Bodegones, fondines y fondas

Bodegón colonial

Quizás la fonda más famosa del Buenos Aires colonial fue la de Los Tres Reyes, propiedad de un genovés llamado Juan Bonfillo.  Estaba situada en la calle Santo Cristo -hoy 25 de Mayo-, a un paso del Fuerte: fue la sede de encuentros entre alcaldes, oficiales, conjurados y espías nada camuflados.  El lugar resultó el preferido de los agentes británicos y portugueses que merodeaban con el mandato de recabar informaciones para la princesa Carlota de la corte lusitana asentada desde 1808 en el Janeiro, o para el almirante Sidney Smith.  Mucho antes, la fonda de Los Tres Reyes -donde también se bebían alcoholes y el comensal Castelli supo tanto encender gruesos cigarros como hablar con propiedad el idioma de Shakespeare- se tiñó con los rojos uniformes de los oficiales del regimiento 71 durante las invasiones inglesas: lo hicieron su preferido.

“Después de asegurar nuestras armas, instalar guardias y examinar varias partes de la ciudad, lo más de nosotros fuimos compelidos a ir en busca de algún refrigerio” así anota el capitán Alexander Gillespie, su primer actividad, en la tarde del 27 de junio de 1806, cuando Buenos Aires ya era una perla más del Imperio Británico.  Beresford conferenciaba con Quintana para definir un texto definitivo a la capitulación; los regimientos españoles habían entregado sus armas (no sin tensión) y la tropa británica estaba licenciada.
En esa noche tormentosa, los oficiales ingleses se animaron a transitar por las calles oscuras de Buenos Aires, en busca de algún lugar para comer. Así dieron hasta la fonda de Los Tres Reyes, en la calle del Santo Cristo (actual 25 de Mayo), frente a la plaza, propiedad de Juan Boncillo.  Los acompañaba Ulpiano Barreda (“criollo civil que había residido algunos años en Inglaterra” lo cita Gillespie) que hacía las veces de intérprete de los invasores.

La fonda dispuso de huevos y tocino, lo único que podía ofrecer a esas horas, donde también estaban algunos soldados españoles, desarmados horas antes.  “A la misma mesa se sentaban muchos oficiales españoles con quien pocas horas antes habíamos combatido, convertidos ahora en prisioneros con la toma de la ciudad, y que se regalaban con la misma comida que nosotros” señala Gillespie.  Pero el capitán le llamó la atención la joven moza que servía las mesas, que no disimulaba un profundo disgusto en su rostro.  Gillespie, con Barreda de traductor, le pidió que expresara, sin temor a ninguna represalia, que le expresara el porqué de su disgusto.  La joven moza agradeció la disposición del oficial inglés y, en voz alta, volviéndose a los españoles de la mesa próxima, expresó: “Desearía, caballeros, que nos hubiesen informado más pronto de sus cobardes intenciones de rendir Buenos Aires, pues apostaría mi vida que, de haberlo sabido, las mujeres nos habríamos levantado unánimemente y rechazado los ingleses a pedradas”.  Gillespie manifiesta que este discurso “agradó no poco a nuestro amigo criollo”.

También era famosa la fonda de la Sra. Clarke o La Fonda de la Inglesa donde se alojaban y comían preferentemente los británicos.  Estaba situada en la vereda de enfrente de la fonda de Los Tres Reyes, sobre la calle del Fuerte.  La Fonda de la Inglesa se encontraba cerca de la barranca y sus fondos daban a la Alameda (paseo público de la calle Leandro N. Alem). Era uno de los pocos edificios estratégicamente situados desde el cual podía verse el río y los buques anclados.

José A. Wilde, menciona la Fonda de la Ratona, en la calle hoy Tte. Gral J. D. Perón, inmediato, o acaso en el mismo sitio que ocupa en el día el Ancla Dorada, y otras varias por el mismo estilo.

En estas fondas todo era sucio, muchas veces asqueroso; manteles rotos, grasientos y teñidos con vino carlón, cubiertos ordinarios y por demás desaseados.  El menú no era muy extenso, ciertamente; se limitaba, generalmente, en todas partes, a lo que llamaban comida a uso del país; sopa, puchero, carbonada con zapallo, asado, guisos de carnero, porotos, de mondongo, albóndigas, bacalao, ensalada de lechuga y poca cosa más; postre, orejones, carne de membrillo, pasas y nueces, queso (siempre del país), y ese de inferior calidad.

