En diciembre de 1847 trasciende en Buenos Aires la fuga de la señorita Camila O’Gorman con el sacerdote Ladislao Gutiérrez. Era Camila una bella joven de 19 años, criada en los rígidos principios de la educación española, que dominaban en el hogar honorable y respetado de sus padres. Artista y soñadora; dada a lecturas de esas que estimulan la ilusión hasta el devaneo, pero que no instruyen la razón y el sentimiento para la lucha por la vida; y librada a los impulsos de cierta independencia enérgica y desdeñosa, había llegado a creer que era demasiado estrecho el límite fijado a las jóvenes de su época, y no menos ridículos los escrúpulos de la costumbre y las imposiciones de la moda. Continuamente se le veía dirigirse sola desde su casa recorrer las librerías e Ibarra, de la Merced, o de la Independencia, en busca de libros que devoraba con ansia de sensaciones; a visitar a sus amigas sobre quienes primaba por la elegancia con que se ataviaba con arreglo a su gusto especial; al almacén de Amelong (luego Cornú) o al de Guion, en busca de las últimas partituras o “scherzos” que cantaba al piano con voz impregnada de sentimentalismo, como si llamase con estas armonías a las armonías que vibraban gratísimas en el fondo de su alma enamorada. Sola también, y muy a menudo, se dirigía a la iglesia del Socorro, y se la veía arreglando altares y tomando la iniciativa en las festividades religiosas, acompañada del cura Gutiérrez.
Ladislao Gutiérrez era un joven de Tucumán, que vino a la capital recomendado al general Rosas y al canónigo Palacio. Este último lo tomó bajo su protección, lo indujo a que abrazase la carrera eclesiástica. Y cuando se hubo ordenado sacerdote y vacó el curato del Socorro, el obispo Medrano le confirió este beneficio. Pero Gutiérrez sintió a poco que ni su espíritu ni sus inclinaciones se avenían con el sacerdocio. En su pecho ardían las pasiones en un fuego semejante al que levantan las tierras volcánicas de su país; y en su palidez aflictiva, y en las miradas melancólicas y contemplativas de sus brillantes ojos negros, se reflejaba algo como la aspiración suprema de un bien cuya posesión se persigue día por día, la grata visión del porvenir, algo como esas llamaradas de la lucha enérgica del alma con el alma que acusaban a Bruto ante la mirada de águila de César. Camila O’Gorman había inspirado un violento amor al sacerdote; y él, hombre ante todo, acarició esta pasión con todo el entusiasmo de su alma virgen.
Cuando Camila no estaba en la iglesia era porque Gutiérrez estaba en casa de Camila; sin que ni esto, ni sus excursiones a caballo por los alrededores de la ciudad, ni la intimidad con que se trataban, ni los obsequios que le hacía el sacerdote, indujese a los que presenciaban tales relaciones a formular una acusación contra la joven, escudada todavía por la honorabilidad y virtudes de su casa y su familia. Un día de diciembre de 1847 Camila le balbuceó a su amante que se sentía madre. Y a impulsos de la fruición tiernísima que a ambos les inspiró el vínculo que los ligaba ya en la tierra, resolvieron atolondradamente irse de Buenos Aires, lejos de la familia, de los amigos y de todos. Sabían que la sociedad los condenaría y que su felicidad, como los juicios de Dios, no podía tener testigos. El 12 de diciembre Camila abandonó su casa, Gutiérrez su curato, y desafiando el escándalo, sin protección y sin recursos, sin saber propiamente adónde iban, se dirigieron hacia el lado de Luján llegando a Santa Fe. De aquí pasaron al Paraná donde obtuvieron pasaporte bajo los nombres de Máximo Blandier, comerciante y natural de Jujuy, y Valentina San, esposa del primero; y de Entre Ríos siguieron a Corrientes, estableciendo en el pueblo de Goya una escuela para ambos sexos. Allí vivían felices ganando su pan diario.
