Tenía 53 años.
En cuanto a Pedro Rosas y Belgrano, su suerte fue algo mejor; cayó prisionero del capitán Eusebio Laprida, que le respetó la vida y lo envió a San José de Flores. Allí los almirantes de las escuadras francesa e inglesa intercedieron por él, y finalmente fue liberado. Aún en carácter de prisionero, se le permitió alquilar una casa en Luján para habitar con su familia. Terminado el sitio se retiró a su feudo de Azul.
Entre los actores de San Gregorio sería injusto olvidar a un joven de 18 años, que enviado al campo para mejorar su salud, aprendió a hacerse gaucho y a sentir adentro a la pampa y sus hombres. En la ocasión quiso unir su suerte a la de esos estancieros que eran sus amigos y sus modelos y se plegó a Pedro Rosas y Belgrano. Se llamaba José Hernández, y fue de los que logró ganar la pampa abierta, junto con Ramos Mejía.
Tranquilamente, a las 5 de la tarde, el general Gregorio Paz pudo escribir a Lagos el primer parte de la batalla. El relato es breve y le promete “tan pronto como recoja los conocimientos precisos”, el parte detallado de la victoria. El documento original se ha perdido; se conoce por una copia autenticada por Antonio Reyes. En cuanto al parte detallado tampoco se ha encontrado, y no se sabe siquiera si llegó a enviarse.
Mientras tanto se realizan conversaciones al más alto nivel, que culminan con el Acuerdo del 9 de marzo, triunfo rotundo para Buenos Aires, pero motivo de la cólera de Urquiza que dio por terminadas las negociaciones. Es de hacer notar que para nada se consultó a Lagos, que en definitiva representaba a la campaña bonaerense y era quien había puesto en aprietos al Gobierno de la Provincia.
El 17 de junio la triunfante Escuadra de la Confederación inicia el bloqueo del río. Inexplicablemente, Urquiza no supo o no quiso aprovechar este momento favorable para intentar el asalto a la ciudad, influido quizá por la opinión de Lagos, porteño de corazón, que vanamente esperaba que la ciudad se entregase sin necesidad de someterla.
Paralelamente, el Congreso daba cima a su tarea. La Constitución fue sancionada el 1º de mayo; el día 25 fue promulgada; ese mismo día la juran las tropas de Lagos, más fuerte que nunca.
A pesar de todo los porteños no se daban por vencidos: sus agentes pululaban por el campo federal con cartas insidiosas y buen dinero. Fracasado el intento de seducir al Ejército, lo intentan con la Escuadra. Esta vez tienen éxito: John Halsted Coe (9), norteamericano al servicio de la Confederación, se entregó con toda su flota, entrando al puerto de Buenos Aires en la madrugada del 20 de junio de 1853, por 26.000 onzas de oro recogidas febrilmente entre los más caracterizados porteños. Otra vez para los dueños de la Aduana se cumplía el aforismo: “poderoso caballero…”
Dueños de la Escuadra y dominando el río, sólo quedó Lagos, pero sus batallones empiezan a defeccionar. Muchos de sus hombres no quieren ver a su Provincia separada del resto de la Confederación, pero tampoco la quieren decapitada, y el Congreso acaba de consagrar por Ley la Capitalización de Buenos Aires.
Urquiza comprendió que todo estaba perdido. Su carta de triunfo había sido mal jugada. Los ministros de Gran Bretaña y Estados Unidos, así como el jefe de la escuadra francesa median en un conflicto que ya llevaba ocho meses. Urquiza se retiraría con todas sus fuerzas nacionales; en cuanto a Lagos, desarmaría su Ejército, que depositaría las armas donde lo determinase la Provincia. A su vez ésta se comprometía a pagar las deudas de los sitiadores hasta dos millones de pesos y a entregar pasaportes a quienes lo solicitasen para abandonar el país.
Muy astutamente Urquiza empañó el triunfo de Buenos Aires firmando con los ministros de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos sendos tratados de libre navegación. Así, si la ciudad vencedora dominadora del río, se animaba a impedir el comercio de la Confederación, ciertamente no se animaría a enfrentarse con tres países de tanta importancia, que eran por otra parte sus clientes mimados.
La aventura se acaba, Lagos y un grupo de sus fieles se retira hacia Santa Fe.
Referencias
(1) Redactadas por su secretario Marcos Paz, futuro Vice-Presidente de la República (1862-1868).
(2) Campos había mandado el “Escuadrón Sagrado” en la Batalla de Chascomús (7 de noviembre de 1839), después de la derrota logró llegar al Tuyú y embarcarse en una nave francesa.
(3) En los campos de Domingo Lastra, uno de los “Libres del Sur” muerto en la batalla de Chascomús (7 de noviembre de 1839).
(4) La obra de José L. Bustamante “Ensayo histórico de la defensa de Buenos Aires contra la rebelión del ex-coronel D. Hilario Lagos”, es muy importante porque fue publicada al poco tiempo de estos hechos (1854).
(5) Fracasado el sitio, y siempre obsesionado por ideas de reincorporar a Buenos Aires, lo intentó en 1854, siendo derrotado en El Tala por el general Manuel Hornos. Volvió a intentarlo en 1856, y esta vez no sólo halló la derrota, sino también la muerte. Por orden del Gobernador Pastor Obligado, fue fusilado sin proceso y su cadáver abandonado en el campo. Es uno de esos gastos que humanizan el espanto de las luchas civiles. Mercedes Rosas de Rivera, hermana de Juan Manuel, fue a buscar el cadáver en su coche y personalmente lo condujo al cementerio.
(6) Fue posesión de Don Clemente López Osornio, abuelo del Restaurador.
(7) Parlamentan con Coyinao, el cacique que venía con las tropas de la Confederación.
(8) Campos era el padre de los después generales Julio, Luis María y Manuel Campos, y del coronel Gaspar Campos.
(9) Coe se lució en la Guerra contra el Brasil, bajo las órdenes de Brown. Luego, al servicio de Rivera, peleó contra su antiguo jefe. Más tarde ofreció sus servicios a Urquiza. Estaba afincado en Buenos Aires, y muy vinculado a familias porteñas, ya que su esposa era hija de Juan Ramón Balcarce.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Lahourcade, Alicia N. – San Gregorio, una batalla olvidada.
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Año XI, Nº 126, noviembre de 1977.
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