El vino que se servía quedaba, puede decirse, reducido al añejo, seco, de la tierra y particularmente carlón.  Este último vino nos trae a la memoria una anécdota de aquellos tiempos.  Había un tal Ramírez, hombre de alta estatura y bastante corpulento, que tenía grande apego al teatro y a todo lo que se relacionaba con él.  Ayudaba entre bastidores al acomodo, cambio de decoraciones, etc., y solía hacer también de vez en cuando, su papelillo, de aquellos en que, entra un criado, presenta una carta y se va, o cosa por el estilo; aunque algunas veces se aventuraba a roles un poco más largos, y en los que no podemos decir se portase mal.

Pero viendo sin duda Ramírez, que esto no daba para satisfacer sus necesidades, resolvió ocuparse de otro negocio, y estableció (contando siempre, con la protección de sus hermanos de arte) una especio de fondín, en muy modesta escala, en la esquina (hoy almacén) que hace cruz con el entonces Teatro Argentino, siendo los actores sus más constantes clientes.

El vino que daba era carlón, del que traía una damajuana de algún almacén inmediato, cada vez que lo precisaba.  Pero algunos parroquianos quisieron variar y siendo ese el vino más barato, tuvo que idear cómo satisfacer ese deseo, consultando a la vez su propio interés, y un día anunció con mucho aplomo que tenía en su fonda tres clases de vino, carlón, carlín y carlete; todos estos vinos salían, por supuesto, de la misma damajuana; el secreto estaba en la mayor o menor cantidad de agua con que rebajaba el carlón.  La broma fue muy bien recibida; lo cierto es que, sus clientes tomaban de los tres vinos; pero continuemos nuestra historia.

Los mozos se presentaban en verano, a servir en mangas de camisa; baste decir que sólo se ponían la chaqueta para salir a la calle, esto es cuando no la llevaban colgada sobre un hombro a lo gitano: en chancletas y algunas veces aun sin medias, y como los del café, fumando su papelillo, y con el aire más satisfecho del mundo, entrando en conversación tendida y familiar con los concurrentes.

Este tipo se conserva aún hoy en los fondines y bodegones de la ciudad y en la campaña en algunos hoteles, presentándose los mozos sin saco ni chaleco, con el pantalón mal sujeto por medio de una faja y en chancletas.

Se ha repetido muchísimas veces, que los pueblos tienen el gobierno que merecen, y este dicho es en cierto modo, aplicable a los parroquianos de aquellos tiempos; no porque dejase de ser gente muy digna, sino porque no sabían infundir respeto, dando lugar a la descortesía y aun insolencia de los sirvientes.

Por ejemplo; en verano, cada concurrente no bien salvaba el dintel del comedor en la fonda, entraba resbalándose la chaqueta, saco o levita y comía en mangas de camisa; nadie soñaba en quitarse el sombrero para comer.  En fin, toda regla de urbanidad desaparecía por el mero hecho de hallarse en una fonda.  Esta falta de respeto recíproco entre los concurrentes, esa familiaridad, nada más que porque comían en una misma pieza, pronto se hacía extensiva a los mozos, que terciaban también.  Puede ser que esa intimidad ya extremada, haya nacido de la circunstancia que, siendo la población mucho más reducida, éramos casi todos más o menos conocidos, puros nosotros; no se veían entonces en las fondas, tantas caras desconocidas.  Sea de ello lo que fuere, a poco andar, la conversación se hacía general de mesa a mesa; cada uno levantaba cuanto podía la voz a fin de hacerse oír, de aquel a quien se dirigía, armándose, al fin, una tremolina, en que nadie se entendía, entre este fuego cruzado de palabreo.

Los jóvenes, también, que las frecuentaban, muy especialmente los militares, hacían alarde de portarse mal y tenían el singular gusto de perjudicar cuanto podían al fondero, ya mellando a hurtadillas los cuchillos, rompiendo los dientes a los tenedores, echándole vinagre al vino que quedaba, mezclando la sal con la pimienta, en fin, haciendo mil diabluras que sin duda reputaban travesuras de muy buen gusto; previniendo, que, generalmente, eran jóvenes de buenas familias, los que hacían gala de mal educados.  Todo esto, pues, concurría sin duda para desalentar al dueño de casa, en sentido de mejorar el servicio de mesa.

No hay que dudarlo: en algunas cosas hemos progresado asombrosamente; en otras… estamos donde estábamos; y en muchas, preciso es decirlo, estamos peor. 

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Gerding, Eduardo C. – El sargento mayor de Marina Thomas Taylor y la Sra. Mary Clarke.

Gillespie, Alexander – Buenos Aires y el interior – Ed. El Elefante Blanco . Buenos Aires (2000)

Juárez, Francisco N. – Banquetes y recetas coloniales. – Diario La Nación (2002)

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Wilde, José Antonio – Buenos Aires desde setenta años atrás – Buenos Aires (1908).

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