Todo Buenos Aires se apercibió del escándalo. Algunos miraron ese hecho a través de los vagos perfiles de un romance, cuyos primeros ecos no les fue difícil recordar con la indulgencia que inspira a las almas generosas el sacrificio de un amor consagrado por el soplo que unió dos almas en un momento que fue un mundo. Muchos derramaron la hiel sobre el escándalo, llamando en su ayuda las pasiones innobles, como para crearse títulos a la consideración que quizá no merecían. No pocos explotaron el escándalo para desahogar sus rencores partidistas contra el gobierno, y fueron los que más partido sacaron, que consiguieron al fin lo que diabólicamente pretendían.
Rosas no tuvo conocimiento de la fuga de Gutiérrez y de Camila sino varios días después que ella se verificó. La familia de la joven y el Clero, que la supieron al punto, la ocultaron con fundados motivos respectivamente. La familia, por razones de honor y con la esperanza de encontrar a la joven y de hacerla volver sobre sus pasos. Y el Clero porque esperaba igualmente con el regreso del prófugo, cuya huella hizo seguir, poder velar la verdad y atribuir su ausencia a cualquier causa que acallase el escándalo. Es que, aun prescindiendo de la tirantez de sus relaciones con el poder civil, el Clero temía que este escándalo recayese ruidosamente contra él mismo… El hecho de Gutiérrez era un más allá del camino trazado por los más encumbrados; y, probablemente, el pueblo, el gobierno, la sociedad toda, creerían que era necesario oponerle un dique que quizá envolviese a muchos otros… El presbítero Manuel Velarde, teniente cura del Socorro que fue, entre otros, en busca de Gutiérrez, regresó sin saber nada de éste. (1) El obispo, el provisor, el canónigo Palacio agitaron sus pesquisas sin resultado; y fue recién ante la inminencia de un peligro que les alcanzaba, cuando se apresuraron a poner ese hecho en conocimiento del gobernador.
El obispo manifestó en su nota que tal hecho “constituía un procedimiento enorme y escandaloso… contra el que fulminaban las penas más severas la moral divina y las leyes humanas”. El provisor participaba al gobernador el “suceso horrendo” pronunciándose en sentido análogo al del obispo. El canónigo Palacio, en una larga y detallada carta que le dirigió a Rosas sobre el particular, le dice: “Pensé que la denuncia correspondía al teniente cura de su parroquia. Por otra parte, “el tamaño del atentado”, y el interés que mostraba la familia en disimularlo, me pusieron en un conflicto que sin duda no me dejaba expedito para acertar con lo que mejor convenía”. El desgraciado padre de Camila, en la desesperada alternativa de su dolor y de su honor herido, creyó deber dirigirse también al gobernador clasificando ese hecho de “atroz y nunca oído en el país”, y pidiendo se hiciera condigna justicia. (2)
Los que estuvieron cerca del gobernador deponen que este escándalo lo mortificó visiblemente. El sabía cómo vivían los personajes del Clero desde la época anterior a su gobierno; pero se cuidaba de entrometerse a levantar velos que pondrían de manifiesto ante la sociedad una serie de escándalos. No se conformaba con que le hubieren ocultado estudiadamente la fuga de Camila y de Gutiérrez los mismos personajes que tan acerbamente clasificaban el hecho diez días después de producido, cuando los señalados ya como criminales habían tenido tiempo de eludir la acción de la justicia. Su autoridad, el principio de autoridad cuyo desconocimiento él no concibió jamás, quedaría burlada, y él vendría a ser el blanco de sus enemigos quienes seguramente tenían aquí asunto que explotar.
Sin perder los instantes, Rosas puso en movimiento la policía, hizo fijar en los sitios más apartados carteles con la filiación de los prófugos y envió esta filiación a los gobiernos federales, encareciéndoles la captura y remisión de Camila y de Gutiérrez. La imprudente confianza de éstos lo ayudó. Gutiérrez fue reconocido, y en seguida denunciado a las autoridades de Goya donde permanecía. El gobernador Virasoro se lo comunicó así a Rosas, y le remitió los prófugos a Buenos Aires en un buque de vela. Rosas, le ordenó al jefe de policía que hiciese asear un calabozo en la cárcel y lo amueblase para conducir allí oportunamente al cura Gutiérrez; que hiciese arreglar dos habitaciones en la Casa de Ejercicios para alojar cómodamente a Camila. Al capitán del puerto le ordenó que prohibiese toda comunicación con el buque que conducía a los prófugos; y que de acuerdo con aquel funcionario desembarcase a media noche a Camila y a Gutiérrez y los condujese a los destinos indicados, guardándose entretanto la mayor reserva.
“Convenidos otros arreglos para la instalación de Camila, como ser el de un subsidio para la Casa de Ejercicios, el modo cómo debía de llevársele la comida -me escribe el señor don Pedro Rivas, oficial de secretaría de la Policía y quien acompañó a su jefe en todas estas diligencias-, pasó el jefe de policía llevándome en su compañía a la cárcel del Cabildo y ordenó al alcalde que inmediatamente hiciera asear el calabozo para recibir un preso que debía ser tratado con la mayor consideración; advirtiéndole que se mandarían los muebles necesarios, ropa, etc., y que el alimento le sería llevado diariamente de una fonda. Dos días después el calabozo bien blanqueado encerraba los pocos muebles y más indispensables que cabían en él. Las dos piezas cedidas en los Ejercicios estaban también amuebladas, pero éstas con elegancia y hasta con todas aquellas minuciosidades que la coquetería femenil hace indispensable para el tocador de una joven educada en buena sociedad. La sirviente estaba allí aguardando las órdenes de su señora. Este departamento, como el de la cárcel, había sido arreglado por la mueblería del señor Blanco, situada frente a la iglesia de San Juan”. (3)
Se ve, pues, que lo que se propuso Rosas fue librar al cura Gutiérrez a la justicia ordinaria para que el fallo de ésta sirviese de lección severa al Clero, y recluir a Camila en la Casa de Ejercicios durante el tiempo que lo creyeran prudente los padres de esa niña. Pero todo conspiró contra los desventurados prófugos. La mole de plomo del Dante descendía sobre sus cabezas empujada por inspiraciones infernales. Los enemigos de Rosas explotaron el escándalo con una crueldad singular. Desde luego le asignaron proporciones monstruosas, haciendo el proceso con severidad draconiana y señalando los famosos criminales al fallo de la justicia inexorable. Y al librarlos al oprobio público se fingían indignados de la impunidad que les aguardaba, merced a la corrupción que fomentaban las autoridades de Buenos Aires; calculando que esto exacerbaría a Rosas y que lo induciría a dar un desmentido tremendo que les proporcionaría a ellos una oportunidad brillante para lapidarlo. Tal fue la campaña que abrió la prensa de Montevideo.
“En Palermo –escribía “El Comercio del Plata”- se habla de eso como de cosas divertidas, porque allí se usa un lenguaje federal libre. Entretanto el ejemplo del párroco produce sus efectos. Ayer un sobrino de Rosas intentó también robarse otra joven hija de familia, pero se pudo impedir a tiempo el crimen. Cualquiera de los dos es de la escuela de Palermo. El crimen escandaloso cometido por el cura Gutiérrez es asunto de todas las conversaciones. La policía de Rosas aparentaba o hacía realmente grande empeño por descubrir el paradero de aquel malvado o de su cómplice, más bien de su víctima”. Y ensañándose con Gutiérrez y calumniándole todavía, y señalando ya la pena que merece, y que las autoridades deben imponerle para no aparecer como consentidores de criminales famosos, prosigue “El Comercio del Plata”: “El infame raptor había sido colocado de cura por el canónigo Palacio. La familia a quien aquel criminal ha hundido en la deshonra pertenece a la parroquia confiada a tan indigno párroco. La joven que se dejó seducir por el infame manifestaba el deseo de tomar el hábito de monja: después de cantar en la iglesia desapareció con el raptor, quien completó su villanía, según se nos asegura, robándose alhajas del templo. ¿Hay en la tierra castigo bastante severo para el hombre que así procede con una mujer cuyo deshonor no puede reparar casándose con ella? (4)
Esta propaganda inaudita produjo los efectos deseados. Rosas, sin reflexionar que descendía al bajo fondo a que pretendían llevarlo las declamaciones convencionales de sus enemigos, se decidió a imponer el castigo ejemplar que éstos demandaban. Y abocándose al asunto con febricitante preferencia, lo pasó en consulta a juristas reputados. Estos le presentaron sendos dictámenes por escrito. Estudiaban la cuestión del punto de vista de los hechos y del carácter de los acusados ante el derecho criminal, y colacionándolos con las disposiciones de la antigua legislación desde el Fuero Juzgo hasta las Recopiladas, resumían las que condenaban a los sacrílegos a la pena ordinaria de muerte.
En estas circunstancias el buque de vela a cuyo bordo venían Camila y Gutiérrez con destino a Buenos Aires, fue arrojado por un fuerte viento a la costa de San Pedro; y su comandante le manifestó al jefe de ese punto que le era imposible seguir hasta la Capital, pidiéndole que se recibiese de los presos. Este jefe que no tenía órdenes superiores al respecto, remitió los presos al campamento de Santos Lugares y dio cuenta de todo al gobernador de la provincia. Al día siguiente cundió la noticia en Buenos Aires; y el desdichado padre de Camila se apersonó a Rosas en solicitud de un pronto y ejemplar castigo. Y con rapidez aterradora Rosas le ordenó al mayor Antonino Reyes, jefe de Santos Lugares, que los incomunicase, les pusiese una barra de grillos y les tomase declaración remitiéndosela inmediatamente. En la madrugada siguiente, esto es, el 18 de agosto, recibió Reyes la orden de Rosas de que hiciese suministrar a los presos los auxilios de la religión y los hiciese fusilar sin más trámite.
El mayor Reyes se quedó absorto. Ni él, ni los funcionarios que recibieron con anterioridad órdenes que no hacían temer por la vida de los prófugos; ni nadie más que aquellos que acariciaban los medios conducentes a derribar a Rosas, podían imaginarse que el gobernador, erigiéndose en pontífice y en censor de las costumbres, como los Césares romanos, decretaría esa muerte, así, como tocado por el vértigo, y cuando la situación política se normalizaba al favor de una prosperidad visible y de una administración templada que aceptaban los mismos que hasta poco antes la combatieron.
Camila estaba enferma y transfigurada. Las huellas del sufrimiento y de la miseria velaban su fisonomía como palmas fúnebres de la corona de su martirio. No se demostraba abatida, que el orgullo de los corazones fuertes galvanizaba su fibra en los momentos supremos de su vergüenza y de su ruina. La sociedad y el mundo la condenaban; pero ella, con la abnegación de quien da la sangre y la vida en sacrificio, se había creado el mundo de cuya luz y de cuyo aire vivía. Era Gutiérrez. Su primera palabra fue preguntarle a Reyes qué suerte correría Gutiérrez. Reyes le había dispensado todas las consideraciones posibles en su posición; y no se atrevió a decirle la verdad terrible que lo abrumaba. Esperaba una contraorden de Rosas. En la misma mañana del 18 de agosto despachó un chasque con una carta para la señorita Manuela de Rosas, en la que le avisaba lo que ocurría pidiéndole que intercediera por Camila; y con un oficio en que le comunicaba a Rosas que la reo estaba encinta. El oficial de servicio en Palermo don Eladio Saavedra, entregó carta y oficio a Rosas, quien los devolvió a Reyes con una carpeta en la que le apercibía fuertemente por haber demorado en dar cumplimiento a las órdenes del gobernador de la Provincia.
Recién entonces Antonino Reyes encomendó al mayor Torcida el deber de comunicarles estas órdenes a los presos y de presentarles los sacerdotes para que los auxiliasen, y encargó al mayor Rubio de la ejecución, retirándose él a su alojamiento abrumado por la tragedia que se iba a representar allí. El sacerdote que confesó a Camila le realizó el “bautismo por boca” “por las dudas si había preñez”, de acuerdo a los documentos de la época (5). Antes de marchar al patíbulo, Gutiérrez llamó a Reyes y con amoroso anhelo que traicionaba su serenidad de hombre le preguntó si Camila iba a ser fusilada también; y cuando supo la verdad escribió en una trilla de papel que le entregó a Reyes: “Camila: mueres conmigo: ya que no hemos podido vivir juntos en la tierra, nos uniremos ante Dios. Te abraza – tu Gutiérrez”.
Este fue el último canto del poema, el último beso. Un instante después Camila y Gutiérrez son respectivamente conducidos en una silla y por cuatro hombres al lugar de la ejecución. La venda sobre los ojos que no verán más la luz. El frío de la muerte que azota implacable entre redobles de tambor. El cuadro de acero que estrecha el espacio y ahoga las palpitaciones del corazón jadeante. Los tiradores avanzan cuatro pasos que repercuten en las entrañas. Ya no es la vida lo que alienta: es el espíritu del creyente que llama al espíritu de Dios. Pero se siente la vida en el ruido seco de las armas que se bajan. Son los ecos del movimiento, que preludian como en un infierno el movimiento de la descomposición de la carne; de la carne, en cuyas fibras íntimas Camila siente los últimos estremecimientos del inocente fruto de su amor… Se ve, sí, se ve como en el paroxismo horroroso de un sueño, la señal del oficial… Y el último tiro agosta el germen de la vida que palpitaba un segundo todavía. Y al despejarse la nube de ocho fogonazos, los soldados contemplan mustios dos pechos destrozados entre sangre humeante, monstruosa sanción de la justicia bárbara de los hombres…
“Treinta y siete años después –dice Adolfo Saldías- visitaba yo con el mismo mayor don Antonino Reyes el antiguo campamento y cárcel de Santos Lugares. La casa estaba abandonada y en ruinas. Doblando a la izquierda de un gran patio cubierto de malezas y allá en el fondo nos detuvimos. “Este fue el calabozo que ocupó Camila; el mejor que pude darle”, me dijo Reyes melancólicamente. Miré adentro. Era una celda pequeña, pero adonde penetraba un rayo de sol y de donde se veía el cielo. El techo amenazaba derrumbe. El suelo cubierto de hierbas. Creí distinguir alguna inscripción en el muro ennegrecido. Me aproximé más y vi claramente: 18, y más abajo: Pob… Esta cifra y estas letras, trazadas por la mano de Camila, expresaban sin duda una fecha querida para ella y un recuerdo de su dolor que con esa fecha se vinculaba. Siguiendo a lo largo de los calabozos llegamos al patio interior que mira al N. E., y el antiguo jefe de Santos Lugares me indicó el extremo de enfrente diciéndome: Allí fue fusilada Camila”.
Esta ejecución bárbara que no se excusa ni con los esfuerzos que hicieron los diaristas unitarios para provocarla, ni con nada, sublevó contra Rosas la indignación de sus mismos amigos y parciales, quienes vieron en ella el principio de lo arbitrario atroz, en una época en que los antiguos enemigos estaban tranquilos en sus hogares, y en que el país estaba indudablemente en las vías normales y conducentes a su organización. Esta circunstancia, digna de notarse, fue lo que anunció a los que sabían ver más lejos, que el poder de Rosas se minaba lentamente y que su gobierno tocaba a su término. Por el contrario Rosas (y esto muestra que este hombre singular había llegado a connaturalizarse con la omnipotencia del mando precisamente cuando degeneraba intelectualmente bajo el peso de veinte años de labor inmensa, ruda y continua), estaba realmente convencido de la bondad de su proceder, y de que esa ejecución era un justo desagravio a la moral y a la vindicta pública ultrajadas, y un correctivo necesario para prevenir la repetición de actos que herían profundamente los principios vitales de la sociedad. Así lo dijo a varias personas, así lo repetía “La Gaceta Mercantil”, contestando a “El Comercio del Plata”, el cual fustigaba hipócritamente a Rosas por el hecho que había provocado. (6)
Y tan arraigada fue y se conservó en él esta creencia, que veintidós años después le respondía desde Southampton a un amigo de Buenos Aires que le pedía datos sobre el particular. “Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y Camila O’Gorman, ni persona alguna me habló ni escribió en su favor. Por el contrario todas las personas primeras del Clero me hablaron o escribieron sobre este atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo, para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creí lo mismo. Y siendo mía la responsabilidad, ordené la ejecución. Durante presidí el gobierno de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, con la suma del poder por la ley, goberné según mi conciencia. Soy, pues, el único responsable de todos mis actos; de los hechos buenos como de los malos; de mis errores y de mis aciertos”. (7)
Con fecha anterior dirigió una carta sobre el mismo asunto, en la que hacía declaraciones más explícitas a favor de personas acusadas. La prensa de Buenos Aires se enconó contra el doctor Vélez Sarsfield, quizá porque este reputado estadista no se mostró dócil a las exigencias de las facciones; y lo acusó de haber servido a Rosas y de haberle aconsejado el fusilamiento de Camila y de Gutiérrez. Mucho fastidió al doctor la inoportunidad de un cargo hecho propiamente sin conciencia; y más debió fastidiarlo la circunstancia de que él no podía levantarlo. Una dama de su relación y de la relación de Rosas, la señora Josefa Gómez, le escribió a este último invocando su antigua amistad a favor del doctor Vélez, maltratado por hechos que derivaban del gobierno que Rosas presidió, y encareciéndole que levantase con su declaración, que se haría pública, los cargos que le hacían al amigo común. Rosas asintió al pedido declarando bajo su firma que, “no es cierto que el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield, ni ninguna otra persona, le aconsejaron la ejecución de Camila O’Gorman ni del cura Gutiérrez”. Hizo más: encontró una fórmula para atenuar o desvanecer la acusación o mote de “servidor de Rosas” con que denigraban al doctor Vélez, declarando enseguida que: “El señor doctor Vélez fue siempre firme a toda prueba en sus vistas y principios unitarios, según era bien sabido y conocido, como también su ilustrado saber, práctica y estudio, en los altos negocios el Estado”. (8)
Referencias
(1) Carta del canónigo Palacio al general Rosas sobre este asunto (Manuscrito en el archivo de Adolfo Saldías).
(2) Nota del obispo y del provisor de 21 y de 24 de diciembre. (Véase La Gaceta Mercantil del 9 de noviembre de 1848).
(3)El señor Rivas, autor de las “Efemérides Argentinas”, tenía entonces a su cargo la mesa del despacho de los asuntos del gobernador, ministros, jueces de 1ª instancia con la policía.
(4) Véase El Comercio del Plata del 3, 5 y 7 de enero de 1848.
(5) No parece absolutamente cierto el embarazo, según Manuel Gálvez (Vida de Don Juan Manuel de Rosas, Ed. Tor, página 426, Buenos Aires (1949).
(6) Véase La Gaceta Mercantil del 9 de noviembre de 1848.
(7) Copia testimoniada por el señor Máximo Terrero y en el archivo de Adolfo Saldías.
(8) Borrador original de Rosas en el Archivo de Adolfo Saldías.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina – Ed. El Ateneo, Buenos Aires (1951).
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Enlaces externos
• Camila (1984) – de María Luisa Bemberg (video)
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